Bolsonaro rechaza que su Gobierno distribuya la vacuna china contra la covid-19 y desautoriza a su tercer ministro de Salud


El reciente aumento de contagios de coronavirus ha desbaratado los mejores planes para divertirse y contrarrestar el húmedo calor de Manaos: ir a la playa de arena dorada en las aguas del río Negro o celebrar fiestas en casitas flotantes con música a todo volumen está prohibido durante un mes en esta urbe brasileña. El repunte de la pandemia siembra dudas sobre el estudio científico preliminar que en septiembre apuntó que el 66% de los vecinos de la mayor ciudad de la Amazonia brasileña tiene anticuerpos de la covid-19 y con ello había alcanzado la inmunidad colectiva que impide o reduce al mínimo la transmisión del virus. Sonaba prometedor. Sería la primera gran ciudad del mundo en contener el virus prácticamente sin hacer nada, aunque a costa de una pila de muertos. Sus dos millones de habitantes entraron en el radar de virólogos de todo el mundo.

La pandemia ha causado, según las cifras oficiales, más de 2.600 muertes y 160.000 contagios en Manaos, donde proliferan las teorías conspiratorias y las falsedades sobre esta peste del siglo XXI. Difícil olvidar los entierros colectivos en el cementerio municipal. Aunque a muchos vecinos eso de la inmunidad de rebaño les suena a chino, buena parte se comporta como si fuera una realidad incuestionable y no corrieran el riesgo de infectarse. “Muchos pensaban que no iban a contagiarse, no estaban preocupados. Desgraciadamente, falleció mucha gente por imprudentes e irresponsables”, explica una veterana inspectora sanitaria del Ayuntamiento, Luciana Fares.

Durante una reciente operación fluvial de vigilancia ante el incremento de contagios, la inspectora Fares amonesta a los que participan en varias fiestas en casitas flotantes, prohibidas temporalmente como los bares y las discotecas. Es un plan de lo más apetecible —para quien se puede permitir alquilarlas— cuando hace más de 30 grados y un 70% de humedad. Todo el día en bañador, entrando y saliendo del agua, con música para bailar o sestear en una hamaca y cerveza bien fría.

A Ralf, de 20 años, le amargan el 29º cumpleaños de su esposa que celebran en familia en una de esas casitas que son una cocina adosada a un inmenso porche. Estaban a punto de salir del agua para cortar la tarta de chocolate cuando llega la inspectora acompañada de un batallón repartido en tres lanchas. Son policías y militares armados, inspectores sanitarios y medioambientales y un equipo de este periódico. Unas 20 personas. “El que me la alquiló me dijo que no íbamos a tener problemas, que estaba todo resuelto”, explica este funcionario que se oculta bajo un seudónimo porque trabaja para el Estado. Pese a lo aparatoso de la inspección, su poder coercitivo es limitado. Les notifican una sanción, que ni siquiera es para ellos, sino para el propietario, pero los representantes del Estado tampoco pueden clausurar la fiesta porque carecen de medios para trasladarlos al muelle.

El mencionado estudio de científicos de las Universidades de São Paulo, Oxford, Harvard y otras indica que, pese a la vuelta a la normalidad sin vacuna, Manaos ha contenido la epidemia gracias a que muchos vecinos tienen anticuerpos y el coronavirus se topa constantemente con callejones sin salida que le impiden extenderse. La investigación aún debe ser revisada por otros científicos. Especialistas locales descartan que el repunte sea una segunda ola, pero piden cautela. “Lo que esperamos para confirmar realmente ese porcentaje de inmunidad colectiva es un programa de test en masa de la población, el N [la muestra] de la investigación es muy pequeña en relación a la población”, explica en su despacho el infectólogo Antonio Magela Tavares, director de asistencia médica de la Fundación de Medicina Tropical. A través de un cubrebocas de estampado de camuflaje militar insiste en que eran conscientes de que el virus llegaría pero no con semejante furia. Les pilló desprevenidos.

La otra pega que Tavares pone al estudio sobre la inmunidad colectiva es que está basado en el análisis de donaciones de sangre recogidas antes y durante la pandemia entre un colectivo que suele estar sano. Un perfil bien distinto de los ancianos, obesos, hipertensos y enfermos crónicos en los que el virus se ceba. “Desgraciadamente, entre los enfermos renales la mortalidad superó el 90%”, recalca.

La pandemia ha tenido tres fases en Manaos, centro neurálgico de un territorio de selva tropical 10 veces mayor que España. Primera, una explosión de casos en abril y mayo con un pico de muertes siete veces mayor que la media de entierros anterior a la epidemia, y ambulancias que esperaban durante horas a que a sus pacientes les adjudicaran una cama en la UCI. Segunda, descenso y estabilización de contagios de junio a septiembre pese a la vuelta a la normalidad con tiendas, iglesias, colegios, bares y la playa reabiertos. Tercera, un aumento de casos hace un par de semanas que se traduce en un mes de restricciones. De nuevo, muchos las desoyen.

Manaos es la capital más remota de Brasil pero una de las más internacionales gracias a su zona franca industrial. Se sospecha que el virus entró por el aeropuerto con algún viajero procedente del extranjero, anidó en la ciudad y desde ahí se extendió velozmente hasta casi el último rincón del estado de Amazonas en atestados barcos que hacen viajes de varios días en los que se duerme el aire libre en hamacas. Son el principal medio de transporte. Así causó estragos incluso en lejanas comunidades indígenas.

Cabe la posibilidad de que la inmunidad de rebaño haya alcanzado a los pobres porque el rebrote actual afecta sobre todo a vecinos de las clases A y B, los ricos. Gentes que hartas de meses de trabajo en remoto se echaron a las playas y a las fiestas el puente festivo de la Independencia, el 7 de septiembre. La mayoría pobre de los brasileños ha tenido que salir a la calle durante la crisis a buscar el sustento diario, mientras los privilegiados podían trabajar desde casa.

La distancia de seguridad es inexistente en las largas colas que cada mañana se forman ante los bancos para cobrar ayudas de emergencia que han permitido a millones eludir el hambre; a los pocos que llevan mascarilla no les cubre la boca y la nariz. Prefieren llevarla al cuello.

De vuelta al debate sobre la inmunidad colectiva, la viróloga española Margarita del Val, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), explica que como esta “se da en colectivos relativamente cerrados que tienen un comportamiento homogéneo”, los últimos datos de Manaos podrían indicar que “ahora los ricos no se están beneficiando de la inmunidad colectiva que a lo mejor sí han adquirido los más pobres”. De todos modos, la científica advierte: “Intentar alcanzar esa inmunidad colectiva, como parecía intentar al principio Suecia, no es una estrategia, es una salvajada. No es ético, ni realista”. Recalca que los que están inmunes deben seguir usando mascarilla y mantener la distancia. “No podemos estar seguros de que no transmitan el virus si se reinfectasen”.

Otra incógnita es cuánto dura la inmunidad. Asegura el pescadero Danilo Mendonça, mientras destaza sin mascarilla en el mercado un enorme tambaqui para un cliente, que él ya tuvo coronavirus aunque nadie le hizo un análisis que lo confirmara. Cuenta que le duró dos meses en los que solo tomó agua, zumos y un remedio casero: “Pones ajo, limón, jengibre, mastruz [una hierba local]… Los tipos que tomaron esas otras medicinas empeoraron. Por eso murió ese mogollón de gente. El tipo llega allí [al hospital], lo intuban y ya, ahí mismo se muere”. Las supersticiones de toda la vida aún calan hondo entre los menos instruidos pero además se propagan a la velocidad del rayo en grupos de WhatsApp, con lo que las autoridades dedican buenas dosis de energía a combatir la desinformación.

Lia Regina Antunes es testigo de excepción de la gravedad de esta crisis sanitaria. Enfermera de soporte básico en una ambulancia, cuenta que incluso algunos de sus colegas insisten en que todo esto no es más que una guerra política. El empeño de tantos en no protegerse le enerva: “En el 90% de las casas donde vamos a recoger ancianos, hipertensos, con cardiopatías…, nadie de la familia lleva mascarilla. ‘Nosotros estamos bien, el enfermo es él’, te suelen decir y yo les respondo: ‘Están firmando su certificado de defunción”.

La gestión de la covid en Brasil ha estado marcada por el escepticismo del presidente, Jair Bolsonaro, y su empeño en salvar la economía. Abundan quienes le acusan de haber agravado la epidemia, pero otros millones de compatriotas se apuntan a su postura anticientífica, desdeñan la amenaza y la mascarilla. Con 150.000 muertos y cinco millones de casos, es el tercer país más afectado tras Estados Unidos e India.

También en Manaos la disputa política envenena la gestión y proliferan las acusaciones de corrupción. El alcalde, Artur Virgilio Neto, acusa al presidente brasileño de ser un irresponsable y proclama en una entrevista con este diario que “el covid no ha acabado” tras recordar su experiencia personal. Se contagió y la enfermedad lo agarró tan duro que fue hospitalizado en Manaos y, después, trasladado a São Paulo. Todavía se le ve frágil. Subraya que él solo se guía por la ciencia y pone en duda las cifras oficiales que difunden las autoridades estatales de Amazonas. Acusa abiertamente al gobernador, Wilson Lima, de maquillarlas para minimizar el impacto del coronavirus.

Neto basa su acusación en una cuenta contundente: un exceso de muertes evidente en las cifras de sepultamientos. “Existe una extraordinaria diferencia en las cifras de entierros. Si eran 25 antes de la pandemia, ahora son cerca de 50 y siempre por encima de 40, es la media que vemos… Alguna cosa tiene que explicar esas muertes. ¿Por qué? Yo lo veo como el maquillaje del covid”. Para remachar, recuerda que las autoridades han admitido que el gobernador se basó en datos falsos cuando, en julio, declaró que Amazonas había vencido al virus.

Otro operativo de inspección clausura bajo la luna llena una fiesta clandestina con cientos de adolescentes en una finca —organizada por traficantes de drogas, según la policía—, advierte a varios restaurantes de que a las diez de la noche deben bajar la persiana y cierra locales de copas. En el Sensation, con una banda en directo y la clientela arracimada en mesas bajas, Bruna Araujo, fisioterapeuta que trabaja con pacientes de covid, se queja de que estos policías con submetralleta, chaleco antibalas y cubrebocas le arruinen la noche. Está indignada, quiere retomar la normalidad. “Los autobuses y el mercado sí que están atestados y allí no fiscalizan”.

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