De Marlon Brando a Fernando Simón: breve historia de la división que provocan las chaquetas de cuero



Los Ángeles, 30 de mayo. Las protestas antirracistas surgidas tras la muerte de George Floyd en Minneápolis se han extendido hasta la capital de la costa Oeste estadounidense. Sobre un coche de policía destrozado y lleno de pintadas, un grupo de manifestantes sostiene pancartas reivindicativas. Llevan camisetas estampadas o lisas –incluso blancas–, pantalones cortos, blusas con motivos africanos, pitillos o vaqueros rotos, zapatillas deportivas de runner y de skater, mochilas, gafas de sol y riñoneras. Todos utilizan mascarillas, pero incluso ese gesto es ambiguo: lo que fue un gesto subversivo, en plena pandemia de covid-19 es más bien sentido común. En otra imagen, una mujer se encuentra ante un grupo de policías con escudos antidisturbios. Lleva mallas negras, camiseta de tirantes del mismo color, deportivas Nike, gorro y mascarilla: si no sostuviera una pancarta que dice Stop Killing Us (“Dejad de matarnos”), podría ir vestida para hacer jogging.
A primera vista, esta derivación casual de los manifestantes podrían indicar que, al menos de forma parcial, la protesta ha dejado de tener un uniforme reconocible. En los actos antiglobalización de Seattle en 1999, un acontecimiento que marcó la forma y el fondo del activismo en el siglo XXI, los grupos anarquistas se distinguían claramente del resto porque iban vestidos de negro y llevaban gafas de esquiar o cascos de moto. La uniformidad no era solo cosa suya. Los sindicatos y colectivos organizados solían vestir con cierta coherencia interna, a menudo con camisetas con insignias o prendas identificativas.

Manifestantes antiglobalización detenidos el 1 de diciembre en Seattle. Foto: Getty

Pero incluso en los manifestantes que no se adscribían a ningún grupo había un aire de familia (estilístico): prendas deportivas y de aventura, plumíferos, pantalones cargo o de montaña, botas. Un atuendo que se debía tanto a las condiciones climáticas del momento –no hay que olvidar que en Seattle fue donde a principios de los noventa el grunge enseñó al mundo que superponer prendas para protegerse del frío no solo era útil, sino también cool– como a la necesidad de protección y también a una cuestión retórica: la parka y los vaqueros contra el abrigo de sastrería, el traje y la corbata. Un uniforme contra otro. El aspecto distópico de las máscaras antigás, por otro lado, sí contribuía a militarizar la indumentaria y a contar al mundo, más allá de discursos, el uso de gases lacrimógenos. También a insertar las imágenes en una tradición iconográfica asociada a las grandes crisis humanitarias del siglo XX, empezando por la II Guerra Mundial.

Las máscaras antigás como las que llevan estos manifestantes antiglobalización de finales de los noventa conviven en las manifestaciones de hoy con máscaras caseras –a menudo hechas a partir de botellas de plástico–, mascarillas o pañuelos y gafas. Foto: Getty

También hubo una estética reconocible, aunque esta vez teñida de elementos identitarios, en los disturbios de 2005 en la periferia parisina: Prendas oscuras y deportivas, estética hip hop y, sobre todo, capuchas, muchas capuchas. En una imagen tomada en Aubervilliers, un grupo de manifestantes posan con el aplomo de un grupo de raperos. Algunos han sustitido las máscaras antigás por pañuelos estampados que cubren su rostro a excepción de los ojos, igual que el manifestante que, en la misma fecha, el artista urbano Banksy convierte en su imagen más conocida: un joven con vaqueros, sudadera amplia y gorra con la visera hacia atrás a punto de lanzar un ramo de flores al sistema.

Capuchas, cascos de moto y pañuelos en los disturbios de 2005 en la ‘banlieue’ parisina. El detonante estuvo también relacionado con la tensión racial. Foto: Getty

Para entonces, los alpinistas urbanos de Seattle han quedado en el olvido. La ropa deportiva y urbana se ha consolidado como el uniforme del manifestante, si es que tal cosa existe, en su infinita variedad. El único elemento que ha ido desapareciendo poco a poco es la capucha, antaño imprescindible. Asociada a los delincuentes que la utilizan para evitar ser reconocidos por las cámaras de seguridad, se volvió trágicamente célebre cuando, en 2012, un adolescente negro, Trayvon Martin, fue tiroteado en Florida por un vigilante que consideró que el hecho de llevar capucha lo convertía en sospechoso. Aunque en protesta contra aquel crimen racista las calles y las redes sociales se llenaron de hoodies –sudaderas con capucha–, su uso parece haber remitido.
Hoy, el no-uniforme de las protestas se basa en lo práctico: prendas holgadas y cómodas, con bolsillos, tejidos deportivos, sneakers. Ropa para aguantar horas en la calle. Si hay ideología en la indumentaria, se encuentra asociada al color negro, a la estética urbana y, si acaso, a las camisetas. No es extraño que así sea. La prenda más asequible, universal y fácil de llevar de la historia de la moda lleva décadas siendo un vehículo para la expresión política. “El poder de la camiseta con eslogan es que se convierte en parte del cuerpo, sin filtros”, ha declarado la británica Katharine Hamnet, la inventora oficial de la camiseta con mensaje en los ochenta y defensora de la dimensión política de la moda.

Una prenda para una protesta: los chalecos amarillos dieron nombre a las manifestaciones obreras que tuvieron lugar en Francia en otoño de 2018. Foto: Getty

Pero incluso antes de que Hamnet se pusiera una camiseta para reunirse con Margaret Thatcher en 1984, la camiseta de algodón llevaba una década sirviendo como pancarta. Las protestas contra la guerra de Vietnam en los años setenta fueron un buen ejemplo. En las protestas de estos días, hay camisetas con el rostro de Martin Luther King o con mensajes asociados al colectivo Black Lives Matter. Pero, ante todo, hay mezcla. Entre la marea streetwear hay vestidos góticos, cabellos teñidos de colores y estampados artesanales que remiten a la tradición afroamericana. Las sneakers no son solo aquellas Air Jordan que llevaban en los disturbios los jóvenes negros de los ochenta, sino también Vans de skater o sandalias. Y la moda urbana que se repite en las imágenes constata el triunfo global de la moda urbana o, según se mire, su apropiación definitiva por parte de sociedades muy distintas: incluso los que se dicen ajenos a esta reivindicación llevan prendas y estilos surgidos en las comunidades negras estadounidenses. La forma de vestir puede ser un lapsus linguae.

De un modo insospechado, las calles ilustran por qué la gran aportación estadounidense a la forma de vestir no es tanto la creación de prendas originales –el diseño a la europea– como la resignificación, mezcla y reciclaje de lo que existe. El retuit como recurso indumentario y la vivencia personal y la identidad como sustitutos del uniforme y, por tanto, más difíciles de falsificar. A diferencia de prendas reconocibles como los chalecos amarillos o las capuchas de antaño, la falta de uniformidad en las protestas de 2020 impide que la industria de la moda pueda apropiarse de prendas o estilos. No hay nada que copiar porque gran parte del mundo ya viste así. Incluso ir enmascarado, en tiempos de covid-19, ha dejado de considerarse como algo relevante. Así, el uniforme queda reducido a un puñado de recomendaciones prácticas, como las que difundió Alexandria Ocasio-Cortez en sus redes sociales: prendas neutras y elementos de protección.

El color negro domina en las prendas y también en las redes sociales en solidaridad con las protestas. Aquí, manifestación a las puertas de la 3ª comisaría de la Policía de Mineápolis el 28 de mayo de 2020. Foto: AP

Según se mire, también hay una lógica social tras esta aparente disolución del uniforme. Un uniforme identifica a un grupo o colectivo determinado, pero lo que se debate hoy en Estados Unidos es una cuestión identitaria que afecta a generaciones distintas y a grupos –aquí, a negros, latinos y otros colectivos que escapan a la hegemonía blanca y heteropatriarcal– enormemente variados. También el enfrentamiento entre la violencia legal –la brutalidad policial que denuncian los manifestantes– y la población desmilitarizada se plasma en el antagonismo entre el uniforme policial y la ropa de calle. Estos días, más que nunca, lo personal se vuelve político, y lo individual y lo colectivo se funden. El racismo es un sistema de opresión reforzado a través de los estereotipos y también una vivencia que solo pueden relatar con conocimiento de causa aquellos que la sufren en primera persona. Por eso tiene cierta lógica que, para protestar contra él, sus víctimas se vistan simplemente de sí mismas.
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