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‘Caso Trump’: igualdad ante la ley

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Aunque no existían precedentes hasta el pasado martes, a nadie podía resultarle extraño que fuera precisamente Donald Trump el primer expresidente de la historia de Estados Unidos en comparecer ante un juez para responder de las acusaciones avaladas por un gran jurado del distrito de Manhattan. Si alguien ha hecho copiosos méritos para llegar a este punto es él, con 50 años de procesos judiciales, civiles y criminales, por un amplio abanico de delitos, seis escandalosas quiebras, la investigación de un fiscal especial nombrado por el Departamento de Justicia y dos procedimientos de destitución parlamentaria o impeachment mientras era presidente, que de haber prosperado lo habrían conducido a los tribunales para responder por delitos como abuso de poder, obstrucción de la justicia, conspiración con el Kremlin en la campaña, interferencia en el recuento electoral e incitación a la insurrección.

El principal responsable de la impunidad que ha gozado hasta ahora es el Partido Republicano, asaltado al menos desde las primarias de 2016 por un electorado populista de extrema derecha, hasta el punto de entregarle la candidatura, la presidencia del país y el control de la veterana formación fundada por Abraham Lincoln. Es mérito personal de Trump la utilización de la popularidad proporcionada por un exitoso concurso televisivo y por el uso destructivo de las redes sociales para alcanzar la cúspide del poder y ponerlo directamente al servicio de sus intereses, incluidos los negocios familiares. La superación de las tres amplias investigaciones efectuadas por el Departamento de Justicia y por la Cámara de Representantes durante su presidencia no hubiera sido posible sin la obediente actuación exoneratoria del fiscal general, William Barr, del líder republicano del Senado, Mitch McConnell, y de la entera élite republicana, con excepciones notables como la exsenadora Liz Cheney.

En comparación con las imputaciones fracasadas hasta ahora, y con las que están en marcha —por el asalto el Capitolio, la apropiación de documentos secretos y la interferencia en el recuento electoral—, el soborno a una actriz porno que le ha conducido ahora ante el juez es el caso de menores consecuencias penales: el periplo judicial que le espera a Trump tenderá a complicarse en adelante. Por ahora, pesa sobre el expresidente la acusación de falsificar 34 registros de pagos, de la que se coligen delitos de fraude fiscal y de violación de la legislación sobre campañas electorales. Trump ha atribuido el caso a una caza de brujas politizada para impedirle su regreso a la Casa Blanca en 2025, y ha descalificado a la justicia de Nueva York por la coloración electoral mayoritariamente demócrata del Estado y de los cargos judiciales electos y los jurados. También ha rechazado la competencia de la justicia neoyorquina en un caso de fraude electoral que va más allá del Estado, pues afecta a la campaña de las elecciones presidenciales, y debería ser por tanto objeto de una investigación federal.

La breve detención de Trump para escuchar los cargos y declararse “no culpable” le ha servido como espectacular arranque de campaña, para recaudar más fondos y obligar a los republicanos a cerrar filas en su defensa, incluso por parte de los candidatos con los que rivaliza en las primarias. Trump vuelve a estar en cabeza en la carrera y sería temerario bajar la guardia ente la posibilidad de una nueva presidencia trumpista. Pero este nuevo envite contra el Estado de derecho y contra la democracia, junto a los efectos de una nueva presidencia trumpista en plena guerra de Ucrania, reviste ahora una gravedad extrema e incluso trágica.


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