Perdí el olfato durante el verano en el que cumplí 22 años. Me fastidia no tener una historia divertida, truculenta o emocionante al respecto. Sencillamente se fue.
Diría que la pérdida fue paulatina. No recuerdo el día en el que tomé conciencia de que ya no podía oler nada. Tampoco recuerdo cuándo me empecé a preocupar por ello. Los médicos no le dieron inicialmente demasiada importancia. Llevaba más de un año encadenando problemas de nariz y oído: rinitis, inflamación de la trompa de Eustaquio, vértigos, muchos catarros… Todo aquello se fue curando poco a poco, pero el olfato no volvió. Muchos años más tarde, en una consulta que no olía a nada, un médico me dijo con voz suave y sin titubear que las pruebas de imagen eran concluyentes: no había nada que hacer. El diagnóstico más probable era una anosmia de origen vírico: alguno de aquellos irrelevantes resfriados dejó inutilizado para siempre el nervio olfatorio.
Anosmia es como se conoce a la pérdida del olfato, pero no todo el mundo lo sabe, y eso que está lejos de ser un trastorno extraordinario: no hay unanimidad en las cifras, pero los estudios más serios hablan de que la padece entre el 1% y el 4% de la población. La anosmia no es el único trastorno del olfato. También existen la hiposmia y la hiperosmia, respectivamente la disminución o el aumento de esta capacidad, y quizá el más singular de todos: la fantosmia, la percepción de olores que no existen.
Estos trastornos pueden ser congénitos o, más frecuentemente, adquiridos. A veces se acompañan también de la pérdida del sentido del gusto. Las causas son múltiples. Pueden tener un origen benigno o inocuo, como en mi caso, o estar provocados por algún evento traumático, por ejemplo un accidente de coche. También, y esto es muy importante, la anosmia puede ser una señal temprana de que está por venir una enfermedad seria: muchos problemas neurológicos graves incluyen entre sus síntomas precoces el deterioro del sentido del olfato. Nunca está de más consultar a un médico.
La mayor parte estas cosas las aprendí buceando en Internet. Intentaba entender por qué el aroma del café ya no me espabilaba por las mañanas, al tiempo que olvidar el cubo de la basura abierto había dejado de ser un problema urgente.
Para algunas personas puede ser difícil imaginar la importancia del olfato en la vida cotidiana. Donde antes había un estímulo sensorial inadvertido pero constante, de pronto ya no hay nada. Es como flotar plácidamente sobre una piscina de agua tibia. Al principio resulta agradable poder despreocuparse de todo, pero al cabo de un rato produce una sensación de malestar difícil de explicar. Es siniestro. No estamos hechos para vivir permanentemente sin sentir nada.
Lo que viene a continuación puede parecer muy obvio, pero me he visto obligada a explicarlo en más de una ocasión: el olfato no sirve solo para proporcionar información sobre cómo huelen y saben las cosas. No, tampoco es un sentido poco desarrollado en los humanos, por más que nosotros no seamos capaces de rastrear una presa por el olor como hacen otras especies. De acuerdo con Carmen Agustín Pavón, profesora de la Universitat Jaume I, el olfato es uno de los sentidos más antiguos, y tiene un impacto directo en la modulación de nuestras emociones y en nuestra capacidad de evocar recuerdos. Aún más: el sistema olfatorio y el emocional comparten vías neuronales, y se sospecha que ambos podrían haber evolucionado conjuntamente. Los aromas no son percibidos como un estímulo neutral sino que conllevan prácticamente siempre una carga emocional. Perder el olfato va mucho más allá de no disfrutar de un Gran Reserva, o del Chanel nº5.
Desde un punto de vista práctico a veces tengo dificultades para solventar problemas sencillos. Es un reto adivinar cuándo la ropa necesita un lavado urgente. Una vez un gato se coló en mi habitación, orinó dentro de mi maleta y me puse mi camiseta favorita sin advertir nada. Tuvo que pasar un buen rato hasta que alguien me avisó de que algo no iba nada bien. A pesar de todo me siguen cayendo bien los gatos, no soy rencorosa.
En más de una ocasión he tirado comida porque su aspecto no terminaba de convencerme, o sencillamente porque no podía recordar cuántos días llevaba en la nevera. Otras veces (creo que por fortuna pocas) he comido cosas en mal estado que aún tenían buena pinta. Creo que el estado de la comida es lo que más inseguridades me causa. Tengo suerte por no haber perdido el sentido del gusto y tampoco el apetito, aunque sí he notado que comer ya no es una actividad tan placentera, pues los sabores se perciben atenuados. Me alegra mucho en cualquier caso seguir pudiendo paladear mis platos favoritos, y para mi alivio he descubierto que aun desprovisto de olor, el café es una bebida reconfortante.
He procurado no volverme demasiado paranoica ni obsesiva con el miedo a sufrir un accidente doméstico, y en general me las apaño bien. Tampoco me da vergüenza pedir ayuda cuando creo que la necesito. En ese aspecto, creo que mi deficiencia no es muy diferente de la de alguien que, por ejemplo, se orienta muy mal, o no habla la lengua del lugar en el que vive, o es daltónico. Te inventas trucos y estrategias para minimizar el impacto. O te resignas a saber que de vez en cuando meterás inevitablemente la pata.
Creo que no conozco personalmente a más anósmicos, pero al principio, movida por la curiosidad, solía buscar testimonios de otras personas en Internet. También he preguntado directamente a más de un experto. Algunas personas con trastornos del olfato desarrollan ansiedad social, o incluso depresión. Tienen un miedo más allá de lo razonable a resultar malolientes para el resto y se duchan obsesivamente. Otros sufren vergüenza por su condición y no se atreven a reconocer ante los demás que son anósmicos. Es bastante fácil (y a veces tentador) simular que todo va bien y así no tener que enredarte en explicaciones. Yo solo recuerdo haberlo hecho una vez. No es que me lo haya propuesto deliberadamente, es solo que me parece ridículo fingir, y todavía aún más absurdo darle a este asunto un tratamiento estigmatizante u oscurantista.
Solo hago mi particular confesión cuando considero que viene a cuento, y la respuesta suele ser positiva, a medio camino entre la comprensión y una educada indiferencia. Aunque no siempre. Ha habido personas que me han soltado cosas tan descabelladas como que “no pasa nada, porque al haber perdido un sentido los otros cuatro se potencian” (sic), o que bueno, perderme el hedor de los baños públicos es una suerte y no debería quejarme tanto (para ser honestos, esto último me lo suelen decir en tono de broma, y como tal lo asumo). En cuanto a la primera afirmación, me veo en la obligación de aclarar que desde que perdí el olfato no he notado que sea capaz de escuchar ultrasonidos ni he desarrollado rayos X en los ojos. Por algún motivo, también hay personas que me miran como si fuera extraterrestre o parecen no creerme. Al fin y al cabo, mi discapacidad es invisible por completo. Prefiero dejarlo estar: discutir nunca ha estado entre mis actividades favoritas.
Una de las cosas más negativas que he descubierto es que hay gente que se siente legitimada para explicarte cómo te debes sentir ante tu propia pérdida, o la minusvaloran alegremente sin detenerse a pensar en el grado de impacto que tiene. Sospecho que pasará en todos los ámbitos de la vida, claro, pero yo lo he aprendido a raíz de mi anosmia. Siempre hay una minoría de personas dañinas que no pueden resistirse a dar su opinión sobre cualquier tema. Cada vez se me da mejor ignorarlos.
Intuyo que para los anósmicos de nacimiento, el olor será algo así como el color ultravioleta o los infrasonidos: has escuchado mil referencias sobre ellos, pero son imperceptibles para el ojo y oído humanos, y por tanto no condicionan demasiado tu día a día. Para mí la vida se divide en dos grandes bloques. Hasta los 22 años las cosas tenían olor, estaban completas. De ahí en adelante me acompaña esa tibieza tan siniestra de la que antes hablaba. Tengo que rellenar los huecos porque soy consciente de que me falta información.
Algunos anósmicos definen la vida sin olor como ver en blanco y negro. Me parece una comparación lícita, pero creo que no la comparto. El mundo sigue teniendo colores espectaculares, soy yo la que se siente ausente de él. Esto me sucede con frecuencia. He tenido que buscar maneras de no distanciarme de lo que ocurre a mi alrededor, o de mis propios recuerdos. El olor te ayuda a mantener el contacto con la realidad, a sentirte involucrada. Trae a la memoria recuerdos antiguos. Te pone en alerta cuando algo no va bien, te relaja o te anima según la ocasión. Sin ese “hilo musical”, a veces siento que me cuesta ubicarme, como cuando se apaga la música de fondo de un restaurante y antes de ser consciente de qué ha pasado, ya sabes que van a cerrar.
Las flores del parque que estoy atravesando bien podrían ser de plástico. Veo la tierra oscurecida por el agua, el aire fresco me sopla en la cara, pero no siento que hubiera llovido. Falta algo. La huelga de basureros parece de atrezo. El abrazo apresurado de un niño pequeño, impaciente por irse a jugar, no deja nada más tras de sí. Tampoco la agonía y la enfermedad huelen a nada, aunque puedas ver cómo te rodean en un hospital anticuado y sofocante. La vida y la muerte presentadas con absoluta asepsia, como cuando las ves a través de una pantalla. En eso consiste ser anósmico.
No quisiera terminar mi relato con tanto dramatismo. En general, a mis 28 años, me considero una persona bastante feliz, y tengo mil y un recursos para paliar mi deficiencia. Sí que me gustaría que hubiera más investigación sobre la anosmia, que se conociesen mejor cuáles son las implicaciones, tanto a nivel práctico como emocional, de este tipo de disfunciones. También me gustaría decirles a otros anósmicos que no sientan vergüenza de hablar de lo que les pasa, de pedir ayuda, o de explicar cómo se sienten, especialmente si por cualquier motivo no se están sintiendo bien.
La vida es lo bastante hermosa para seguir siendo intensa incluso percibida solo con cuatro sentidos.
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