De dar misa a enterrar a sus feligreses con sus propias manos



Se abre la tapa del ataúd cuando llega a su último destino, justo delante de la sepultura, y queda el difunto al descubierto. El sacerdote coge una jarra y con un palustre de albañil le echa a los pies una palada de tierra que antes el sepulturero ha limpiado de cantos y paja. Con esa tierra que en San Clemente dicen santa despiden a quien muere en este rincón del sur de Cuenca. La covid llegó para llevarse para siempre a muchos vecinos y, aunque solo un tiempo, también para aparcar esa y otras costumbres funerarias.
“Cuando yo me muera, a mi entierro va a ir muchísima gente”, le decía Gabriel Cuenca, apodado El Duende, a su hija Nieves, recuerda ella. “Como yo he ido a tantos entierros y a mí me quiere tanto la gente…”. En su entierro el pasado Miércoles Santo solo estaban dos hombres de la funeraria, el sepulturero del pueblo y quien es cura desde hace solo nueve meses.

Gabriel —dice su hija que tampoco nadie en este pueblo de 7.859 habitantes— no contaba con que una pandemia llegaría de fuera, como llegan el viento solano, el ábrego o el matacabras. Que un coronavirus se colaría en la residencia de ancianos donde vivía desde el verano pasado, a apenas dos kilómetros de la casa de una hija que —lo lamenta— nunca quiso llevarlo allí. No sabían que un mal llamado cóvid o covid lo haría enfermar y morir. Tenía 80 años.
“Que iba a ir mucha gente a su entierro, decía, y fíjate qué circunstancias…”, rememora desde el cementerio Nieves, peluquera de 49 años, dos meses y medio después de perder a su padre en pleno estado de alarma. Por más que quiso, no pudo pisar el camposanto en el entierro porque, para contener los contagios, estaba ya vedado el paso. Y ahora que la prohibición se ha levantado, asegura emocionada, no le dan las fuerzas para avanzar unas pocas hileras de nichos más y ver el de su padre.
Porque Nieves sí se fía de que sea su padre el que está enterrado en esa sepultura que espera lápida. Y se fía, dice, porque a quienes encomendó el féretro a las puertas del cementerio fueron al sepulturero, Leandro Cañaveras, a quien conoce de toda la vida, y a su sacerdote, Alberto García. “Las personas tenían que confiar en que sus difuntos estaban dentro de ese ataúd, pero no los habían visto. Tenían que fiarse de que lo que le habían entregado en el hospital o en la residencia era alguien suyo. Nosotros hemos visto más que ellos: hemos metido los féretros en los nichos”, asegura el sacerdote.
Campaba la inverosimilitud, crecía la desconfianza. “Muchas familias no podían venir al pueblo y nos pedían tener una foto de la última imagen del entierro. Los chicos de las funerarias nos las hacían mientras estábamos en el responso y durante la inhumación. Las familias querían comprobar que efectivamente se habían enterrado”, describe Alberto. Y el pueblo quería enterarse de a quién. Cuando las campanas tocaban a difuntos, un día, otro día, empezaban a sonar los móviles de la funeraria, del cura y del sepulturero. Al otro lado, la misma pregunta: “¿Quién es quien se ha muerto?”. “En San Clemente nadie es ajeno. A sus difuntos los sienten como propios, aunque no sean de la sangre. En un entierro, en circunstancias normales, la iglesia se te llena”, detalla el párroco

El sepulturero, Leandro Cañaveras, y el sacerdote, Alberto García, a la entrada del cementerio. R. G.

A este religioso de 38 años, y ha sido cosa común para muchos otros párrocos durante el confinamiento, le ha tocado arremangarse, enfundarse un EPI que hoy cuelga como un pelele bajo el enorme cristo bituminoso del cementerio, y cumplir con el entierro de los muertos. Cumplir con esa obra de misericordia a rajatabla: a falta de brazos de familiares que cargaran el ataúd y lo deslizasen dentro del nicho, muchos sacerdotes de pequeñas localidades han tenido que enterrar con sus propias manos a sus feligreses, casi en soledad.
El cura de San Clemente no olvidará su bautizo como sepulturero. “Ha sido un día, otro día y otro día en que la primera llamada no era de tu madre o de un amigo; siempre era del encargado del cementerio o el del tanatorio”. Durante el periodo de alarma, entre él y su fiel Leandro —53 años, mirada limpia, brazos recios, antiguo trabajador de un punto limpio ahora orgulloso del cementerio que cuida desde hace ocho años— han dado sepultura a 45 personas. Suman más de la mitad del total de 87 que en 2019 “entraron”, palabra de enterrador. De esos 45, ambos calculan que el 90% murieron con coronavirus.
Se han ido los muertos sin funerales, sin la cabezá, el gesto de respeto para dar el pésame a los familiares, alineados en la iglesia, cada vez menos las mujeres a un lado y los hombres a otro, al acabar la misa. Y algunos a poco estuvieron de irse al otro mundo sin un solo familiar con ellos: “Un coche con un difunto llegó solo a las doce del mediodía. Y allí no aparecía nadie. A los familiares no les habían dicho a qué hora iban a enterrarlo. Esperamos. Al final, llegaron seis horas después”, cuenta Leandro. 
Tres pivotes forjados en la puerta del cementerio deslindan el San Clemente de los vivos del de los muertos. Y durante todo el periodo de confinamiento no los ha traspasado ningún familiar de fallecidos por la covid. “Muchos te pedían por favor que les dejáramos pasar dentro. Me lo rogaban a mí, se lo rogaban a Alberto”, recalca el sepulturero mirando al sacerdote, que asiente. No podían saltarse las normas, aunque el corazón se lo pidiera.

Volverán ahora las tradiciones mortuorias aparcadas. En San Clemente se tiene “la costumbre de asear y amortajar, y eso se sigue haciendo en las casas”

Delante de esos tres pivotes, Nieves perdió los nervios cuando tuvo que despedirse de su padre, al ver cómo el coche fúnebre se internaba por un lateral del camposanto, el mismo camino que él tenía trillado porque era el que enfilaba a su huerto. “Solico”, se duele. Ella también casi lo estaba: solo tenía a un lado a su marido y al otro a una amiga íntima. Vociferó, le recuerda disculpándose por ello Leandro: “Eso de ver que la gente llegaba a la puerta del cementerio y no podía despedirse, verlos vocear… se te venía la moral abajo”, apunta el sepulturero. “Todos los sacerdotes hemos tenido que atender entierros duros: gente que muere por accidente, niños… Pero psicológicamente esta situación diaria te afecta, porque uno tampoco se podía juntar con nadie para comentar lo que estaba pasando. Volvías a tu casa y en tu casa tampoco había nadie”, confiesa el sacerdote, que llegó a enterrar a tres feligreses en un mismo día. 
Ambos, sepulturero profesional y aprendiz inesperado, tuvieron temor. Un día Leandro cogió un enfriamiento y la fiebre le hizo temer que se hubiera contagiado. Sí contrajo covid un hijo suyo que trabajaba en una residencia hasta que lo despidieron porque el número de residentes, muchos fallecidos con coronavirus, ya no justificaba que hubiera tantas manos para cuidarlos. “Al principio no se sabía cómo se contagiaba la gente y los de las funerarias me recomendaron no ir al cementerio”, reconoce aparte Alberto. “Había mucha incertidumbre, pero me dije que si a la gente no le dejaban pasar pero a mí sí, tenía que estar con ellos, y que no estaban para homilías de media hora, pero sí para los cinco minutos que sí que te escuchaban, porque hasta ese momento nadie les había dicho nada”.
Ahora con la normalidad han vuelto al cementerio los 25 familiares que sin fallar un día se plantan allí para visitar las tumbas, no otros vecinos que, dice Leandro, acudieron solo los primeros días a curiosear, “al bacineo”. También, poco a poco, Alberto va oficiando tantas misas de funeral que quedaron pendientes. “He descubierto que el duelo es necesario. Hay que descubrir que alguien se ha marchado. Ver el cuerpo o tocarlo o despedirlo, decirle cosas aunque sabes que es un cadáver, para integrar lo ocurrido. Ahora no sé cómo todo lo que ha pasado se va a vivir: aquí los duelos no se han completado”.
Volverán ahora las tradiciones mortuorias aparcadas. Los muertos de San Clemente volverán a tocar con los pies su tierra santa. En su pueblo, precisa Nieves, se da la costumbre de “asear y amortajar, y eso se sigue haciendo en las casas”. “Ay, a mi padre lo metieron en un saco y ni le cruzaron las manos. Todo era taparlos cuanto antes y, si podía ser, a distancia”, dice conteniendo un sollozo. Con todo, al personal de la residencia donde falleció su padre, sobre todo a una familiar que allí trabaja y que le cerró los ojos tras expirar, les está agradecida. Aún más al sepulturero y al sacerdote; no olvidaron colocar dentro del nicho una estampa de la Virgen del Remedio, patrona de los hortelanos. Como tampoco olvidaron echar una paletada de tierra santa encima del ataúd, aunque fuera del ataúd cerrado, de Gabriel Cuenca, El Duende.

De curas a cocineros y recaderos

El de San Clemente no es el único sacerdote que ha tenido que arremangarse para ayudar a enterrar a sus fieles. En la comarca del Sobrarbe, en Huesca, Rafael Duarte, un cura colombiano, relata que también tuvo que hacerlo. “Podían ir tres familiares al entierro, pero eran tres mujeres mayores. No había personas para subir el ataúd al nicho y tuve que ayudar yo”, apunta por teléfono. Otros sacerdotes de la zona, y de otras también rurales de Cuenca, Guadalajara y Asturias, señalan que han tenido que pasar por lo mismo.
El confinamiento ha cambiado los usos de muchos curas. También en pleno confinamiento, a los oídos de Wiezlav Dziadosz llegó que una mujer musulmana que se hacía cargo sola de sus cuatro hijos necesitaba con urgencia comida. “Estaba en Ramadán, sin trabajo, y necesitaba leche, pollo, macarrones, yogures…”, apunta el sacerdote polaco, que ejerce en una parroquia de Barbastro (Huesca). Una vecina de la localidad, Maricarmen Laplana, medió para sortear la desconfianza de Bámakan Dembele, una maliense de 37 años que lleva desde 2006 en España. Desde hacía semanas no había vuelto a trabajar como temporera y tenía que sacar adelante sola a sus cuatro hijos. Su marido, dice, no ayuda, y además tiene una orden de alejamiento por violencia machista. Bámakan y Wiezlav quedaron por mediación de la vecina en la plaza del Mercado, y allí, venciendo los recelos de ella hacia un cura católico, Wiezlav entregó a Bámakan las bolsas de comida. “Mi situación es muy dura. Mis cuatro críos necesitan muchísimas cosas. No tengo ayuda para pagar el alquiler”. El trabajo en el campo, dice, se ha resentido. Además de comida, Wiezlav ha comprado butano para alguno de sus vecinos, no todos feligreses, y ha cargado con bidones de agua para llevarlos a las casas de los más ancianos.
A los fogones se puso Enrique Álvarez, sacerdote de 39 años de Turón (Asturias). Cocinaba un primer plato, a veces un segundo, y postre para siete familias, todos los días. “Albóndigas, pasta, pollo a la cerveza… Fabada no, que requiere mucho”, comenta con humor el cura, que detalla que se iba a la cocina en los huecos que le dejaban las cuatro misas diarias que celebraba en un pueblo de un valle minero. “Sufrió la reconversión y se quedó sin nada. Hay personas que han dejado de luchar”, comenta.
Al reparto de comida se dedicó Juan Hevia, un cura de Pola de Siero (Asturias), junto con un compañero, para llevarla a varias personas sin hogar de la localidad. Pasaron el confinamiento en los bajos de un edificio. “A pesar de que quedarse encerrados era duro para todos, ellos me decían que el resto de la gente lo pasaba con ciertas comodidades”, apunta.


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