Contra la homofobia: el colectivo LGTBIQ+ planta cara al odio

Curro Peña, malagueño gay de 28 años, no podía creerse, pero tampoco evitar, el impulso que le sobrevino la tarde del sábado 3 de julio, cuando salía de su casa en la plaza de Castilla (Madrid) rumbo a la manifestación del Orgullo ­LGTBIQ+. “Llevaba en la cabeza una bandana con la bandera del arco iris. En cuanto puse un pie fuera de casa, nada más cruzar el umbral, me la quité y la escondí”, describe hoy al teléfono, casi avergonzado. En los nueve años largos que este hombre de casi dos metros y vocación activista lleva fuera del armario, jamás se había imaginado escondiéndose nada más poner un pie en la calle. “Siempre he llevado mi orientación sexual por bandera, pero estaba solo, lejos de otras personas LGTBIQ+, y la bandana es muy visible. Una voz me dijo: ‘Vamos a bajar el tono. Al menos, hasta llegar a Chueca”.

Esa voz se puede tomar como la respuesta a una imagen que a Curro le había estado persiguiendo una y otra vez, en una variación tras otra, en un titular tras otro, durante todo el mes. “Un menor sufre una paliza [en Pontevedra] tras declararse gay ante sus agresores”. “Agresión múltiple en la playa de Somorrostro [Barcelona] a dos parejas de gais”. “Agresión homófoba a un joven en Basauri [País Vasco] por 13 personas al grito de ‘maricón de mierda, das asco”. “Un joven denuncia la agresión homófoba de un agente de la Policía Municipal de Madrid”. Habían sido semanas brutales para la gente como él y aquella mañana había amanecido con otro titular, el peor de todos: “Matan a un joven de una paliza en A Coruña en lo que podría ser un crimen homófobo”.

De izquierda a derecha, los escritores Valeria Vegas y Boris Izaguirre; Eduardo Rubiño, diputado por Madrid; y Boti Rodrigo, Directora General de Diversidad Sexual.
De izquierda a derecha, los escritores Valeria Vegas y Boris Izaguirre; Eduardo Rubiño, diputado por Madrid; y Boti Rodrigo, Directora General de Diversidad Sexual.Pablo Zamora

Era imposible ver venir aquella tarde todo lo que desencadenaría esa noticia. No se sabía que Samuel Luiz, enfermero de 24 años, había muerto al grito de “maricón de mierda” sin haber hecho nada más que una videollamada cerca del grupo equivocado de personas fuera del local El Andén; no se sabía que había sido pateado a lo largo de 150 metros de calle por lo que la policía describiría como “una jauría humana”, en un muchos-contra-uno en el que el uno nunca tuvo nada que hacer; no se sabía que Luiz era de origen brasileño, que enseñaba la Biblia, que tocaba la flauta en la iglesia evangélica y que su padre, Maxsoud, empleado de Zara, desconocía su orientación sexual (y pediría al país que la ignorase junto a él); no se sabía que aquella muerte le convertiría en un símbolo, que hasta Beyoncé tuitearía su foto reclamando justicia, que desataría una oleada de actos y manifestaciones sin precedentes en la historia del colectivo LGTBIQ+ español, que sería un hito cuyo futuro y potencial transformador resultan tan insondables hoy en día que se diría que solo acaba de empezar. No se sabía nada de esto. Pero se sabía lo que sentía Curro con la bandana en el bolsillo. Él y cientos de miles de gais y lesbianas y personas trans y bisexuales e intersexuales a lo largo y ancho de España. Aquella muerte les tocaba a todos de cerca, más que ninguna otra, y había despertado el temor primordial, soterrado pero cada vez menos, de que este país, en realidad, no es un lugar seguro para ellos.

La agresión a Samuel no es, trágicamente, ni de lejos, el único episodio de violencia con tintes homófobos que sucede en España en los últimos años. Sí es el primero en provocar una respuesta tan contundente por toda la comunidad LGTBIQ+. ¿Qué ha cambiado? Uno de sus artífices, Marco Laborda, artista visual barcelonés de 34 años, el primero en utilizar en redes el hashtag #YoMaricón la semana siguiente a la paliza, lo achaca no tanto al suceso en sí como al contexto social. “El mensaje de odio está calando”, afirma. “El otro día vi desde mi ventana en el barrio de Ventas a unos niños con banderas de España que iban gritando: ‘¡Viva España! ¡Muerte a los maricones!’. No debían tener más de 11 años y eran las ocho de la tarde. Esto está pasando en 2021. No lo dicen por invención propia, lo han escuchado en algún lado: estos niños tienen padres. Me quedé en shock. La realidad me explotaba en la cara”.

La opinión más extendida entre los entrevistados para este reportaje es que la homofobia ha saltado a la calle desde las instituciones. “Mientras sigamos normalizando la homotransfobia y los discursos de odio como si fuesen una opinión legítima, cuando en realidad son una clara violación de derechos humanos, seguirán creciendo las agresiones homófobas. Frente a su odio, debemos construir comunidad y apoyo mutuo, lugares seguros para que todo el mundo pueda ser quien es sin miedo”, aduce la ministra de Igualdad, Irene Montero.

España, el tercer país del mundo en aprobar el matrimonio entre personas del mismo sexo, parece hoy un país distinto al que era aquel verano de 2005. La ultraderecha entró hace tres años en un Parlamento y sus antiguos discursos ahora suenan a nuevos. Los derechos LGTBIQ+ reciben el nombre de “debates”. Las luchas del colectivo, “una tiranía”. El Ministerio del Interior contó 256 delitos de odio en 2018. En 2019, el último informe disponible, subieron a 278. La Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales y el Observatorio Contra la Homofobia de Cataluña y el de Valencia también manejan un incremento del 65% en agresiones durante el primer semestre de 2021.

“Nos están intentando quitar nuestro país”, protesta Eduardo Rubiño, presidente del grupo parlamentario de Más Madrid en la Asamblea de Madrid y uno de los políticos más visiblemente activos por los derechos LGTBIQ+ en España. “Han calificado a las personas ­LGTBIQ+ de enfermos que necesitan terapia [noviembre de 2020]. Han dicho que hay que quitar el derecho al matrimonio igualitario porque las familias LGTBIQ+ no son naturales [diciembre de 2018]. Santiago Abascal soltó en el programa El hormiguero que es preferible que un niño tenga padre y madre porque es lo que necesita [octubre de 2019]… Vox es la tercera fuerza política del país en este momento y está rompiendo con esa senda que habíamos transitado con tanto esfuerzo”.

Es un fenómeno que afecta también a mujeres o a inmigrantes, cualquiera, en fin, que amenace la hegemonía del hombre blanco heterosexual como grupo dominante. La historia ha enseñado que cualquier colectivo vulnerable suele serlo más cuanto más cerca del gobierno esté un hombre fuerte. No hace falta legislar contra un colectivo: basta con ponerlo en el punto de mira.

No es el único factor. “La homotransfobia siempre ha estado ahí, silenciada en muchos casos; ahora está sobre la mesa. Hubo un asesinato homófobo en Gandía en 2014 y otro en Alicante en 2015. Esto ha sido siempre un continuo”, cuenta Toño Abad, director del Observatorio Valenciano contra la LGBTIFobia. “Pero ahora hay más visibilidad, más quejas, más denuncias y más comunicación que nunca. Una necesidad de saber y manifestar el problema. Hay más consciencia de unirnos. Las agresiones son, eso sí, más violentas que antes: se registran más lesiones de gravedad. Es pronto para saber si es cuestión del agotamiento de la gente por la pandemia o de la polarización, pero se nota”.

En un mundo que ha aprendido a entenderse a través de la pantalla, cada agresión homotránsfoba, física o verbal, personal o institucional, es más visible. Suma a un todo antes inexistente. Así, es cuestión de tiempo que, un día, una gota colme el vaso.

La homofobia es una violencia con mil caras. Puede ser un comentario o un silencio inquebrantable. Nacer con pluma y vivir sin ella. Una paliza mortal o el miedo constante a recibirla. El desprecio público de un jefe o un político. Sentirse atrapado entre un mundo hostil y una vida interna que parece inexpresable. “Tiene un componente casi disciplinante: la interiorizamos y ejerce peso toda la vida”, ilustra Rubiño. No existe ni una persona LGTBIQ+ que no la haya sufrido en mayor o menor escala.

Christo Casas, antropólogo y periodista de 29 años, recibió una paliza por intentar usar el baño público en unas fiestas del Raval de 2018. “Los hombres de verdad mean en el árbol; si quieres un baño, eres maricón”, le dijo uno del grupo que le pegó. Los meses siguientes, además de no estar cómodo en los espacios públicos, Casas tuvo que defender que aquella paliza le cayó por ser gay, no por un baño. “Nunca un agresor va a decir a los medios o a la policía: ‘Le pegué por maricón’. La gente es homófoba, pero no tonta”, aclara.

Olympia Arango, asturiana de 21 años, tenía 17 cuando estaba besándose con su novia en la entrada del metro de Les Corts, en Barcelona, y un hombre les escupió entre gritos de “¡bolleras!”. “Siempre te hace sentir fatal, pero más cuando tienes 17 años y no entiendes por qué a una persona adulta le parece mal que pasees con la persona que amas”, lamenta por teléfono.

Bob Pop, escritor y creador de la serie autobiográfica Maricón perdido (TNT), revela hoy que perdió su primer empleo por su identidad sexual. “Era becario en una agencia de publicidad. Me echaron de un puesto no remunerado”, rememora. “Fui a un concierto de Prince hecha una señora llena de encajes y colgantes. El lunes todo eran risas en la oficina porque uno de los compañeros me había visto. El miércoles, mi jefe me llamó y me echó. ‘Esto no es caviar y champán, esto son garbanzos”.

De izquierda a derecha, Mapi Boix, Alfredo Santamaría, Paula Usero, Curro Peña y Alfredo Vivas.
De izquierda a derecha, Mapi Boix, Alfredo Santamaría, Paula Usero, Curro Peña y Alfredo Vivas.Pablo Zamora

Marco Laborda notó que le trataban diferente antes de entender por qué. “Lo típico: me gustaba jugar con las niñas, el fútbol no. De ahí que me llamaran maricón. Tenía cinco años. Entonces no sabes de qué va eso, descubres lo que eres a través de un insulto. Entre los cinco y los ocho años, el colegio era mi pesadilla. Un día, en primaria, por el pasillo, camino de clase de gimnasia, el profesor iba el primero de la fila, nosotros los últimos; me cogieron entre cinco o seis, me acorralaron y me empezaron a ahogar. Se reían. Me metieron bolas de papel, folios arrugados, en la garganta. Eso el profesor lo vio y no hizo nada, siguió su camino. Esa misma tarde, a la salida del colegio, intentaron meterme en una bolsa de basura para volcarla en un contenedor. Pude escapar, pero recuerdo que me vio la madre de un compañero y me preguntó: ‘¿Qué te pasa?’. No fui capaz de contárselo, ni ahí ni en casa, por dignidad. A las víctimas nos da vergüenza haber sido tratadas de esa manera. Te lo callas. Y llega un día en que te lo crees, te crees que eres mierda, porque, si tanta gente te maltrata, te señala, te llama maricón, es que algo malo tienes que tener. Básicamente estaba solo. Me daba vergüenza bajar al patio para que no se dieran cuenta de que lo estaba. Me escondía o me ponía cerca de grupos de gente para que desde fuera pareciera que estaba con ellos. El recreo era pánico, llamar la atención, un balonazo, que me insultaran. Que hablaran de mí como si no estuviera. ‘Pero ¿queréis que este maricón esté aquí?’. Con 9 o 10 años, cuando ya me había cambiado de centro y todo iba mejor, mi vecina y yo nos acostumbramos a ir a jugar con Marc, un chaval que había venido de vacaciones con su madre, una mujer moderna, guapa, muy maja conmigo y mis padres. Un día fui a casa de mi vecina para ir a recogerlo como siempre. Ella me dijo que yo no podía ir. ‘Tengo que contarte algo, pero no sé cómo. Me ha dicho la madre de Marc que no quiere que juegues con su hijo porque eres maricón’. Me sentí tan avergonzado, tan desnudo, tan indigno, tan sucio… Me fui a casa. Cuando estuve solo me puse a llorar. Nunca más vi a Marc”.

Máximo Huerta, presentador y escritor, confiesa por primera vez que tres hombres en un coche le gritaron “¡maricón!” cuando él volvía a casa de una discoteca unas Navidades. “Recuerdo el dolor y el miedo y la violencia que se avecinaban cuando el coche paró, cuando bajaron y empezaron a escupir. Y no había manera de cubrirse. Aceleré el paso, que es lo único que puedes hacer cuando uno tiene miedo. Recuerdo el abrigo lleno de escupitajos”.

La suma de estas historias ha galvanizado a buena parte de la comunidad LGTBIQ+. Juntas son más que traumas expuestos, son un problema común. Laborda se percató de ello pocos días después de la muerte de Samuel, cuando volcó sus recuerdos del colegio en la red bajo su #YoMaricón. Casi de la noche a la mañana, cientos de personas LGTBIQ+ lo compartieron y le imitaron. La etiqueta empezó a acoger más relatos, y más, y más, historias personales e universales a la vez. El primer grito de “maricón”, la sensación de ser “de segunda” en el recreo… Venían de celebridades y perfectos desconocidos. Era un grito desesperado, pero también una explosión de hartazgo. La comunidad se sentía vulnerable, pero también cohesionada, y por primera vez plantaba cara a la hostilidad. “Nos hemos acostumbrado a que nos miren mal, con cara de asco”, clama Laborda. “El miedo tiene que pasar al otro bando. Tienen que tener miedo ellos a expresarlo”, resume otro de los popes de la causa en redes, el artista cántabro David Macho, de 26 años.

El psicoterapeuta especializado en hombres gais Walt Odets, aclamado autor de The Psychology of Gay Men’s Lives (Penguin), compara la reacción a la muerte de Samuel con la de Matthew Shepard, un joven gay de 21 años asesinado en Wyoming en 1998. Aquella noticia se apoderó de la conversación colectiva estadounidense durante meses. “Esa visibilidad desempeñó un papel importante, si bien lento, en cambiar las opiniones hacia los derechos gais”, recuerda Odets. Rubiño lo analiza de forma más escueta: “Es un antes y un después para la comunidad”.

Y no solo la LGTBIQ+. Christo Casas lanzó otro hilo multitudinario, #YoSíTeCreo, la misma etiqueta que se había usado en la sentencia de La Manada y otras causas feministas. Quería que ambos colectivos estuviesen juntos. “Al final, la homotransfobia tiene una raíz machista”, razona. “Trata de negar a mujeres formas de deseo típicamente masculinas y castigar a hombres por unas típicamente femeninas”, explica. De hecho, los grandes avances LGTBIQ+ han llegado siempre tras grandes oleadas feministas.

“Lo colectivo se construye sobre la experiencia de muchas individualidades. Las personas que llevan menos recorrido trabajando sus agresiones se benefician de los primeros. Se produce un trasvase de conocimiento: ‘Es verdad, tengo miedo de salir a la calle”, explica Gabriel J. Martín, psicólogo y autor del libro de referencia Quiérete mucho, maricón (Roca). “Contar nuestros miedos, nuestras angustias, es una búsqueda de apoyo social y tiene que ver con el clima de indefensión: ‘Este me comprende y me puede ayudar”. Es además una forma más saludable de canalizar la rabia por la muerte de Samuel: “Concienciarnos de que esta violencia está ahí, nos afecta y ha aumentado es importante, así como intentar erradicarla, pero convertirnos en los vengadores de Samuel destruiría y desvirtuaría al colectivo. Del sentimiento de venganza y rencor tenemos que deshacernos”, alerta Elizabeth Duval, autora de Después de lo trans (La Caja Books).

En la semana siguiente a la muerte de Samuel se registraron dos agresiones homófobas en Valencia, una en Bilbao, otra en Madrid y varias en Barcelona, una a patadas y otra a pedradas. En Mallorca, un joven denunció a su familia por agredirle, física y verbalmente, tras ver una noticia en televisión sobre Samuel. “Todos los maricones sois así”, le dijo su hermano pequeño. “Os pegaría un tiro a todos”.

Alfredo Vivas y Alfredo Santamaría
Alfredo Vivas y Alfredo Santamaría Pablo Zamora

Créditos. Maquillaje y peluquería: Lucas Margarit. Asistente de fotografía: Brian J. Páez. Producción: Adriana Suárez (This is Sample). Ayudante de producción: Elena Vierna Carrasco.


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