Bruce Willis no era ese mal actor

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Hace unos días, el sobrino de dos años y medio de la periodista Isabel Valdés, Edu, le leyó un cuento. Lo hizo sin saber leer; de tantas veces que se lo había leído su madre, memorizó las frases de cada página y, así, fingió leérselo luego a su tía. Hace unos meses, en otra esquina del planeta, el actor Bruce Willis pronunció en el rodaje unas frases del guion de su última película. Lo hizo sin saber qué significaban, bien repitiendo lo que le dictaban por un auricular o tras serle reducidas las frases a las líneas que pudiese recordar. El niño finge que ya sabe leer, el adulto finge que aún no lo ha olvidado. Entre el aún y el ya cabe un aprendizaje tan largo y complejo de la vida y de lo que le da forma —el lenguaje y su comprensión— que el niño y el adulto se encuentran ahora en el mismo lugar, con la diferencia de que uno sólo puede caminar hacia delante y el otro, hacia atrás.

Bruce Willis tiene 67 años y le ha sido diagnosticada afasia, un trastorno cognitivo que afecta a la capacidad de una persona para comunicarse. Hay un tipo de esta enfermedad (afasia primaria progresiva) que se va presentando poco a poco, como el alzhéimer, y que, por los testimonios, parece ser la que sufre Bruce Willis. Eso quiere decir que las personas que la padecen no lo saben en los primeros momentos, y siguen caminando por el mundo de los sanos como si fuesen uno de ellos sin que nadie perciba nada especialmente raro. Algunas cosas, algunos detalles, pequeños tropiezos que nadie consideraría atribuir a una enfermedad. Por eso, a menudo hay escenas de la vida pública que luego encontraron explicación en un diagnóstico (el propio Willis tenía una categoría propia en los premios Razzie a las peores interpretaciones que la organización se apresuró a eliminar, si bien la culpa no es de ellos). A veces uno se encuentra con que la persona afectada es la última en rendirse, o de darse cuenta de la gravedad, y tienen que ser otros los que la cojan del brazo.

El reportaje que Los Ángeles Times dedicó a los últimos años de Willis y su deambular en deterioro por los sets de rodaje, reclamado en una película y otra sólo para que su nombre saliese en los títulos de crédito, abre un interesante debate. Porque lo que al principio se entendía como dispersión o un mal momento degeneró en algo más delicado cuando la situación empeoró: que Willis diese muestras de incompetencia le causó problemas de reputación con el público, haciendo películas de serie b sin ton ni son, y problemas en sus relaciones con compañeros de rodaje. Un director dijo que no volvería a trabajar con él, un accidente con pistola casi termina en tragedia, retrasos en rodajes o cambios en el guión para adaptarlos a él y su lucidez menguante. “Sé quiénes sois y lo que hacéis vosotros aquí, ¿pero qué es lo que hago yo?”, llegó a decir antes de que el director le pusiese corriendo dos escenas más.

Aunque ahora todo se vea a la luz de la enfermedad, la primera pregunta es por qué mantener trabajando a alguien en precario estado mental y la segunda, pertinente, es hasta dónde el paciente de una enfermedad así tiene derecho a seguir eligiendo por sí mismo, a continuar tomando decisiones propias. Tendemos a ignorar, por autodefensa, nuestra decadencia: forzamos la vista hasta rendirnos ante las primeras gafas, las piernas hasta vernos obligados a pedir un bastón, el cuerpo hasta necesitar la mano para levantarnos que rechazábamos una hora antes. Siempre hay un clic, un momento en el que uno baja la bandera y se resigna a que empiecen a apagarse las luces. Y, aun así, no hay peor clic que el que uno escucha porque ya lo han hecho por él. Como cuando éramos niños, pero sin el sol delante.

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