Una de las frases más conocidas de Billie Holiday resume bien su final: “A veces, es peor ganar una batalla que perderla”. La gran dama del jazz perdió la batalla contra el Departamento Federal de Narcóticos de Estados Unidos, pero en esa derrota se acabó de forjar su leyenda como la voz que cantó con más profundidad y entereza a la injusticia en un país segregacionista y paranoico con el éxito de una mujer talentosa, independiente, desafiante y negra. El Gobierno republicano de Dwight D. Eisenhower acabó ganando su pulso contra Holiday, a la que ajustició por consumo de heroína, pero quedó retratado para la historia como verdugo de una estrella que no ha dejado de brillar.
La película Los Estados Unidos contra Billie Holiday, estrenada recientemente, recupera ahora esta parte de la biografía de Lady Day, apodo que le puso su amigo Lester Young, cuyo saxo intenso y emotivo fue la mejor compañía para esa voz de fuerte desgarro emocional. Muerta en 1959 por cirrosis hepática en un hospital de Nueva York a los 44 años, la cantante estaba bajo custodia policial por posesión de drogas. Después de haber llevado abrigos de visón y vestidos de seda blanca, apenas tenía un dólar en el banco y falleció arruinada, enferma y sola, aunque su jazz vocal permaneció para siempre como emblema del orgullo y la dignidad humanos.
Muchos de estos episodios son contados por ella misma en Lady Sings the Blues, que ha terminado por convertirse en un clásico de las memorias musicales. Como todas las autobiografías, no escapa a los adornos personales y al gusto por hinchar las batallas libradas, pero, con todo, refleja buena parte de la cruzada de esta cantante nacida en un gueto de Baltimore. “Cuando eres pobre creces deprisa”, escribió. Holiday creció demasiado deprisa: abandonada por sus padres, vivió con su abuela, quien se le murió en brazos; pasó por reformatorios, sufrió maltratos, fue violada y se prostituyó. Todo antes de ser mayor de edad. Fue en un prostíbulo donde se enamoró del jazz, ese sonido que muchos blancos etiquetaron como “música de burdel”. Con su canto cortante, Lady Day lo elevó a lo sublime.
Rodeada de los mejores directores de orquesta de la época, como Benny Goodman, Artie Shaw, Teddy Wilson o Count Basie, su gran oportunidad llegó cuando fue contratada en el Café Society del Greenwich Village neoyorquino. De aquella prestigiosa sala salió con el aura de estrella, entre otros motivos, por canciones como Strange Fruit, el poema que el escritor comunista Lewis Allen le cedió. Holiday hizo de la composición, que trataba sobre los linchamientos a los negros en el sur, su “protesta personal”. Se convirtió en la primera canción protesta por los derechos civiles de los afroamericanos de la historia. Desde los años cuarenta, le gustaba cerrar sus actuaciones con el tema para concienciar a la gente y porque, según ella, servía para distinguir a “los cretinos y los idiotas” entre su público: eran los que aplaudían al final de la interpretación. Aquella mujer, consumida por la heroína y el dolor de ser humillada, era una efigie imponente en el escenario. Y su recuerdo, casi un siglo después, también lo es.
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