Cómo Alemania se ha convertido en la facilitadora de Putin


La guerra de agresión de Vladímir Putin funciona gracias al dinero que Rusia obtiene vendiendo combustibles fósiles a Europa. Y aunque, asombrosamente, Ucrania haya repelido el intento ruso de tomar Kiev, a Putin no se lo detendrá definitivamente hasta que Europa no acabe con su dependencia energética.

Lo cual significa que Alemania —cuyos líderes políticos y empresariales insisten en que no pueden prescindir del gas natural ruso, a pesar de que muchos de sus propios economistas no estén de acuerdo— se ha convertido de hecho en la principal facilitadora de Putin. Es una vergüenza, y también increíblemente hipócrita, considerando la historia reciente del país germano.

Los antecedentes: durante décadas se ha advertido a Alemania de los riesgos de convertirse en dependiente del gas ruso. Pero sus dirigentes, que solo atendían a los beneficios a corto plazo de la energía barata, hicieron caso omiso. En vísperas de la guerra de Ucrania, el 55% del gas alemán provenía de Rusia.

No cabe duda de que interrumpir este flujo de combustible sería doloroso. Pero numerosos análisis económicos —desde los del Instituto Bruegel de Bruselas hasta los de la Agencia Internacional de la Energía y ECONtribute, una fundación patrocinada por las Universidades de Bonn y Colonia— han llegado a la conclusión de que los efectos de una reducción drástica de las importaciones de gas de Rusia no serían ni mucho menos catastróficos para Alemania. Como afirmaba un miembro del Consejo Alemán de Expertos Económicos, un embargo del gas ruso sería difícil, pero “factible”.

El análisis de ECONtribute ofrece un rango de valores, pero su cifra para el peor de los casos indica que un embargo así reduciría temporalmente el PIB real de Alemania en un 2,1%. Ahora bien, los industriales alemanes se niegan a aceptar los cálculos de los economistas e insisten en que un embargo del gas sería catastrófico a todos los efectos.

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Pero, ¿qué iban a decir ellos? Los líderes industriales de todas partes aseguran siempre que cualquier restricción de sus actividades que se proponga sería un desastre económico.

Por ejemplo, en la década de 1990, los grupos industriales de Estados Unidos lanzaron admoniciones funestas contra las políticas para reducir la lluvia ácida, empeñados en que costaría cientos de miles de millones e incluso conduciría a la “posible destrucción de la economía del Medio Oeste”. Nada de eso pasó; el hecho es que las nuevas normas produjeron grandes beneficios para la salud pública con un coste económico modesto.

Por desgracia, los mandatarios alemanes, incluido el canciller Olaf Scholz, se han puesto de parte de los agoreros. Las revelaciones de las atrocidades rusas en Ucrania han provocado que se reconozca a regañadientes que hay que hacer algo, pero todavía sin mucha urgencia.

Lo que me llama la atención —una comparación que, por algún motivo, no he visto que mucha gente establezca— es el contraste entre la actual reticencia alemana a hacer sacrificios moderados, incluso a la vista de los horribles crímenes de guerra, y los inmensos sacrificios que Alemania exigió a otros países durante la crisis europea de la deuda de hace una década.

Como algunos lectores recordarán, a principios de la pasada década gran parte del sur de Europa se enfrentó a una crisis cuando el grifo de los créditos se cerró, disparando los tipos de interés de la deuda pública. Las autoridades alemanas se apresuraron a culpar a esos países de su situación, e insistieron, con grandes dosis de moralina, en que si se encontraban en apuros era porque habían sido irresponsables fiscalmente y tenían que pagar el precio.

Pues resulta que ese diagnóstico era esencialmente erróneo. Gran parte de la subida de los tipos de interés en el sur de Europa reflejaba más el pánico de los mercados que los fundamentos económicos. Los costes de los préstamos se desplomaron, incluso para Grecia, después de que el presidente del Banco Central Europeo pronunciara cuatro palabras —”cueste lo que cueste”— que indicaban que, si fuera necesario, el banco intervendría comprando la deuda de las economías con problemas.

Sin embargo, Alemania tomó la delantera a la hora de exigir que los países deudores impusieran medidas extremas de austeridad, en particular recortes del gasto, independientemente de lo elevados que fueran los costes económicos. Y los costes fueron inmensos: entre 2009 y 2013, la economía griega se contrajo un 21%, al tiempo que la tasa de desempleo alcanzaba el 27%.

Pero mientras que Alemania estuvo dispuesta a imponer la catástrofe económica y social a países que según ella habían sido irresponsables en su endeudamiento, no ha estado por la labor de imponerse a sí misma costes mucho menores a pesar de la innegable irresponsabilidad de su pasada política energética.

No estoy seguro de cómo cuantificarlo, pero mi sensación es que Alemania recibió muchas más advertencias, y más claras, sobre su imprudente dependencia del gas ruso que Grecia sobre su endeudamiento anterior a la crisis. Sin embargo, parece que el famoso afán alemán de tratar la política económica como un dilema moral solo se aplica a otros países.

Para ser justos, Alemania ha avanzado algo desde su inicial falta de voluntad de ayudar a Ucrania lo más mínimo. El embajador de Ucrania en el país germano afirma, aunque los alemanes lo nieguen, que se le comunicó que no tenía sentido enviar armas porque su Gobierno caería en cuestión de horas. Y a lo mejor, a lo mejor, el comprender que negarse a cortar el flujo de gas ruso convierte a Alemania en cómplice de hecho de la matanza baste por fin para inducir una acción real.

Pero hasta que eso ocurra, si es que ocurre, Alemania seguirá siendo, para su vergüenza, el eslabón más débil de la respuesta del mundo democrático a la agresión rusa.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía. © The New York Times, 2022. Traducción de News Clips

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