Cuando una pieza de plástico es el último rastro de la civilización

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Si una civilización como la de los romanos se derrumbó, cómo no va a caer la nuestra, tan ensimismada como aquella y tan vulnerable, al fin y al cabo, a los rutinarios ciclos de la historia. Nada ni nadie garantiza que esta vaya a perdurar y ese es el punto de partida del último libro de Robert Harris, uno de los autores británicos que más ha profundizado en el estudio de las civilizaciones. Otras sociedades, otros imperios y habitantes de eras pasadas sintieron que su forma de vida era tan imperecedera como lo sentimos nosotros y, sin embargo, nunca como ahora se han perfilado tan nítidamente las amenazas que zarandean los cimientos y que ya no solo se dibujan en la ficción. Las señales abundan.

“He pasado mucho tiempo escribiendo sobre mundos que colapsan, desde los romanos a Pompeya y estoy hecho a la idea de que las civilizaciones pasan, mueren. Nadie lo piensa cuando está viviendo dentro de ellas, pero no hay un solo caso en la historia de una sociedad que no se haya derrumbado en algún momento”, cuenta tan tranquilo Robert Harris (Nottingham, 68 años) en videoconferencia desde su casa inglesa. Llega apresurado de su paseo en una tarde otoñal y habla desde su biblioteca.

Su libro El despertar de la herejía (Grijalbo) es un baño de realidad desde la distopía de un mundo en apariencia medieval en el que los hombres se trasladan a caballo por valles inundados, las mujeres hilan, las niñas se embarazan pronto y la Iglesia fija los estándares morales que deben gobernar la sociedad. Un entorno inhóspito y frío muy próximo a las quemas de brujas, las mazmorras y persecuciones de siglos pasados donde el joven sacerdote Christopher Fairfax debe alcanzar un pueblo perdido de la Inglaterra profunda para dar entierro a un párroco fallecido misteriosamente. Infalible entorno que parecería previsible hasta que, muy pronto, se habla de unos hallazgos extraños: objetos de plástico. Y es que la civilización colapsada es la nuestra y los restos que van a encontrar los tataranietos de nuestros supervivientes dentro de cientos de años son cucharillas de plástico, pañales y carcasas con una curiosa manzana mordida, logo de la empresa tecnológica Apple e inquietante metáfora del paraíso nuevamente perdido.

El gran apagón del que estos días hablan los medios y atemoriza a tantos en Europa después de que Austria alertara a su población parece una broma pesada si uno está leyendo a Harris.“Nos creemos que somos parte de una era impresionante, pero lo que dejaremos atrás no será nada impresionante en absoluto”, cuenta. “No dejaremos grandes edificios como los romanos o los victorianos. Nuestros rascacielos son prescindibles por muy espectaculares que parezcan y colapsarán en 30 o 40 años; nuestras autopistas se agrietarán, se cubrirán de hierba y se destruirán; y lo que dejaremos será el plástico, que no es biodegradable”. Si nosotros aún encontramos esculturas griegas, mosaicos romanos o artefactos de civilizaciones anteriores, dentro de mil años eso es lo que encontrarán de nosotros. “Dirán que era una sociedad de la basura, de usar y tirar, porque nuestra música, nuestros contactos, nuestros recuerdos personales, nuestra correspondencia, nuestras direcciones y hasta nuestros discos están digitalizados en nuestro teléfono y pueden evaporarse. Nada es físico o casi nada, y una vez que empiezas a pensar en esto comienzas a volverte paranoico”, relata sin mover un ápice su media sonrisa de elegante caballero inglés.

Crisis y superstición

El conocimiento y la indagación del pasado están prohibidos en el universo del libro de Harris porque fue precisamente ese imperio de la ciencia y racionalismo el que fracasó. La digitalización absoluta de nuestras vidas nos llevó a la miseria cuando se produjo el colapso informático y el cambio climático y el destrozo medioambiental resultaron en lluvias abrumadoras que cortan caminos e impiden la movilidad a la que nos habíamos acostumbrado. Pero si alguno de los protagonistas de la novela se atreve a investigar encuentra trazos de una civilización que le sorprende porque todos estaban conectados a distancia, se comunicaban por artefactos y confiaban en la ciencia aunque la traicionaran.

Los personajes de Harris también encuentran palabras que no saben interpretar como “antibiótico” y “ciberespacio” y signos de que cuando aquello colapsó, nadie pudo acceder al dinero, a la familia, a los lugares conocidos o a la comida. Porque estamos a seis días de la hambruna, dice Harris, y un colapso informático y monetario paralizaría inmediatamente las cadenas de distribución de una comida que no producimos cerca y necesita recorrer cientos o miles de kilómetros para llegar a nosotros.

¿Les suena? Los estantes vacíos en los supermercados británicos, las colas en las gasolineras y las dificultades de producción en todo el mundo son los avisos que dan verosimilitud al libro. “La señal más clara que veo es que hay una especie de locura en el aire. No nos hemos reconciliado con el enorme cambio psicológico y físico que implica la digitalización. Lo que nos separa de la realidad nos hace muy vulnerables y esto es más amenazante aún que el cambio climático o la guerra nuclear porque está dentro de la sociedad”. Creíamos que disponer de todo el conocimiento del mundo en el bolsillo nos iba a hacer más listos, que íbamos a contemplar grandes debates en la red y lo que ha ocurrido, asegura, “es que nos ha hecho más estúpidos, el mundo se ha llenado de conspiraciones antivacunas y locuras y los idiotas del pueblo han tomado el control, gritan más fuerte y se han hecho oír”.

Por eso Harris eligió la manzana mordida de Apple como símbolo de esa nueva caída en desgracia de la humanidad que ya estaba en el Génesis bíblico y hoy se puede repetir mientras la ciencia fracasa y la religión recupera los símbolos y el discurso apocalíptico. “La Iglesia es una institución indestructible y el libro 1984 de George Orwell olvidó su poder. Sobrevivirá físicamente porque sus edificios no son de plástico ni de cemento, sino de piedra, y sobrevivirá su poder porque la Biblia da una explicación para el apocalipsis. Creo que la sociedad volverá a una superstición que podría estar dominada por la religión, porque la ciencia puede verse como fracasada y la gente buscará otras explicaciones para este desastre”.

Esa es la teoría que le dio el lenguaje para su novela, la lógica interna que hace comprensible aquello que ya no es tan increíble porque los estantes vacíos nos dan señales de nuestra vulnerabilidad. En el universo de este superventas, por cierto, las mujeres retroceden porque, desaparecida la fuerza de la ciencia, vuelven a ser máquinas de parir mientras los hombres regresan al trabajo físico. La igualdad ya no es ni un sueño, puesto que, como dice el autor, la conservación de los privilegios de quienes pueden es consustancial a una naturaleza humana capaz de utilizar esclavos hasta que llegó la industrialización, o de destruir todos los empleos cuando llega la automatización. “No es que yo sea anticiencia, claro, solo soy antinaturaleza humana”, remata.


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