Cuando el fascismo se reblandece

Cuando el fascismo se reblandece

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Hace ahora un siglo, el 31 de octubre de 1922, se produjo la marcha sobre Roma de los fascistas. El desfile duró seis horas, pero tuvo lugar cuando lo importante ya había ocurrido. Un día antes, Benito Mussolini subió las escaleras del Quirinal y recibió el encargo del rey de gobernar Italia. Había llegado a Roma en tren, sin pasar muchas molestias. Pero miles de camisas negras llevaban tres días y tres noches esperando bajo la lluvia en una colina cercana su momento de gloria. Antonio Scurati cuenta en M. El hijo del siglo que habían recibido las órdenes de “no alejarse por ningún motivo del propio campamento, no provocar daños, no disparar, no robar gallinas a los campesinos”. No lo hicieron y, aunque hubo una treintena de muertos en distintos lugares, aquella revolución que vino a cambiarlo todo sucedió sin grandes contratiempos.

El historiador Emilio Gentile ha escrito que las “entidades de la política de masas moderna —nación, raza, clase, estado, partido o líder— requirieron y provocaron actos de devoción total que eran típicos de la devoción religiosa tradicional”. El fascismo consagró este peculiar tipo de entrega total. Mussolini consideraba que “el mito es una fe, es una pasión”. “No es necesario que sea una realidad”, decía. “Es una realidad en tanto es un acicate, una esperanza; es fe, es coraje”. También se comentaba que el Duce “educaba a los italianos simplemente con mirarlos a los ojos”. Por eso tiene razón Gentile cuando considera que, “entre las expresiones de la sacralización de la política en el mundo moderno, el nacionalismo es, desde luego, la más vital y la más universal, una religión dotada de un poderoso influjo, con una extraordinaria capacidad sincrética de asimilación y metamorfosis, y con un formidable empuje de construcción y destrucción”.

Es cierto que diagnosticar el presente volviendo a utilizar las palabras gruesas que definían realidades del pasado es arriesgado porque al final se confunden unas cosas con otras y no se termina de entender lo que está ocurriendo de verdad y, por tanto, resulta más difícil combatirlo. Con mucha frecuencia se habla hoy del regreso del fascismo para explicar fenómenos como los de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán y tantos otros —aquí en España, Vox—. Y Giorgia Meloni, claro, que fue una entusiasta de Mussolini, pero que con la llegada al poder ha renegado del fascismo en un santiamén.

La inclemente violencia y el matonismo que el Duce puso en marcha con sus camisas negras y su proyecto totalitario no tienen, sin embargo, una traducción inmediata a lo que ocurre hoy. En todo caso, si el fascismo fue una espada, igual lo que sucede es que esa espada se ha ido reblandeciendo hasta convertirse en una masa viscosa que va derramándose y, de la mano del miedo, se cuela por todas partes y coloniza cada vez más conciencias. No habrá ya golpes ni disparos, ni mucha brutalidad, pero sigue cultivando el miedo al otro, y también, como decía Gentile del fascismo de hace un siglo, contribuye a “modelar la conciencia moral, la mentalidad, los hábitos de la gente y hasta sus más íntimos sentimientos acerca de la vida y la muerte”. Y eso es no solo inquietante, sino también peligroso.


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