Black Lives Matter: el incierto rumbo de la gran protesta racial


Los tablones de contrachapado, que protegen los comercios por si las protestas se desmadran, serán otro símbolo de este histórico 2020 en Estados Unidos. Los tablones contra los saqueos, las máscarillas contra el coronavirus. Los rostros y los escaparates tapados en calles intercambiables de Minneapolis, Seattle, Des Moines, Houston, Louisville, Memphis, Nueva York, Los Ángeles, Portland y, ahora, Kenosha. Una ciudad de cien mil habitantes en el sureste de Wisconsin, al borde del lago Michigan, donde el pasado domingo un agente de policía blanco disparó siete balas por la espalda al afroamericano Jacob Blake, dejándolo postrado en una cama de hospital.

El suceso reavivó la llama de las protestas por la justicia racial que han recorrido el país desde que, el pasado 25 de mayo en Minneapolis, a 600 kilómetros de Kenosha, otro policía blanco matara a otro afroamericano, George Floyd, ahogándolo con la rodilla en su cuello mientras la víctima le decía que no podía respirar. El patrón se repite. La gente, furiosa, sale a protestar pacíficamente. Por la noche, una minoría de violentos siembra el caos en la ciudad. Pintadas, coches incendiados, saqueos y, a la mañana siguiente, tablones.

“Yo me marcho, me voy a casa de un familiar”, explica Lynette, trabajadora en una fábrica de plásticos, cuya casa en la calle 10 está rodeada de un solar en ruinas, un concesionario de coches quemado y una oficina bancaria saqueada. Su perro ya la espera en el coche. “Tardaré 40 minutos cada día en ir a trabajar, pero no puedo quedarme. Ha sido terrible. Solo olía el humo y escuchaba las explosiones. Estuvimos sin electricidad desde la una de la madrugada hasta las dos y media de la tarde. Vivo sola y no pude dormir en toda la noche. Pensé que iban a quemar mi casa. Lo que hizo aquel policía es horrible. Pero esto es aún peor. Esto tiene que parar. Todo el mundo habla de nuestra situación, nos utilizan como arma política y lo único que queremos es que nos dejen vivir tranquilos”.

Eso es mucho pedir a 67 días de unas elecciones a las que ambos partidos se refieren como las más importantes de la historia recientes de Estados Unidos. “Vuestro voto decidirá si protegemos a los estadounidenses que respetan la ley o si damos rienda suelta a los anarquistas violentos, agitadores y criminales que amenazan a nuestros ciudadanos”, decía Donald Trump el jueves, en el jardín de la Casa Blanca, al aceptar la nominación del Partido Republicano para luchar oficialmente por un segundo mandato el 3 de noviembre. “Estas elecciones decidirán si defendemos el estilo de vida americano, o si permitimos que un movimiento radical lo desmantele completamente y lo destruya”.

Los republicanos, deseosos de desviar la atención de la gestión de una pandemia que sigue golpeando con dureza al país, se han lanzado a plantear su campaña como una cruzada por “la ley y el orden”. Los demócratas hablan de estos comicios como “una batalla por el alma de la nación”. Y esa alma fue “perforada”, en palabras del candidato Joe Biden, por los disparos de aquel policía. Dos visiones enfrentadas del país y, atrapada entre una y otra, Kenosha se ha colocado en el centro mismo de la batalla política nacional.

Sucede, además, que la manera en que decidan votar los vecinos de Kenosha puede tener una importancia nada desdeñable en las elecciones de noviembre. En 2016, Trump fue el primer republicano que ganó en este condado en 44 años. Y eso contribuyó a que el hoy presidente se llevara Wisconsin con una diferencia de apenas 23.000 votos sobre la demócrata Hillary Clinton, que ni siquiera hizo campaña en el Estado. Wisconsin, uno de esos swing states en los que puede ganar cualquiera de los dos partidos, fue clave para la victoria de Trump. Y cuatro años después, la importancia de una ciudad como Kenosha no se le escapa a ningún estratega político. El propio Biden, que al contrario que su rival dijo que no haría mítines presenciales para no generar potenciales focos de contagio del coronavirus, en estos últimos días ha dejado la puerta abierta a viajar en persona a algunos Estados indecisos, entre ellos Wisconsin.

“Yo rezaba para que un suceso como este uniera a la gente, pero honestamente me temo que nos va a dividir aún más. Y eso que en Wisconsin estamos ya divididos de partida. Yo tengo claro que valoro más la vida que la propiedad. Pero mis amigos y mi familia no piensan como yo, y estas últimas semanas el tema ha estado mucho más presente”, asegura Christina Oldani, profesora de 44 años. A su alrededor, no obstante, sí se respira unidad. Quizá se podría hablar incluso de comunión. Un sacerdote pide por el micrófono a los congregados que eleven juntos los brazos bajo el sol inclemente. Un joven con una camiseta que dice “alternativa socialista” conversa con otra cuya camiseta dice “Jesús”.

Un misterioso tejano con sombrero de ala ancha intenta explicar a tres afroamericanos que la bandera estadounidense de unos 50 metros cuadrados que intenta colocar en la hierba, con las barras rojas pintadas de negro y la leyenda “no hay negro en nuestra bandera”, no es ofensiva sino todo lo contrario. Un cocinero de un colectivo de Portland, llamado Riot Ribs (costillas de los disturbios), prepara carne en una barbacoa para dar gratis a quien quiera. Y en el suelo de la plaza, la palabra “amor” pintada con colorido hippy.

Esto es el parque del Centro Cívico. Desde el pasado domingo, se convierte cada día, a las cuatro de la tarde, en el epicentro de las protestas pacíficas. “Necesitamos encontrar la manera de que las protestas no acaben descontrolándose, porque los disturbios solo benefician a Trump”, reconoce Isaac Wallner, vecino de Kenosha, conductor de camión y veterano activista por la justicia racial. “El caos que vimos al principio de la semana, definitivamente no ayuda, porque encaja en la narrativa de Trump de que lo que necesitamos es ley y orden”.

Enfilando la recta final de la campaña desaparecen los matices, y a los demócratas les resulta más difícil explicar que apoyan la causa pero condenan el componente violento de las protestas. El populismo de Trump, en cambio, se mueve de maravilla en un territorio sin matices. El presidente tiene muy claro a quién dirige su sencillo mensaje de “ley y orden”. No a sus bases, a las que ya tiene movilizadas, sino a esos votantes moderados que se le escapan. Esos a los que les producen rechazo las formas de Trump, pero que se dan cuenta de que las ciudades y Estados donde se descontrolan las protestas tienden a estar en manos demócratas.

El problema es que hay matices. Uno, y muy grande, es que todo esto está pasando bajo su mandato. “Trump dice que esta es la América de Joe Biden. Pero espera, Trump: ¿no eres tú el presidente ahora? Estos son tus Estados Unidos. Nadie tiene una bola de cristal para saber cómo será con Biden”, opina Tyler Stecen, vecino de la ciudad de 25 años.

Otro matiz no menos importante es que las dos únicas víctimas mortales en Kenosha, de momento, murieron por los disparos de un autoerigido vigilante. Un chico de 17 años que quiso imponer la ley y el orden por su cuenta con un fusil de asalto y que, además, era entusiasta seguidor del inquilino de la Casa Blanca. “Apoyar a Trump no le convierte necesariamente en una mala persona, pero un perro es un perro y un gato es un gato”, defiende Alex Simon, de 22 años, que lleva una camiseta contra Trump. “Lo que está claro es que hay dos justicias diferentes. Por un lado, a un hombre negro que no tenía un arma en la mano un policía le dispara no uno, sino siete tiros por la espalda, y con sus hijos delante. Si no hubiera sido por los ciudadanos que lo grabaron, a saber qué historia nos habrían contado. Por otro lado, tienes un chico blanco andando por la calle con un fusil de asalto en medio de las protestas, y la policía se muestra cordial con él. Por eso debemos seguir activos, que se nos oiga. La violencia policial es política, claro que lo es. Todo el mundo sufre la violencia policial, pero los negros somos dramáticamente más brutalizados. Ojalá fuera innecesaria la violencia, pero a veces hace falta un poco. Es malo que se vandalicen los negocios, pero a veces es necesario destruir. Esto pasará, pero la historia demuestra que no hay revolución que haya venido con una protesta pacífica. A veces olvidamos que los cambios solo llegan cuando quemamos las calles”.

A las siete de la tarde del viernes suena en los móviles la alerta del toque de queda, pero apenas queda ya gente en el parque del Centro Cívico. Los uniformes de los agentes de la Guardia Nacional, enviados por Trump, se camuflan contra el esqueleto de un dinosaurio en el jardín del museo de paleontología. En otra esquina, exhausto, un predicador rapero que rimaba a gritos por la salvación de todos ha dejado el micrófono y ha puesto una melosa canción de pop cristiano. La cera de las velas se derrama sobre la palabra amor en el suelo de la plaza. Los skaters aprovechan las calles cortadas para practicar sus trucos. Un anciano sin camiseta y con una pancarta contra la policía se queja porque a ver dónde está el jaleo, “que es fin de semana”. Y Eduard, con una mata de pelo blanco sobre su rostro negro y una camiseta que dice “el viejo número uno”, sale a echarse un pitillo a las escaleras delanteras de su casa.

Él no se fue, a diferencia de su vecina de calle. Tampoco pegó ojo, asegura, pero podría haber sido peor. “Tengo una amiga que perdió su negocio, y lo siento de verdad por ella porque sé lo duro que trabajó para sacarlo adelante”, explica. “La violencia nubla el mensaje, porque ahora el foco no está en el menaje sino en la reacción. Pero los que causan violencia y destrucción son una minoría. Cuando el fuego se apague, el mensaje debe seguir. Cuando el humo se disipe, espero que la protesta siga. Porque este presidente ha alimentado el discurso racista. Puedes ser parte de la solución o parte del problema, y él es parte del problema. Tengo 73 años. He visto presidentes buenos, y presidentes no tan buenos. Con cada uno de ellos hemos tenido alguna tragedia, sea una guerra u otra cosa. No podemos juzgar el corazón de un hombre, no podemos ver lo que hay dentro. Solo podemos ver lo que sale de su boca. Cada presidente desde que tengo memoria ha usado las palabras para tratar de unir a la gente. Trump es el primero de mi vida que usa la retórica para separar a la gente”.

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