Con la cara tapada: los usos políticos de la máscara


Durante la pandemia, los propietarios de los últimos modelos de iPhone han sufrido una tortura muy del primer mundo: la mascarilla impide el reconocimiento facial, la función estrella del teléfono que permite desbloquearlo sin ni siquiera tocarlo. Justo cuando los poderes ocultos han incrementado su grado de vigilancia y control sobre nuestras cada vez más transparentes vidas, hemos visto cómo una simple pieza de tela frustraba los sistemas de biometría más punteros. La modernidad ha intentado arrojar luz sobre todas las oscuridades, pero la opacidad de la máscara resiste.

Esta batalla entre claridad y ambigüedad es la que narra La máscara nunca miente, exposición comisariada por Servando Rocha, escritor y activista cultural, y Jordi Costa, crítico y jefe de exposiciones del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, donde se inauguró a mediados de diciembre. La sospecha de oportunismo pandémico que podría despertar este tema parece infundada: el proyecto ya estaba en marcha antes del virus y se basa en un ensayo publicado por Rocha en 2019, Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados (La Felguera). Se ha añadido un capítulo sobre la covid al final de la visita, pero con la misma naturalidad con la que se añadiría a una reedición del libro.

Que la visita será inquietante lo entendemos nada más entrar, recibidos por la siniestra ambientación sonora creada para la ocasión por el músico Nico Roig y por la réplica de una máscara ritual que nos confronta con 9.000 años de ocultismo. Este será el único guiño antropológico de la exposición, mucho más interesada en los usos políticos de la máscara moderna. Con ellos aparecen capas de humor y entretenimiento, y el negro de lo atávico pasa a ser también el de una sala de cine o el del entintado de un cómic, como corresponde a la inclinación de Costa y Rocha por la pulp fiction. Cada episodio de la exposición, dividida en siete salas, se mantiene fiel a la impureza de registros: obras de arte junto a objetos profanos, documentación histórica yuxtapuesta con vídeos de performances dadaístas, entrevistas serias al lado de instalaciones lúdicas. Cuando Judit Carrera, directora del CCCB, escribe que la gracia de esta propuesta es la ambivalencia “que oprime y subvierte, miente y revela verdades ocultas, difumina las fronteras entre ficción y realidad”, no sabemos si habla de la máscara o del lenguaje expositivo marca de la casa.

El mejor ejemplo de esta dualidad es el Ku Klux Klan: necesario temerlos; imposible no encontrarlos patéticos. En una de las salas se puede ver una viñeta angustiosa donde un encapuchado blanco encañona a una familia negra que parece desprevenida. Justo al lado, aparecen proyectadas declaraciones reales de víctimas del Klan, más socarronas que asustadas: son esclavos asombrados porque los mismos dueños que ven cada mañana, perfectamente reconocibles pese a sus máscaras, necesitan disfrazarse para seguir sembrando el terror de noche. ¿Qué sentido tiene esa representación? La historiadora Elaine Franz lo aclara poco después en un vídeo: se trataba de perpetuar el tropo cultural según el cual los negros eran tan estúpidos y supersticiosos como para sentir miedo de fantasmas. La máscara que no lograba un impacto emocional sobre los oprimidos reforzaba, en cualquier caso, la autoestima cultural de los opresores.

La escultora Anna Coleman Ladd creó máscaras para los soldados franceses desfigurados durante la Primera Guerra Mundial. Imagen de la exposición ‘La máscara que nunca miente’ en el CCCB de Barcelona.
Library of Congress

Es bien sabido que cada ejercicio de terror institucional enmascarado ha encontrado una respuesta en la contracultura. Un ejemplo célebre es El nacimiento de una nación, el clásico de D. W. Griffith, del que podemos ver proyectada la conocida carga de los encapuchados del Klan al son de la Cabalgata de las valquirias, retratados como héroes de la raza. Francis Ford Coppola transformó la escena en una crítica pacifista en su Apocalypse Now, donde la historia de unos helicópteros que arrasan Vietnam, también al sonido de Wagner, termina con el capitán Willard gritando enloquecido, con el rostro cubierto de barro, convertido en máscara petrificada por el horror de la guerra.

En la exposición no encontramos a Coppola, sino una iteración posmoderna que muestra un juego cultural todavía más rocambolesco. En una pared de la sección Prohibido desaparecer se proyecta el clímax narrativo de Spring Breakers, la película de culto de 2013 que narra las aventuras de cuatro universitarias de vacaciones, encarnadas por otras tantas actrices icónicas de la factoría Disney. La secuencia que propone el director Harmony Korine es conocida por su inversión del blackface, el maquillaje que se empleaba para que actores blancos representaran a personas negras en el cine. La técnica que Griffith utilizó en su película para ridiculizar a los negros se actualiza aquí, con gran inventiva visual, para denigrar a los blancos: debido al efecto de las luces fosforescentes, las jóvenes en biquini se nos aparecen con la piel radicalmente oscurecida durante una orgía de violencia. En el estado actual del sueño americano, las blancas ricas pueden jugar a ser gánsteres negros dentro de sus burbujas de fantasía cultural, ensayando los códigos criminales sin reconocer que son los mismos sobre los que se sostiene su sistema de valores. Podrán regresar a él, indemnes, al quitarse la máscara y dejar que la luz del día devuelva el blanco a su piel. Pese a sus diferencias, las dos secuencias forman parte de la misma cabalgata supremacista.

Retomando la cuestión del reconocimiento facial, cabe evocar al personaje de Fantomas, creado por Marcel Allain y Pierre Souvestre en 1911. Rey de los ladrones enmascarados, supervillano de James Bond avant la lettre, Fantomas luchaba contra el control biopolítico incipiente. En la exposición, este antihéroe se nos presenta como un maestro del cambio de identidad que logra zafarse de la pseudociencia fisiognómica a través del ingenio y el disfraz. La ironía reside en que, en un 2022 en que las técnicas antropométricas de las que huía Fantomas ya no son ciencia ficción, empatizamos más con la pulsión de caos del malvado que con el programa de orden de detectives y policías. La posibilidad de devenir completamente transparentes ante los ojos de la tecnología no nos parece una garantía para la democracia, sino para la tiranía. Quizá la máscara ni miente ni dice la verdad: es el instrumento con el que evitamos dar una respuesta a los que querrían gestionarla.

‘La máscara nunca miente’. CCCB. Barcelona. Hasta el 1 de mayo de 2022.

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