Biden, Yellen y la guerra contra los duendes

Joe Biden, durante un discurso sobre cómo estimular el empleo el pasado 7 de abril en la Casa Blanca.
Joe Biden, durante un discurso sobre cómo estimular el empleo el pasado 7 de abril en la Casa Blanca.KEVIN LAMARQUE / Reuters

El verano de 2016, la Oficina Estadística Central de Irlanda publicó un informe asombroso: el PIB del pequeño país había aumentado un 26% en un año (una cifra que más tarde se revisaría al alza). Habría sido un logro impresionante si el crecimiento se hubiera producido realmente.

Pero no era así, como las autoridades gubernativas reconocieron desde el principio. Era, por el contrario, un espejismo creado por los juegos con el impuesto sobre sociedades. En aquel momento, yo lo denominé “economía de duendes”; por suerte, los irlandeses se toman las cosas con sentido del humor.

¿Qué ocurrió realmente? Irlanda es un paraíso fiscal, con un impuesto sobre sociedades muy bajo. Esto da a las grandes multinacionales incentivos para crear filiales irlandesas, y después utilizar la contabilidad creativa para lograr que gran parte de los beneficios obtenidos en todo el mundo se acumule en esas filiales.

Al parecer, en 2015, varias empresas grandes se volvieron incluso más audaces en su traslación de beneficios, lo que produjo un aumento en el valor de producción que declararon haber obtenido en Irlanda, un aumento que no se correspondía con ninguna realidad.

Para entender la gran reforma del impuesto sobre sociedades propuesta por la Administración de Biden, lo que necesitan saber es que gira en torno a los duendes.

Una forma de interpretar la enorme rebaja del impuesto sobre sociedades aprobada por los republicanos en 2017 es que se basaba en la premisa oculta de que los duendes eran reales. Es decir, que los arquitectos de la rebaja tributaria insistieron en que las grandes empresas habían estado trasladando sus operaciones al extranjero para evitar los impuestos estadounidenses, y que la reducción de esos impuestos permitiría recuperar millones de puestos de trabajo.

No fue así. De hecho, la rebaja tributaria no tuvo ningún efecto visible en la inversión empresarial, probablemente porque abordaba un problema falso. Las multinacionales estadounidenses no habían trasladado puestos de trabajo al extranjero para evadir impuestos; habían evadido impuestos sin más.

El verdadero impacto —o de hecho la falta de impacto— del impuesto sobre sociedades en las decisiones empresariales se vuelve evidente si nos fijamos en los países extranjeros en los que las multinacionales declaran grandes beneficios.

Si verdaderamente estuvieran respondiendo a los impuestos al efectuar grandes inversiones en el extranjero que eliminasen puestos de trabajo en Estados Unidos, sería de esperar que buena parte de sus beneficios procedieran de grandes centros de producción como Alemania o China. Sin embargo, más de la mitad de los beneficios que las grandes empresas estadounidenses declaran haber obtenido de inversiones en el extranjero proceden de paraísos fiscales diminutos, como Bermudas o las islas Caimán, donde no tienen ninguna actividad real.

Este, por cierto, no es solo un problema estadounidense. El FMI calcula que aproximadamente el 40% de la inversión extranjera directa —básicamente inversión empresarial transfronteriza— es inversión “fantasma”, o sea, ficciones contables creadas para evadir impuestos. Por eso sobre el papel Luxemburgo, con solo 600.000 habitantes, recibe más inversión extranjera que Estados Unidos. Por consiguiente, el verdadero problema de la política fiscal estadounidense en materia de impuesto sobre sociedades no es la pérdida de puestos de trabajo, sino la pérdida de ingresos. En su mayor parte, el “Plan Fiscal Made in America” presentado por el gobierno de Biden es una iniciativa para recuperarlos.

Como el nombre del plan indica, los expertos de la Administración sí creen que hay aspectos del código tributario estadounidense que han creado un incentivo para trasladar puestos de trabajo al extranjero. Pero consideran que el problema es consecuencia de los detalles del código tributario, y no de la carga total de impuestos. Y si bien creen que la reforma tributaria puede mejorar los incentivos para invertir en Estados Unidos, el principal objetivo del plan —incluso cosas como la propuesta de establecer un tipo impositivo mínimo del 21% sobre los beneficios obtenidos en el extranjero, en la que ha hecho hincapié Janet Yellen, la secretaria del Tesoro— no está tanto en estos incentivos como en aumentar los ingresos derivados del impuesto sobre sociedades, que recae principalmente sobre ricos y extranjeros, y que en la actualidad se sitúa en un mínimo histórico.

¿Y qué pasa con las advertencias lanzadas por los grupos empresariales de que aumentar los impuestos a las multinacionales tendría consecuencias económicas terribles? Bueno, es normal que lo digan, ¿no? Y si subir impuestos tendría un efecto tan negativo, ¿por qué bajarlos no produce ningún resultado positivo visible?

Por lo tanto, el plan para el impuesto sobre sociedades parece una idea realmente buena. En parte porque el presidente Biden, a diferencia de su predecesor, ha contratado a gente que sabe de lo que habla. Y también supone una ruptura digna de agradecer con la ideología que afirma que la única forma de ayudar a los trabajadores estadounidenses es la acción indirecta: reducir impuestos a las multinacionales y a los ricos con la esperanza de que, de algún modo, aparezca una olla llena de oro al otro extremo del arcoíris.

La conclusión a la que parece haber llegado el equipo de Biden es, en cambio, que la forma de crear puestos de trabajo es crear puestos de trabajo, principalmente mediante la inversión pública, y no persiguiendo unicornios y duendes. En la medida (parcial) en que la creación directa de puestos de trabajo deba pagarse con nuevos tributos, estos deberían imponerse a quienes pueden permitirse pagarlos.

Alentador, ¿no?

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2021. Traducción de News Clips.


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