Cuento de diciembre 2 (El señor Cotta)

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El señor Cotta tenía un abundante pelo rojizo rematado por unas patillas rectas que casi convertían su cabeza en la de un mariscal napoleónico. Por desgracia, en lugar de vestir casacas de cuello alzado, seguía las modas más tontas y efímeras, desde monos de color caqui hasta pantalones ajustados de cuero negro. Y jubilaba tan rápidamente su vestuario que lo único invariable en él era la pelambrera cobriza, de la que se sentía muy orgulloso. De vez en cuando sacaba un peine de un bolsillo, buscaba un espejo y se domesticaba su onda rebelde. Pese a su falta de éxito, su convencimiento de que los cosechaba sin pausa lo llevó a comportarse como un divo, o como él gustaba de decir, como un “primer espada” o miembro del “cogollito”. En los bolos a que era invitado, por ejemplo, exigía pasaje de primera, una suite en el hotel y todos los gastos pagados, para el abono de los cuales recolectaba facturas hasta cuando se compraba una corbata o una pluma en la ciudad visitada. Lo asombroso era que esta actitud le daba resultado: sus anfitriones, al oírlo reclamar con tanta imperiosidad y tanto aplomo, se cohibían y cedían a sus caprichos, aunque en el fondo supieran que su importancia real no casaba con la de sus pretensiones. Era como esas mujeres feas que, por abolengo o por carácter, atraviesan la vida como si fueran beldades y acaban persuadiendo de que lo son a no pocos galanes.

Había un elemento, no obstante, que socavaba el mundo ilusorio del señor Cotta, y este era el dinero. Por mucho que gorroneara aquí y allá, sus ganancias escaseaban, sobre todo para el tren de lujo que le imponía “la crème” literaria con la que aspiraba a codearse. En un corto espacio de tiempo murieron su padre —lo cual celebró secretamente, pues ante los demás se mostró compungido— y su madre —lo cual lo entristeció de veras, pero ante los demás se fingió estoico y entero—. Le dejaron una apreciable herencia, consistente sobre todo en varios pisos en una ciudad sin renombre pero adinerada, de la que él era originario. Los vendió a toda prisa, y con la fortuna resultante montó una pequeña y exquisita editorial. Como era hombre estudioso y puesto al día —ya había escrito su fantasioso ensayo sobre Gordigorski, pese a que éste jamás había existido—, acertó con dos o tres títulos que se vendieron excelentemente, lo cual hizo que su sello adquiriera prestigio y que numerosos autores cayeran en la superstición de creer que publicar en Enigma les abriría las puertas de la alabanza crítica y de la pasión lectora. Y así ocurrió, durante una época: los originales se apilaban en las oficinas de Enigma y el señor Cotta tenía donde elegir, no sólo entre noveles sino entre consagrados. Varios de estos últimos contribuyeron a incrementarle el prestigio y el negocio, y algunos de los primeros fueron saludados como “gigantes en ciernes de nuestras letras”, los críticos dispuestos con frecuencia a hacer descubrimientos extraordinarios y —si la gigantez se confirma— a atribuírselos eternamente.

Al señor Cotta lo complació sobremanera el poder así adquirido: ahora que la mitad de los escritores del país le rogaban que los publicara, tuvo ocasión de vengarse de unos cuantos que en su momento le habían hecho feos, o no lo habían invitado a algo, o le habían arrebatado una conquista. Pero Cotta no quería triunfar como editor de otros, sino como autor, lo que siempre había soñado. Y al ser hombre infatigable y de ambición desmedida, pudo compaginar su labor editorial con la escritura, y logró arrancar de su ordenador lo que él mismo juzgó un texto magistral que además devoraría el público. Fiado en la suerte que su editorial traía, cometió la inelegancia de publicarse a sí mismo en ella, por ver si el aura de su marca se le contagiaba. Pero no fue así: su texto magistral obtuvo reseñas tibias, y el almacén de Enigma rebosaba con las devoluciones tristes de las librerías.

Esa inesperada amargura (ahora le costaba engañarse, porque en su poder obraban cifras y por tanto comparaciones) lo condujo al mayor absurdo en que puede incurrir un editor: empezó a envidiar y a detestar a sus autores de más éxito, y, lo que es peor, a boicotear sus libros. Si de un título se sucedían las reediciones, mentía al escritor, le comunicaba que sus ventas iban mal en contra de las apariencias, y se embolsaba las ganancias que le habrían correspondido. Pero esto no le bastaba: si las impresiones se acumulaban —aunque fueran “clandestinas”, sin conocimiento ni provecho del creador—, la verdad lo molestaba indeciblemente. Así que, en un acto suicida, optó por interrumpirlas. Los libreros le pedían ejemplares, y él no se los servía, confiado en que todo es pasajero y en que los lectores se hartarían de preguntar por un título inencontrable y en que, antes o después, la demanda cesaría. Con ello se perjudicaba, pues dejaba de ingresar elevadas sumas de dinero, pero se sentía compensado por el chasco del autor, que vería languidecer sus ventas y al que paulatinamente sumiría en la pobreza. Se lo tenía merecido, por robarle el protagonismo y por arrogante. El señor Cotta no soportaba el éxito ajeno, y menos en su propia casa.

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