¿Cuánto saben de nosotros?

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Aunque quisiéramos no podríamos dejar de dar datos y pistas sobre lo que somos, hacemos o queremos. Cada paso que damos, cada conexión, deja rastro en la nube. Y esos datos van a parar, en la mayor parte de los casos, a las compañías privadas que gestionan las aplicaciones que utilizamos. Lo sabemos, y consentimos porque obtenemos alguna ventaja. Ese es el anzuelo. Conforme nuestra cotidianeidad se hace cada vez más dependiente de las aplicaciones digitales que supuestamente nos facilitan la vida, la tela de araña que nos envuelve se hace cada vez más densa y ya no resulta descabellado pensar que sus hilos pegajosos puedan ser algún día los barrotes de nuestra cárcel.
Datos muy sensibles como nuestras enfermedades o nuestras predisposiciones genéticas pueden acabar engrosando esa tela de araña sin saberlo y, por supuesto, sin haberlo consentido. Acabamos de saber que Google ha llegado a un acuerdo con el segundo mayor proveedor sanitario de Estados Unidos, el grupo Ascension, por el que puede acceder al historial médico completo de 50 millones de ciudadanos. Ya ha obtenido 10 millones de archivos de pacientes y lo grave del caso es que los ha recibido con nombres y apellidos, en el marco de un proyecto que se desarrolla con el máximo secretismo. La medicina figura entre las prioridades de Google Cloud para desarrollar nuevas fuentes de negocio, eso incluye operaciones como la reciente compra de Fitbit por casi 1.900 millones de euros, lo que le permite acceder a la ingente cantidad de datos sobre parámetros físicos y médicos de los usuarios de esta aplicación.
Google Cloud asegura que los datos recopilados servirán para desarrollar programas de inteligencia artificial destinados a mejorar el diagnóstico y tratamiento de los pacientes. Pero ¿qué garantías tenemos de que sea realmente así? Los datos médicos pueden ser un material sensible muy codiciado por otros agentes y para otros fines, por ejemplo, las compañías aseguradoras para evitar determinados perfiles de pacientes.

¿A dónde van a parar y que se hace de las grabaciones que hacen de forma automática los asistentes de voz de Google o de Amazon? La pregunta ha cobrado relevancia por un caso de doble asesinato en el estado norteamericano de New Hampshire. Dos mujeres murieron apuñaladas y hay dos sospechosos. En la casa donde ocurrió el crimen estaba el asistente inteligente de Amazon, Alexia, que puede convertirse en el testigo clave del caso. Se supone que para que Alexia se active cuando oye una determinada frase, ha de estar grabando. Y de hecho este tipo de asistentes lo hacen incluso sin conexión a la red. Una publicación holandesa reveló hace poco conversaciones grabadas por Alexia en las que no fue difícil identificar varias de las personas implicadas. Google reconoció que transcribía las conversaciones para mejorar las prestaciones, pero solo el 0,2% de lo que graba.
La geolocalización o los mecanismos de reconocimiento de voz pueden monitorizar nuestra actividad y seguir nuestra vida. Hasta ahora pensábamos que lo hacía mediante algoritmos destinados a ofrecernos publicidad personalizada. Las compañías aseguran que garantizan la confidencialidad de los datos que recogen. Pero ¿qué garantías tenemos de que lo harán si esos datos se convierten en una mina virtual de oro?


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