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China y Estados Unidos, condenadas a entenderse y a rivalizar

China y Estados Unidos, condenadas a entenderse y a rivalizar

La vicepresidenta de Estados Unidos Kamala Harris terminó su viaje a Filipinas la pasada semana con una visita a Palawan. La isla más cercana a las Spratly, el archipiélago de arrecifes que se disputan Manila y Pekín y en el que China ha construido una serie de islotes artificiales. “Como aliado, Estados Unidos está del lado de Filipinas frente a la intimidación y a la coerción en el mar del Sur de China”, declaraba la número dos de la primera potencia del mundo. Al mismo tiempo, en Camboya, el ministro de Defensa chino, el general Wei Fenhe, reclamaba ante su homólogo estadounidense, Lloyd Austin, que Washington respete los intereses clave de Pekín y no interfiera en Taiwán: el futuro de esa isla “es un tema para el pueblo chino, y ninguna fuerza extranjera tiene el derecho de intervenir”.

Las advertencias llegaban algo más de una semana después de la reunión de los presidentes de los respectivos países, Joe Biden y Xi Jinping, en Bali (Indonesia) con ocasión de la cumbre del G-20. Entre sonrisas, apretones de manos y declaraciones benevolentes, las dos grandes potencias del mundo declararon una especie de tregua en el deterioro de sus relaciones, una vez superadas las grandes pruebas que ambos enfrentaban este año: las elecciones legislativas en EE UU y el 20º Congreso del Partido Comunista para dar un nuevo mandato a Xi en China. La diminuta pipa de la paz permite restablecer los contactos en ciertas áreas de interés común. Pero las diferencias en asuntos clave, desde Taiwán a los derechos humanos, persisten; la cuestión es si esa mínima entente cordial podrá mantenerse, y hasta cuándo.

Aquella reunión, con el propósito declarado de “poner un suelo” a la caída libre en la relación bilateral ―acelerada tras la visita en agosto a Taipéi de la presidenta de la Cámara de Representantes estadounidense, Nancy Pelosi, y la imposición de la Casa Blanca en octubre de drásticos recortes del acceso de las empresas chinas a la tecnología estadounidense de semiconductores―, ha permitido gestos significativos. El secretario de Estado, Antony Blinken, viajará a China el año próximo, previsiblemente en enero. Se han restablecido los contactos, cancelados tras el viaje de Pelosi, entre grupos de trabajo para asuntos de interés común, en áreas que abarcan desde el medio ambiente a la seguridad alimentaria.

Ambos líderes tienen clara la importancia de mantener abiertas las líneas de comunicación. Aunque la desconfianza en ambos lados es palpable, la relación entre las dos potencias sigue siendo la más trascendental del mundo. “Hace falta algún tipo de colaboración entre ambos si queremos resolver los problemas globales”, insistía en una charla Tony Saich, director del Centro Fairbank para Estudios Chinos de la Universidad de Harvard.

Pese a las sanciones respectivas, las restricciones al acceso tecnológico y las subidas de aranceles impuestas en la era de Donald Trump y que no se han eliminado tras el cambio de Administración en EE UU, el comercio entre las dos potencias no deja de crecer. En 2021 alcanzó los 657.000 millones de dólares ―más que el PIB anual de Suecia― y se calcula que este año aumentará en un 8%.

Y la cooperación en áreas como el cambio climático es imprescindible para el éxito en la lucha contra el calentamiento global. Así lo entendieron los ministros reunidos en Sharm el Sheij (Egipto) en la COP27, que prorrumpieron en aplausos cuando el enviado especial de EE UU para el clima, John Kerry, compareció presentando a su homólogo chino, Xie Zhenhua, como “mi amigo”.

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Pero el entendimiento acaba ahí. “No hay señales de ningún cambio fundamental en la competición estratégica entre China y Estados Unidos tras esa reunión”, apunta Neil Thomas, de la consultora Eurasia, en una nota. En los últimos años, señala Thomas, “un cambio clave en la relación ha sido la posición cada vez más agresiva que ha evolucionado de reconocer a China como una amenaza durante la era del presidente Donald Trump a una política que activamente busca detener el desarrollo tecnológico de China en el mandato del presidente Biden. Por esta razón, hay poco espacio para que la relación regrese a una orientación en la que predomine la cooperación”.

El propio Biden matizaba, después de su reunión con Xi, que lo alcanzado en sus conversaciones “no fue un momento kumbaya”, una expresión coloquial que alude irónicamente al himno góspel para referirse a momentos en los que se busca la armonía y el entendimiento. Entre los contactos de los grupos de trabajo que se han acordado restablecer no se encuentra el de las respectivas fuerzas armadas.

Las diferencias son irreconciliables en áreas como Taiwán, que Xi ha descrito como “una línea roja que no se puede cruzar en las relaciones EE UU-China”. La independencia de la isla autogobernada, que Pekín considera parte de su territorio y que no renuncia a unificar por la fuerza, es tan incompatible con la paz y la estabilidad en el estrecho de Formosa como “el agua y el fuego”, según el presidente chino.

Por su parte, en un seminario sobre Defensa, Austin declaraba en Canadá que Pekín “busca un mundo en donde el poderío equivale a tener la razón” y advertía que Washington está “sacando lecciones de la guerra en Ucrania para reforzar las capacidades de autodefensa de nuestros socios en Asia Pacífico”, en una referencia al gobierno de la presidenta Tsai Ing-wen en Taipéi.

Los resultados de las elecciones de medio mandato en Estados Unidos pueden complicar la delicada tregua y dar a Biden menos espacio para la maniobra en la relación. El Partido Republicano, que ha endurecido sus posiciones hacia China especialmente desde el mandato de Trump, ha logrado una pequeña mayoría en la Cámara de Representantes, que le permitirá hacerse con el control de comités clave en los lazos bilaterales.

El previsible futuro líder de la Cámara cuando cambie la legislatura el 3 de enero, Kevin McCarthy, ha apuntado que planea crear un comité específico sobre China, que podría proponer legislación más dura sobre el control de las exportaciones y las inversiones de EE UU hacia el gigante asiático o sobre el apoyo a Taiwán. “China es el país número uno en lo que respecta al robo de la propiedad intelectual”, ha sostenido McCarthy en declaraciones a la cadena de televisión Fox News. “Le vamos a poner fin a eso”, prosiguió, “y no permitiremos que la Administración se siente y deje que China haga lo que le está haciendo a Estados Unidos”.

El político republicano había prometido que, si preside la Cámara, visitaría también Taipei, y lo haría acompañado de “la mayor delegación de la historia”. Algo que podría generar una respuesta contundente de Pekín: tras el viaje de Pelosi, China contestó con unas maniobras con fuego real sin precedentes en el estrecho de Formosa.

“Una agenda legislativa más proteccionista y dura contra China intensificará la presión sobre la Casa Blanca para avanzar lo que ya son unas políticas duras hacia China. Esto puede seguir poniendo presión sobre los esfuerzos de la Administración para lograr apoyo multilateral a sus posiciones sobre Pekín, como ha ocurrido recientemente con las reacciones de los europeos, Corea del Sur, Japón y otros socios comerciales claves a las provisiones proteccionistas en la Ley de Reducción de Inflación”, apunta Thomas.

La entente alcanzada por Biden y Xi “es un esfuerzo muy frágil”, concuerda Wei Da, de la Universidad Tsinghua en Pekín. “No sabemos qué va a hacer el Congreso el año que viene. Y si McCarthy visita Taiwán, eso puede romper los esfuerzos que se desarrollan para estabilizar la relación”.

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