China se resigna a un enfrentamiento con EE UU de larga duración



Este fin de semana, en Fukuoka (Japón), en el marco de la reunión de ministros de Economía del G20, mantenían un encuentro el secretario del Tesoro de EE UU, Steven Mnuchin, y el presidente del Banco Central Chino (PBOC), Yi Gang. En otros tiempos, el encuentro hubiera sido una mera cuestión rutinaria. Ahora, no: era la primera entrevista entre altos cargos económicos de los dos países desde el fracaso de las conversaciones comerciales y el comienzo de una escalada en la guerra comercial y tecnológica entre ambos que amenaza con perpetuarse y establecer un nuevo orden mundial.

Aparentemente se trataba de una reunión preparatoria del encuentro que mantendrán a finales de mes el presidente chino Xi Jinping y el estadounidense Donald Trump en la cumbre del G20 en Osaka (Japón). Pero aunque Trump la ha dado por segura, su celebración no está escrita en piedra: Pekín no ha querido confirmarla hasta el momento y parece más incierta que nunca tras las declaraciones del presidente de EE UU en las que apunta a que “probablemente” aumentará los aranceles también sobre los 300.000 millones de dólares de importaciones chinas que aún no se han visto afectadas en la disputa.
En todo caso, pocos creen que ese encuentro vaya a arrojar algún resultado significativo. Quizá aparcar esos posibles nuevos aranceles. Quizá un indulto para Huawei, el gigante tecnológico chino al que Washington ha prohibido hacer negocios con las empresas estadounidenses. Un acuerdo “realmente no muy relevante”, como opinaba recientemente la economista jefe para Asia Pacífico de Natixis, Alicia García-Herrero.
Al menos en la mente de Pekín, el divorcio entre las dos grandes potencias ya se ha producido, y China ha dejado claro que —aunque preferiría un acuerdo amistoso— se prepara para un conflicto largo y posiblemente penoso, al menos mientras Trump continúe en la Casa Blanca. Un conflicto para el que probablemente no haya marcha atrás: al Gobierno chino ya le ha quedado claro el riesgo de depender demasiado de lo que se pueda decidir en Washington.
El presidente del banco central chino ha asegurado que, desde el punto de vista económico, China cuenta con abundantes opciones ante un posible endurecimiento de la guerra comercial: “Hay muchas herramientas de política monetaria o fiscal, incluidos los tipos de interés, porcentajes de reservas y mayores estímulos fiscales”, defendía esta semana.
Del lado tecnológico, Pekín ha decidido acelerar el desarrollo de su industria para garantizar su independencia. Esta semana concedía las primeras licencias de 5G, a las tres grandes operadoras telefónicas chinas y una de televisión. Huawei, según publicaba la agencia Bloomberg esta semana, ha puesto en pie de guerra a sus ingenieros para diseñar, lo más rápidamente posible, los componentes y el software que dejará de recibir de Silicon Valley. Su nuevo sistema operativo podría quedar listo en agosto o septiembre.
Respuesta contenida
Pekín, que hasta ahora ha respondido con relativa moderación a los gestos de EE UU —sea, según unos, por un afán de presentarse como la parte “adulta” en la disputa, sea, según otros, por no tener otras herramientas más eficaces— sigue ponderando cuáles deben ser sus próximos pasos. Además de responder con su propio alza de aranceles, anunció la creación de una lista de empresas extranjeras “poco fiables” que aún no ha publicado. También sopesa prohibir la exportación de tierras raras a EE UU, elemento indispensable para la fabricación de productos tecnológicos.
Aunque la pelea ya empieza a ir más allá de la mera economía, o incluso de las sempiternas disputas en torno a la seguridad en el mar del Sur de China.
El Gobierno chino advertía esta semana a sus estudiantes y académicos sobre los riesgos de estudiar en EE UU, ante el aumento de solicitudes de visado rechazadas y los recortes en la duración de los permisos de estancia. Cerca de 360.000 jóvenes de este país cursan estudios en la primera potencia del mundo, lo que genera unos ingresos de 14.000 millones de dólares para Estados Unidos, más que por la soja que vende al gigante asiático, según apuntaba Capital Economics en un informe.


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