De ‘Motomami’ a ‘Drive My Car’ a la ‘ecoansiedad’: cómo el motor llegó a dominar la cultura


Rosalía llena un depósito de gasolina en la primera toma de su reciente vídeo Saoko: las motomamis, efectivamente, viajan en moto; Aitana acaba de lanzar En el coche y el trapero Pimp Flaco describe su chulería en Water Boys mediante un ejemplo automovilístico: “El tonto con el Mini se pone a doscientos, y yo quiero un Lamborghini pa’ pasear lento”. En el cine, hemos visto el Saab de Drive My Car hasta aprendernos de memoria la forma de su alerón y, ya si nos alejamos, Fast & Furious sigue siendo una de las franquicias más rentables del siglo XX. La tendencia viene de lejos: Ric Ocasek llamó a su grupo The Cars, los antihéroes de Bruce Springsteen conducen toda la noche y también se han escrito muchas novelas y poemas protagonizados por coches o motos: en Mazda 6, Manuel Vilas cuenta cómo el poeta “subió a su Mazda 6 y palpó las crines / de los ciento cincuenta caballos a su entera disposición, / dispuestos a arrojarse contra los muros del cielo si él quería”.

El camino hasta aquí ha sido largo pero casi sin curvas. Cuando en 1861 Baudelaire introdujo en sus poemas palabras como tranvía o vagón, muchos, especialmente desde los salones de la aristocracia, protestaron: aquellas invenciones recientes no merecían aparecer en ninguna obra artística. Sin embargo, el francés perseveró y dedicó su obra a recoger las experiencias, todavía sin registrar, de las grandes masas de habitantes de las metrópolis del momento (Londres y París). El del transporte motorizado era un mundo nuevo que no dejaba de producir novedades (técnicas, económicas o sociales) y artistas como el propio Baudelaire o Monet supieron captarlas. Estaban inventando la modernidad y los vehículos (que permitían al ciudadano experimentar esa velocidad que lo impregnaba todo) serían su símbolo: primero tranvías y ferrocarriles; más tarde, automóviles y aeroplanos.

Algunas décadas después, el automóvil ya era uno de los grandes mitos del siglo XX. Fue alabado por las vanguardias (“un foco de automóvil proyectándose sobre nosotros nos convierte en película”, escribió Gómez de la Serna) y a mediados de los cincuenta ocupaba un lugar tan importante en las sociedades capitalistas que el filósofo Roland Barthes lo comparó con las catedrales góticas: “objetos mágicos cuya imagen consume el pueblo entero”.

Entonces, la industria y gobiernos actuaban como si los recursos para fabricar automóviles, la capacidad de las ciudades para acogerlos o el petróleo que alimenta sus motores de explosión fueran ilimitados (con algunos sobresaltos como la crisis de 1973 que aparece en Licorice Pizza) y el coche apenas era discutido en su condición de icono que resultaba oportuno junto a cualquiera de los demás mitos contemporáneos. En la portada del álbum Be Here Now (1997) de Oasis aparece un Rolls Royce de los años setenta sumergido en una piscina, una imagen que remite a esa leyenda que cuenta que así es como acabó el coche de Keith Moon, y que lanza un mensaje doble: admiramos al batería de los Who y, como aquellas estrellas, nosotros también tenemos juguetes caros.

Portada de ‘Be here now’, de Oasis, donde se puede ver un Rolls Royce hundido en una piscina.

La superpoblación de automóviles empezó a causar efectos indeseables más graves que los atascos que en 1964 inspiraron a Julio Cortázar para su cuento La autopista del Sur. “Asociamos la contaminación solamente a la salud respiratoria, pero muchas veces no identificamos cuestiones como el ruido que muchos estudios relacionan con problemas cognitivos, depresión y otras enfermedades”, explica explica Miguel Álvarez, ingeniero de caminos y responsable del proyecto Nación Rotonda, que documenta ejemplos de mal urbanismo. “El automóvil, además, ha servido para segregar por clases el territorio: ahora ya no viven en el mismo barrio diferentes clases sociales y esa segregación provoca todo tipo de problemas”.

“El coche es un proyecto privado que circula por vías públicas en sistemas de competición y aislamiento”, añade Jorge Dioni, autor de La España de las piscinas, un ensayo reciente sobre los desarrollos urbanísticos o PAUs (Programa de Actuación Urbanística) a las afueras de las grandes capitales, “ciudades dispersas” en las que el vehículo privado resulta imprescindible. Estas comunidades están marcadas por conceptos la seguridad, la homogeneidad, la segregación, el familiarismo y… el cochismo. “El transporte público obliga a ajustarse a unas normas, desde el horario al comportamiento, pasando por la higiene o el sonido que se emite. El coche permite desligarse de esas normas comunes que nos harían interactuar con gente diferente”.

Ahora, esa lógica tiene otra capa de significado. La sociedad ha entendido que los recursos que requieren la fabricación y el funcionamiento de los automóviles están cada vez más cerca de agotarse (la actual crisis energética lo prueba) y empieza a darse cuenta de que, como indica Álvarez, “no es posible que el mundo en general tenga las tasas de motorización que tenemos en los países más desarrollados”. La emisión de gases de efecto invernadero también está poniendo a prueba la capacidad de la Tierra para garantizar nuestra propia supervivencia. Según un informe de The Lancet (elaborado tras encuestar a 10.000 personas de entre 16 y 25 años de diez países distintos), casi un 60 % de los jóvenes declara estar “muy preocupado o extremadamente preocupado” por el cambio climático, y este fenómeno provoca ansiedad y tristeza a más del 50 %. Otro informe del Parlamento Europeo achaca a los vehículos privados el 20% del CO2 que se emite a la atmósfera desde Europa.

Y así, llegamos a un año particularmente lleno de motores. Chirría un alternador al girar la llave, empieza a rugir un motor de explosión y comienza el último disco de Joe Crepúsculo. “Entiendo que la velocidad, el control de la máquina que representa el dominio sobre la naturaleza, tenga connotaciones positivas; al fin y al cabo, es un símbolo de poder”, opina Azahara Palomeque, escritora y doctora en Estudios Culturales que hace poco se vio en vuelta en una polémica alrededor de uno de sus tuits sobre Motomami. “Para mí, eso implica un sentido moral negativo pero, como con todo, hace falta una pedagogía social que torne esas posturas mayoritarias”, explica.

Unpopular opinion: a mí ‘Saoko’ sólo me provoca ecoansiedad: esta glorificación de los combustibles fósiles, este “empoderamiento” que pasa por el $ y las motos. Si de verdad nos preocupa el cambio climático, hay que cuestionar los valores que transmite la cultura popular. pic.twitter.com/uJWJ1SRXfd

— Azahara Palomeque (@Zahr_Bloom) February 6, 2022

Azahara escribió que a ella Motomami, con su glorificación de los combustibles fósiles, le provoca ecoansiedad y recibió miles de respuestas iracundas. “Lo curioso”, comenta, “es que los recibí tanto de la ultraderecha como de una izquierda crecentista que veía mi comentario como un insulto personal a Rosalía (no lo era), y como un atentado al derecho a medrar de las clases bajas”. La conducción, al fin y al cabo, está asociada a una sensación de libertad. “El placer ya no es tan intenso como hace años, desde luego no lo es en la ruta hacia el trabajo, pero incluso como obligación, me sigue resultando una de las menos pesadas. Y además, es el único lugar en el que escucho música”, confiesa Nere Basabe, escritora y profesora de Historia del Mundo Actual en la Universidad Autónoma. Para ella, al volante siente que puede fundirse con el movimiento, la velocidad y el paisaje.

Y aquí la ambivalencia del significado cultural del vehículo. “Me gusta comparar el coche con los regalos que hacían los dioses griegos: te daban algo que estaba muy bien pero también tenía una parte envenenada. Yo creo que el coche es una invención maravillosa, el problema es su exceso, que hace que el propio sistema colapse con los atascos y agrava mucho las externalidades que genera”, explica Álvarez.

Motomami y a la música urbana, tan cargada de octanos, cargan con esa ambivalencia. Es posible que con el tiempo aparezcan obras que entiendan que la ecoansiedad no es un palabro, como sucedió en el siglo XIX cuando Baudelaire reparó en que ya casi nadie montaba a caballo. Mientras tanto, en nuestro mundo uno arranca, se pone el cinturón, enciende la radio y escucha: “Salimos de la cárcel / metemos la primera / en el loro Deep Purple / chirrían las cuatro ruedas”.

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