Clasismo en la sangre

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La sola imagen de un sindicalista limpiando esta semana la palabra “asesino” del pedestal de la estatua de Largo Caballero en Madrid provoca entre rabia y melancolía. Rabia, porque ese alcalde de Madrid, Almeida, que se granjeó fama de simpaticote y conciliador, está mostrando su verdadero rostro, como así otras personas de su partido a las que tantas veces se halagó la moderación, véase Ana Pastor, y ahora se muestran incapaces de afear las burradas que profieren los de su partido, como acusar al ministro de Sanidad de actuar movido por su odio a Madrid. Han aprendido a hacerlo, por supuesto, usando la primera persona del plural para asegurar que el ministro nos odia (a los madrileños) y que, por eso, nos tiene secuestrados. Como decía aquello de Extremoduro, me estoy quitando, solamente me pongo de vez en cuando. Esa está siendo mi actitud con respecto a la información parlamentaria. Antes de envenenarme, apago la radio. Pero no soy tan rápida y no puedo evitar que se me cuelen frases, por ejemplo, las de una diputada de Vox asegurando que el moño del vicepresidente no puede ocultar la verdadera naturaleza del ¡Coletas! Grandes argumentos políticos. Se trata de un clasismo muy antiguo, muy propio de los señoritos españoles, de aquellos mismos que se reían de las pintas de Alcalá Zamora y su esposa en el 31 entrando al Congreso o de la falta de clase de Lola Rivas Cherif, la mujer de Azaña. Es la advertencia constante al advenedizo, al que no debiera estar donde está porque no goza de suficiente categoría social. Si en algo se equivocó Pablo Iglesias en sus inicios fue en ese señalamiento moral de la célebre “casta”. Imagino que habrá aprendido con la experiencia parlamentaria, habiendo sufrido en sus carnes el acoso y la burla mordaz por haberse entrampado —como si no fuera un derecho constitucional de cualquier ciudadano el entramparse— en la compra de un chalet; tal vez haya entendido que no es un pecado aspirar a vivir mejor y que ha sido, precisamente, la vieja táctica de la derecha española eso de tachar de ridículo o de farsante a quien viniendo de clase trabajadora consigue entrar en el terreno prohibido de las esferas de poder.

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