Como los lugares míticos de ficción, un Yoknapatawpha o un Macondo, Desembarco del Rey o Springfield, Baltimore se ha terminado consolidando en el imaginario de la gente como uno de esos lugares ligados siempre a una gran historia y, por encima de ella, un gran asunto: la corrupción. Con una diferencia sustancial: Baltimore es de verdad, los policías y narcos y sindicalistas y profesores y políticos que conocemos de Baltimore están inspirados en personas reales, al igual que las tramas, e incluso en ese universo de Baltimore, el periódico The Baltimore Sun y sus leyendas, David Simon o Justin Fenton ―el autor de La ciudad es nuestra, el libro de no ficción en el que Simon basa la serie del mismo nombre que acaba de estrenar HBO Max―, se terminan confundiendo con sus personajes. Todo forma parte de un mismo mundo que Simon ha hecho suyo desde The Wire, la obra magna de las series, y en La ciudad es nuestra hay una inesperada vuelta de tuerca más: Baltimore está peor, la policía aún es más corrupta, y todo ello sigue siendo de verdad; todo ello pasó.
El 12 de abril de 2015, Freddie Gray, un joven negro de 25 años, fue detenido por la policía de Baltimore por posesión de un cuchillo. Mientras era transportado en una furgoneta policial sufrió lesiones irreversibles en la médula espinal —le rompieron el cuello— que le provocaron la muerte una semana después. Seis policías fueron detenidos y acusados de la muerte de Gray. Un año después, tras ser absueltos uno a uno los tres primeros, a los tres últimos que permanecían imputados, la Fiscalía les retiró los cargos. Nadie fue condenado por la muerte de Gray, un caso que provocó disturbios violentos en Baltimore anticipando los que causó el asesinato de George Floyd en Minneapolis en 2020.
Dos años después funciona en Baltimore una unidad de rastreo de armas que tiene el estatus de una división de élite encargada de pacificar las calles de una ciudad en la que se suceden los asesinatos y las guerras entre bandas. En la investigación en la que se basa la serie, el periodista Justin Fenton revela que ese grupo, que presumía de cifras espectaculares de incautaciones y detenciones, actuaba como el peor grupo criminal de todos: asaltos, sobornos y venta de drogas. Y con eso, armando un puzle delicado repleto de héroes y antihéroes que son presentados en el primer capítulo, Simon y George Pelecanos montan una nueva bomba en los bajos corruptos del sistema estadounidense y lo enfrentan a sus debilidades, entre ellas la más clamorosa del racismo. Lo hace con una claridad tan desquiciante que no sorprende que existan policías como algunos de los presentados en la serie, ni que sean protegidos por jefes supuestamente honestos que se defienden ante políticos y periodistas con las cifras de detenciones de sus muchachos más descarriados.
Simon sabe, ya lo supo hacer en The Wire, localizar los traumas principales de la corrupción y sus demoledores efectos secundarios, entre los que sobresale la pérdida de confianza del ciudadano en la democracia al ver las contorsiones de sus cuatro poderes para protegerse entre ellos. Impresiona el monólogo inicial del sargento Wayne Jenkins (Jon Bernthal) sobre qué es y qué no es “brutalidad policial”, sintagma sobre el que gira el sistema nervioso del primer capítulo de la serie (son seis). Es ficción, sí, pero es Baltimore y son los hechos ocurridos en Baltimore hace sólo cinco años los que salen retratados en La ciudad es nuestra. Se desconoce si David Simón, 62 años hoy, sigue firmando aquello que dijo en El País Semanal en 2010 a la pregunta de si su trabajo ayuda a cambiar las cosas. “No me van las cruzadas. Sales al mundo, ves algo y lo cuentas. Pero es ficción y sé que hago trampa. Tu responsabilidad como periodista es informarte y añadir puntos de vista. En ficción no hay otro punto de vista. La gente me dice: ‘¡The Wire es superreal!’. Es un retrato de la América de hoy, pero es mi retrato. A lo sumo se podría considerar un editorial”.
Una cosa es cierta. The Wire, una denuncia afiladísima y detallada de la sociedad del poder en Baltimore que puede extrapolarse fácilmente a cualquier gran ciudad, fue un fenómeno global que visibilizó algo que no sólo no pudo cambiarse, sino que empeoró con los años. La ciudad es nuestra, la nueva serie de Simon, le da la razón. Los editoriales han perdido influencia.
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