De Medina Sidonia a Goytisolo: las casas y las fortunas que se levantaron en España con el dinero de la esclavitud


El último, el más escandaloso ejemplo de arquitectura hostil en que se han fijado los medios de comunicación españoles es el jardín de pedruscos de la Plaza del Pueblo de Orcasur, en el distrito madrileño de Usera. Hartos, según contaron a la prensa hace apenas unas semanas, de que consumidores de drogas, juerguistas eventuales y personas sin hogar les envenenasen las plantas o utilizasen las puertas de sus viviendas como porterías de fútbol, los miembros de una cooperativa de vecinos decidieron retirar los bancos, podar los árboles y arrancar el césped de esta zona ajardinada de apenas 20 metros cuadrados y convertirla en una plaza dura con parterres de arena sembrados de guijarros puntiagudos. Un espacio hostil, en definitiva.

También una abominación estética que ha servido para neutralizar una parcela que, si bien antes era utilizada de manera inapropiada y molesta para los residentes, hoy ya no tiene ninguna utilidad. “Si no lo disfrutamos nosotros, que no lo disfrute nadie”, declaraba una vecina, en un intento de justificar este extraño acto de regresión urbanística en un barrio en el que no abundan las zonas verdes ni los espacios de uso público.

Para el antropólogo José Mansilla “es paradójico que fuesen los propios vecinos los que acelerasen el proceso de deterioro de un espacio público por la impotencia que les generaba no ser capaces de controlar su uso”. Sin embargo, en opinión de este experto en conflictividad urbana y control social, “los ejemplos más extremos de arquitectura hostil no suelen ser iniciativas privadas, sino más bien proyectos de reforma urbanística diseñados y ejecutados por administraciones públicas a las que habría que exigir mucha más perspectiva y amplitud de miras que a un grupo de vecinos indignados por una situación concreta”.

Mansilla, residente en Barcelona, pone el ejemplo de la reurbanización de la Rambla del Raval y su entorno, “un proyecto de ingeniería social que yo llamaría urbanismo hostil de diseño, porque lo que pretende es intervenir en un espacio urbano expulsando de él a una parte de los ciudadanos, los más vulnerables, los que peor encajan en una idea de espacio público concebido como lugar de paso y de consumo”.

Llevamos casi 30 años denunciando los excesos de la arquitectura hostil (también conocida como urbanismo defensivo o, de forma más directa, arquitectura de la exclusión o arquitectura anti-pobres), pero no hemos conseguido erradicarla. El concepto empezó a utilizarse en los años noventa, aplicado sobre todo a ciudades que se habían embarcado en procesos muy agresivos de regeneración y relanzamiento urbano, como Londres y Nueva York. La nueva tendencia llegó a su cénit y empezó a despertar una firme reacción ciudadana ya en nuestro siglo, asociada sobre todo a la gestión urbanística de alcaldes como el londinense Boris Johnson o el neoyorquino Michael Bloomberg.

El símbolo de esta ingeniería social clasista y agresiva fueran los llamados “bancos Camden”, instalados en 2014 en este vecindario del norte de Londres, célebre por su escena musical, sus pubs y su mercado popular. Se trataba de bloques de granito rugosos y de superficie triangular en los que resultaba incómodo sentarse y del todo imposible tumbarse. En un contexto en que la capital británica se estaba llenando también de púas metálicas en las inmediaciones de los edificios residenciales, los nuevos bancos se convirtieron en símbolo odioso de una planificación urbana egoísta, elitista y mercantilista, que pretendía expulsar a los sin techo, bohemios y simples ociosos de un entorno en fase acelerada de gentrificación.

El Londres próspero e impoluto de Johnson no toleraba la presencia de intrusos que le quitasen lustre a su espléndida fachada. Más o menos por la misma época, una parte de la ciudadanía madrileña se movilizó contra los separadores en los bancos de las marquesinas de los autobuses, una medida (como el relieve irregular de los bancos de granito de lugares como la plaza Tirso de Molina) explícitamente orientada a evitar que personas sin hogar se tumbasen en ellos.

También por entonces empezaron a proliferar (y a ser, en algunos casos, denunciadas enérgicamente) soluciones urbanísticas similares, como los bancos tubulares de Tokio, las piedras que rodeaban los árboles en Clinton Park (San Francisco), los bancos esféricos de París, los conductos de ventilación cubiertos de arandelas puntiagudas de Toronto, las púas en las fachadas de algunos edificios de Nueva York…

Los ejemplos son múltiples, y el hecho de que muchos de ellos sean iniciativas públicas y hayan sobrevivido a varios cambios de gobierno municipal parece confirmar la tesis del historiador de la arquitectura Jon Ritter, que considera que la arquitectura de la exclusión no entiende de colores políticos, porque forma parte de la lógica fundamental del sistema. No es una anomalía, sino un síntoma inequívoco del modelo de ciudad que estamos construyendo entre todos y que las instituciones impulsan de manera cada vez más firme, a pesar de la resistencia que encuentran en ocasiones.

Ni siquiera la pandemia ha conseguido frenar la proliferación de esta praxis que muchos expertos consideran sistemática y deliberada. Incluso en meses en que apenas se ha construido, las principales ciudades del mundo, en especial europeas y estadounidenses, han seguido aferradas a la lógica de lo que Mansilla llama “privatización gradual del espacio público”. Para el académico, “está en el ADN del urbanismo contemporáneo, que concibe la ciudad como un escaparate y un mercado y, en consecuencia, pone múltiples barreras y obstáculos a esa población flotante que no es ni consumidora ni turista y, por tanto, estorba y sobra”.

Los bancos individuales o con reposabrazos, de diseño extravagante y deliberadamente incómodo, como las plazas duras desprovistas de árboles, los aspersores innecesarios que riegan al que pasa más tiempo de la cuenta tumbado en el césped, los bordillos y alféizares inclinados o las muy agresivas púas metálicas o de cemento, son elementos anecdóticos de diseño urbano que lo que esconden es “una lógica de exclusión sistemática, a veces explícita, otras más sutil pero igual de perversa, y que trasladan un mensaje muy contundente: aquí no sois bienvenidos, esta ciudad no es para vosotros”.

Sonia Olea, abogada del grupo de apoyo jurídico de Cáritas España, prefiere no llamarlo arquitectura hostil. A pesar de las connotaciones peyorativas que tiene la expresión, le parece una etiqueta demasiado amable para describir lo que ella entiende como “un urbanismo contrario a los derechos humanos y que parte de la criminalización sistemática de la pobreza”. Olea coincide con Mansilla en que, cada vez más, se construye para excluir, y que se hace de manera cruel y deliberada.

“Cáritas ha participado en programas de las Naciones Unidas, como Hábitat III, que plantean utopías urbanas basadas en una ciudad inteligente y sostenible”, explica Olea, “pero incluso estas iniciativas, sin duda bienintencionadas, incurren sin pretenderlo en diseños de exclusión que no tienen en cuenta a las personas vulnerables, que las ignoran y expulsan”. Para Olea, “si se diseña para excluir, si se complica de manera deliberada la vida de personas sin techo, con adicciones o que se dedican a la prostitución, es porque no caben en un modelo de ciudad pensado para ser exhibido y para dar un rédito económico inmediato”.

La Ley de Seguridad Ciudadana de 2015, “además de criminalizar la protesta social”, incluye, según explica Olea, “un artículo que multa con hasta 600 euros el deslucimiento del mobiliario público”. Es decir, que se aplica un criterio estético para perseguir no ya una conducta concreta, sino incluso una forma de ser y de estar en el espacio público. “Deslucir o afear” las ciudades que las administraciones públicas se esfuerza por “embellecer” es una falta que puede ser castigada con una sanción administrativa. Todo responde a una mentalidad en la que “el ágora ha sido sustituida por el mercado”, prosigue la abogada.

“En el ágora cabe, en principio, cualquier ciudadano. En el mercado, las personas sin hogar se convierten sin pretenderlo, con su sola presencia, en pequeñas pancartas que denuncian una injusticia estructural. Y ya se sabe que la reivindicación social resulta incómoda y es mala para los negocios, así que se busca la manera de esconderlas. Que la gente consuma tranquila sin que las pancartas les estorben”. Pedro Uceda, profesor de Sociología Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, distingue entre dos niveles de urbanismo hostil: el explícito y el implícito.

En el primero, estarían los “pinchos, bolardos, bancos individuales y contrapuestos o separadores de los asientos en las marquesinas de los autobuses urbanos”. Los segundos “pasan desapercibidos” o son presentados como intentos de proteger al ciudadano en la vía pública: “Una plaza sin zonas verdes, granítica, con equipamientos infantiles inadecuados, puede ser vendida por el gobierno municipal como rehabilitación de un espacio, pero lo cierto es que no está pensada para favorecer el uso social de vecinas y vecinos”.

Lo mismo ocurre con “la instalación de cámaras de vigilancia en puntos concretos de la ciudad, que se presentan como intentos de disuadir actos delictivos, pero en realidad sirven sobre todo para restringir el uso de esos espacios por parte de la población vulnerable, desplazando a apenas unas pocas manzanas de distancia los hechos delictivos que intentan prevenir”. Todo responde, en última instancia, “a una visión mercantilista y a las necesidades económicas de una ciudad neoliberal que vive de su imagen, sobre todo en sus áreas centrales, y por tanto se esfuerza en blanquear esa imagen y renuncia a desarrollar verdaderas políticas de inclusión, pertenencia y permanencia”.

La arquitecta, urbanista y activista Itziar González comparte, en gran medida, la línea de análisis de teóricos como Uceda y Mansilla: “Si se trata de denunciar los excesos de un modelo de ciudad capitalista basado en la mercantilización y la exclusión, que cuenten conmigo, porque no podría estar más de acuerdo”. Sin embargo, su experiencia como concejala del distrito barcelonés de Ciutat Vella, entre 2007 y 2010, la impulsa a matizar que algunas de las prácticas consideradas como arquitectura hostil son, en realidad, “intentos de intervención y mediación sensatos y moderados que intentan resolver problemas prácticos”.

González, no cree que “haya nada intrínsecamente inmoral ni contrario a los derechos humanos en inclinar un alféizar para evitar que orinen en él, es una medida que responde a una lógica muy concreta y creo que debe ser valorada por sus resultados sin prejuzgar sobre sus intenciones”. Del mismo modo, aunque entiende “lo hostil que resulta poner reposabrazos compactos en los bancos para evitar que las personas sin techo puedan estirarse y dormir en ellos, algo que yo no haría”, considera que una política municipal responsable “no puede conformarse con retirar ese obstáculo material y quedarse tranquila porque ha vuelto a hacer posible, o más fácil, que esas personas duerman a la intemperie: debe buscar una solución estructural y permanente para el problema de exclusión social, pobreza extrema o falta de asistencia psicológica que hace que esas personas estén en la calle”.

González defiende soluciones flexibles que “partan del diálogo con los vecinos para ofrecer respuestas concretas a problemas concretos, no recetas de urbanismo teórico que no resuelven nada, porque intentan transformar la realidad sin entenderla”. Ella misma, como gestora municipal sobrevenida, se encontró con los problemas que plantea intentar desarrollar políticas sociales inclusivas en un contexto de capitalismo hostil”: “Llegué al cargo de concejala casi de carambola y asumí el reto de administrar un barrio como Ciutat Vella, con mucha masa vecinal, más de 180.000 personas en un área muy densa.

Un barrio, además, que arrastraba un cierto estigma de peligrosidad y marginalidad y en el que conviven desde hace muchos años el ocio nocturno, la prostitución y una población flotante internacional de vagabundos y personas sin techo, atraída en parte por el efecto llamada que supone una alta concentración en el vecindario de comedores sociales e instituciones de caridad privada”. La urbanista intentó intervenir en ese entorno “guiada por el sentido común y el diálogo abierto con los vecinos”, según reconoce.

“Es posible que incurriese en lo que algunos teóricos considerarían urbanismo hostil, porque hice lo posible para evitar que mi barrio se especializase en asistencia social muy por encima de su capacidad real de acogida, y también intenté combatir el deterioro del mobiliario urbano que suele ocasionar ese exceso de población flotante”.

Para González, “hay que exigir a las administraciones estrategias flexibles que no criminalicen la pobreza, pero que tampoco fomenten o toleren el uso inapropiado y problemático de espacios públicos”. Se trata de que “nadie se sienta invisible, vulnerable ni excluido, que se respeten los derechos de todo el mundo, pero, a la vez, que nadie pase miedo, que las calles sean seguras y estén limpias, que podamos ofrecer a todos los ciudadanos un entorno relacional digno”. Algunos espacios necesitan, en su opinión, “rescates preventivos para evitar que degeneren y que su uso social se vuelve problemático”.

Existen, eso sí, barreras morales e ideológicas que no debería cruzar ninguna actuación concreta sobre el terreno: “La arquitectura nunca debe atentar contra la integridad ni la dignidad de las personas. Una superficie sembrada de púas metálicas es violencia arquitectónica. Me entristece que haya estudios profesionales que diseñen ese tipo de soluciones y, sobre todo, administraciones que se las encarguen. Cuando se llega a esos extremos, ya no se puede hablar de verdadero urbanismo, sino de una arquitectura degenerada y transformada en instrumento de represión y de agresión al ciudadano”.

Para Pedro Uceda, la arquitectura hostil está tan presente en los paisajes urbanos contemporáneos que más bien habría que hablar de una “ciudad hostil” creada a partir de la planificación sistemática de “espacios hostiles”: “Al poner barreras de pinchos o bancos individuales en espacios públicos, como en la fuente de la plaza de Sol”, se está intentando resolver problemas prácticos de una manera tan poco adecuada y tan poco sutil “que las soluciones acaban convirtiéndose en nuevos problemas”. Los espacios intervenidos desde esta lógica hostil acaban resultando inútiles no solo para colectivos vulnerables, “sino también para los ciudadanos en general, niños, ancianos y adultos”.

En el intento de acercarnos a una visión ideal de ciudad aséptica, segura y rentable desde un punto de vista económico, la arquitectura hostil estropea muy a menudo nuestros entornos de convivencia. El sociólogo considera que “los espacios públicos deben ser inclusivos; favorecer que se permanezca en ellos y reconocer el derecho del individuo a apropiarse de ellos”. Ante los intentos de los urbanistas de salón de teledirigir nuestros ámbitos de convivencia, él propone una línea de resistencia cívica activa: salgamos a las calles, hagámoslas nuestras “y no dejemos que nos digan cómo debemos utilizarlas”.




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