EL PAÍS

Cuidado con el nuevo triunfalismo estadounidense

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Las noticias sobre la economía estadounidense han sido bastante buenas últimamente. Nuestro mercado laboral se ha recuperado, y con creces, de la covid, desafiando las predicciones que auguraban “cicatrices” permanentes a causa de las perturbaciones pandémicas. La inflación ha caído, y lo ha hecho más rápidamente que en cualquier otra gran economía avanzada. Al mismo tiempo, los problemas económicos parecen abundar en el extranjero, sobre todo en China, donde el fin de la política de “covid cero” no ha traído el esperado repunte de la economía.

Tal vez inevitablemente, en los últimos tiempos he percibido un cambio de talante en la forma en que Estados Unidos se ve a sí mismo en el mundo. El triunfalismo estadounidense —¡somos el número uno!– vuelve a la carga. Como siempre, debemos frenar el entusiasmo. Nuestra posición en el mundo nunca es tan buena o tan mala como afirma la sabiduría popular en un momento dado. Y el inconveniente que tiene el ufanarnos tanto de nuestros resultados relativos es que a lo mejor no aprendemos de las cosas que otros países hacen mejor.

Digo esto como alguien que nos ha visto pasar por múltiples altibajos en este frente. Tuvimos la fase maniaca del “Amanecer de Estados Unidos” a mediados de la década de 1980, seguida por el ánimo depresivo de principios de la de 1990: “La Guerra Fría ha terminado y Japón ha ganado”. Luego vino la oleada de triunfalismo de finales de esa década, cuando Estados Unidos tomó temporalmente la delantera en sacar provecho de internet, y luego retrocedió cuando otros países se conectaron también, las mejoras de la productividad que trajo la tecnología se disiparon, abrimos el camino a la crisis financiera mundial y China irrumpió como un poderoso rival económico.

Ahora la fanfarronería ha vuelto, con especial énfasis en echar por tierra los resultados económicos europeos. Por ejemplo, he visto a medios de comunicación de quienes cabría esperar más decir cosas como que “la economía de Estados Unidos casi dobla en tamaño a la de la zona euro. En 2008 eran similares”, como podía leerse en un gráfico de The Wall Street Journal.

No es exactamente una afirmación falsa, pero sí profundamente engañosa. Es cierto que en 2008 el valor en dólares de nuestro PIB era solo un 4% superior al de la zona euro —mientras que en 2022 el PIB en dólares de Estados Unidos era un 81% más elevado—. Pero la mayor parte de esa disparidad creciente reflejaba el descenso del valor del euro en relación con el del dólar en los mercados de divisas, más que diferencias reales en el crecimiento económico. Y como cualquier economista internacional puede decirles, una moneda fuerte no es ni mucho menos lo mismo que una economía fuerte.

Medida en paridad de poder adquisitivo, es decir, ajustada a las diferencias en el coste de la vida, la economía estadounidense era un 15% mayor que la de la zona euro en 2008; ahora el porcentaje ha subido al 31%. La diferencia en el crecimiento sigue siendo significativa, pero la brecha no es tan enorme como podrían dar a entender las cifras en dólares. Y casi la mitad de la diferencia en el rendimiento que sigue existiendo si nos fijamos en las cifras correctas refleja simplemente la demografía. (Por cierto, la demografía es un factor muy relevante cuando se comparan los resultados económicos de Estados Unidos con los de Japón, cuya población en edad de trabajar disminuye a toda velocidad). La población estadounidense en edad de trabajar ha aumentado casi un 6% desde 2008, mientras que la de la zona euro ha disminuido en más de un 1%. El ajuste en función de las diferencias en la tasa de crecimiento de la población relevante sigue dejando a Europa con un rendimiento relativamente inferior, suficiente como para ser significativo y exigir una explicación, pero no para justificar la retórica apocalíptica que algunos estadounidenses van lanzando por ahí.

Pongámoslo de este modo: si comparamos solo el valor en dólares del PIB en Estados Unidos y en Europa, posiblemente se exagere hasta en 10 veces la diferencia real en el rendimiento económico.

Mi conclusión es que todas las economías modernas tienen aproximadamente el mismo nivel tecnológico. También son capaces de hacer cosas extraordinarias cuando se lo proponen. ¿Se han dado cuenta de lo rápido que Pensilvania consiguió reabrir la I-95 después de que se derrumbara un tramo de esta autopista tan esencial? Pero nuestras sociedades a menudo toman decisiones diferentes. Algunas de estas decisiones son sencillamente eso, decisiones, para las que no existe necesariamente una respuesta correcta. Por ejemplo, una de las razones por las que los países europeos suelen tener un PIB per capita inferior al nuestro es que sus trabajadores tienen muchas más vacaciones. Nosotros tenemos más cosas, ellos más tiempo. Sobre gustos no hay nada escrito y todo eso.

Sin embargo, hay otros ámbitos en los que es casi seguro que algunos países se equivocan. La menor tasa de crecimiento europeo probablemente refleja, en parte, falta de flexibilidad y resistencia a la innovación. Por otro lado, los estadounidenses deberíamos preguntarnos por qué parece que se nos da peor construir ciudades habitables o, por fijarnos en un aspecto importante de la vida, no morirnos: la esperanza de vida era muy inferior a la de otros países comparables incluso antes de la covid.

La cuestión es que los países avanzados son, en aspectos importantes, laboratorios de política económica y social: nadie es el mejor en todo, y podemos aprender mucho observando las cosas que otros países parecen hacer mejor que nosotros. Sin embargo, a los estadounidenses siempre les ha costado aprender de la experiencia de otros países. El regreso del triunfalismo económico reforzará esa tendencia insular, sobre todo si nos dedicamos a lanzar cifras que exageran extremadamente nuestros resultados relativos. La economía estadounidense ha ido bastante bien últimamente, pero no debemos dejar que el éxito se nos suba a la cabeza.

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