Putin, el derecho internacional y la penicilina de Stalin


El filósofo Tzvetan Todorov aludía a la dimensión interpretativa que exige cualquier análisis histórico, en el sentido de que la Historia no es la mera cronología de los hechos, sino la interpretación de los efectos de los hechos históricos que construimos vinculados a la experiencia humana. En la obra portentosa, Tierras de sangre, el historiador Timothy Snyder describe la crueldad y el terror de la posguerra en las nuevas fronteras surgidas tras los acuerdos de Yalta en los territorios limítrofes de Ucrania, Polonia y Bielorusia, precisamente en la zona donde tiene lugar el conflicto bélico actual. Con la caída del muro de Berlín en 1989, Snyder anheló que la historia que debíamos referir para el siglo XXI contuviera un nuevo relato de humanidad “no de la geografía política de los imperios, sino de la geografía humana de las víctimas”.

Las decisiones de Putin de la última década nos retrotraen a una cartografía de imperios anhelados, con la intención de negar y olvidar a las víctimas. Elucubramos e interpretamos las acciones de Putin como el deseo de retornar a la historia del siglo XX. Pero, probablemente sea más ajustado a la realidad pensar que regresamos no a la Guerra Fría, sino al periodo inmediato al fin de la I Guerra Mundial y a la aprobación del Tratado de Versalles en 1919. Ese periodo de penuria e inestabilidad antes de la construcción del espíritu de Locarno en 1925 y del trascendental acuerdo Briand-Kellogg de 1929 de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. O tal vez tiene razón el profesor especialista en Rusia, Stephen Kotkin al señalar que el comportamiento de Putin evoca al siglo XIX ruso, pues concurren las mismas circunstancias que definieron el gobierno decimonónico de los zares, a saber, jefes de Estado autócratas, represión, militarismo, desconfianza de la injerencia de Occidente, y la puesta en práctica de ambiciosas guerras de expansión que excedían las capacidades propias.

Putin ha argüido que la ofensiva bélica contra el país amado y vecino de Ucrania estaba justificada por su finalidad de proteger a personas de etnicidad rusa. Su argucia, perdón, argumento afirma la necesidad y legitimación de la agresión militar para proteger a las víctimas de un supuesto genocidio perpetrado por las autoridades ucranianas: el presunto genocidio de Putin. La justificación rusa trae ecos de la Sociedad de Naciones durante la crisis de la invasión nipona de Manchuria, en la que Japón declaró en 1937 que la matanza de Nankín y la invasión de Manchuria no era una guerra contra China, sino una “operación policial”. Este marco de protección e intervención que pretendidamente ampara su conducta bélica se conoce como el primer tratado internacional de derechos humanos de la era de Naciones Unidas: la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio de 1948. La idea primigenia del concepto de genocidio se presentó en Madrid en octubre de 1933; la concibió Raphael Lemkin originalmente bajo el nombre de “crimen de barbarismo”, y su objeto era la protección de grupos humanos, si bien todavía el termino específico no vería la luz hasta que en 1943 Lemkin acuñó el neologismo “genocidio”. El lenguaje y la palabra se convirtieron en la vía de acceso a la justicia, pues Lemkin dedujo que los actos criminales que comprendían el crimen de genocidio —la destrucción total o parcial de un grupo étnico, nacional, racial o religioso— se habían desplegado con eficacia a lo largo de la historia porque no había una palabra que los concibiese e hiciera realidad y permitiera comprender su calidad execrable y contraria a cualquier principio de humanidad. Como ha apreciado Antonio Muñoz Molina, Lemkin se dio cuenta de que no se puede proteger aquello que no hemos conceptualizado previamente y “las palabras nombran lo real: lo que existe pero no puede ser nombrado, tampoco se puede comprender, y mucho menos prevenir… cuando hay palabras para nombrar las cosas se vuelve mucho más difícil ocultarlas o maquillarlas, o fingir que no han sucedido […] Faltaban las palabras. faltaba una palabra. Lemkin se empeñaba en usarla y en difundirla para que así fuera algo menos difícil describir lo inaudito, pero también para prevenir que horrores semejantes pudieran repetirse y quedaran impunes”. Acuñado el término y el significado de la idea de genocidio, la construcción del marco jurídico era plausible si los Estados decidían establecer un tratado internacional.

Probablemente Putin desconoce que en su actual teatro bélico de operaciones nacieron tres figuras imprescindibles en la historia del Derecho Internacional del siglo XX: Aaron Trainin, Hersch Lauterpatch y Raphael Lemki

Lemkin fue un refugiado desde su huida de Polonia en 1939 hasta su muerte en 1959 en Nueva York. Escapó primero de los nazis y luego de los soviéticos que ocupaban su país. No ostentaba ninguna responsabilidad diplomática o institucional, y en sus diatribas diarias para recabar apoyos durante la negociación y adopción de la convención de genocidio, asedió continua y literalmente a los representantes diplomáticos de los países de la nueva organización de Naciones Unidas en Ginebra, París y Nueva York.

Lemkin entendió la trascendencia del apoyo de la Unión Soviética al proyecto de tratado sobre genocidio por haber sido el país que más víctimas había sufrido en la Segunda Guerra Mundial. Acudió al ministro de Asuntos Exteriores checoeslovaco Jan Garrigue Masaryk para que intercediera ante el embajador soviético en Naciones Unidas Andrei Vyshinsky, otrora temido fiscal de los juicios purga de Moscú de la década de 1930 y luego director jurídico de la delegación soviética en Núremberg, con el fin de persuadir a Stalin de que una convención sobre genocidio no podría ser considerada como una intriga contra la Unión Soviética. Lemkin sugirió a Masaryk: “Ambos, usted y Vyshinsky tienen sentido del humor. ¿Por qué no le cuenta que la penicilina no es una intriga contra la Unión Soviética?”. Y, en efecto, a la semana siguiente Rusia cooperó y pronunció vehementes discursos en apoyo de la convención.

Una pintada que representa a Putin entre rejas, en una calle de Barcelona. JOSEP LAGO (AFP)

Paradojas de la historia, la topografía del crimen y los horrores cometidos por el ejército ruso en territorio ucraniano en 2022 están vinculados a las ideas revolucionarias que han propiciado la evolución del Derecho Internacional en los últimos 80 años. Probablemente Putin desconoce que en su actual teatro bélico de operaciones nacieron tres figuras imprescindibles en la historia del Derecho Internacional del siglo XX: Aaron Trainin, Hersch Lauterpatch y Raphael Lemkin. Estos grandes juristas conceptualizaron respectivamente los crímenes internacionales de acto de agresión, crímenes de lesa humanidad y genocidio. Posteriormente los Estados fueron incorporando voluntariamente estas categorías jurídicas de protección de la persona a tratados internacionales, que limitan sus facultades soberanas y las someten a un control internacional.

Trainin nació en Vitebsk en 1883, en el antiguo imperio Ruso hoy Bielorusia; Lauterpatch nació en Zolkiew en 1897, en la región de Leópolis, antiguo imperio Austro-Húngaro, luego Polonia y hoy Ucrania, y Raphael Lemkin nació en 1900 en Bezwodne y creció en Byalistok, antiguo imperio Ruso, luego territorio polaco y hoy ucraniano. Los tres eran juristas judíos; Trainin estudió en la Universidad de Moscú y Lemkin y Lauterpatch en la ciudad de Leópolis, hoy ciudad patrimonio de la humanidad y que acoge a varios millones de desplazados internos ucranianos, personas que en el momento de huir y cruzar la frontera de su país se convertirán en refugiados.

En la Facultad de Derecho Universidad de Leópolis hace justo un siglo, Lauterpatch y Lemkin realizaron sus estudios jurídicos, en las aulas que narra Philip Sand en Calle Este-Oeste en las que solo podían sentarse en la última fila, el lugar reservado para los judíos. Estos autores concibieron los crímenes internacionales que tal vez, algún día, un futuro tribunal penal internacional ad hoc o tal vez la Corte Penal Internacional aplicará para juzgar las conductas ilícitas y criminales de Vladimir Putin, y del mando militar, y tratará de evitar la impunidad de los horrores de esta guerra. Pero, por el momento en su estrategia litigiosa, Ucrania decidió iniciar un proceso para determinar la responsabilidad internacional del Estado ruso. Dos días después de la agresión, el 26 de febrero de 2022, Ucrania denunció a Rusia ante el Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas por ausencia de buena fe y utilización indebida de la Convención sobre genocidio, en particular, la falsa y procaz argumentación de Putin de que la invasión militar rusa era la respuesta para interrumpir la supuesta comisión del genocidio que Ucrania contra la minoría rusa del Dombás.

En el marco de este procedimiento, en la vista del día 7 de marzo de 2022 sobre la solicitud de medidas provisionales contra Rusia, las autoridades rusas no comparecieron y remitieron una escueta comunicación negando que el Tribunal tuviera competencia para conocer la denuncia de Ucrania. El profesor Harold Koh en representación de Ucrania, cerró la intervención indicando que el caso iba más allá de la denuncia de Ucrania a Rusia; en realidad se había convertido en un desafío común para la humanidad, y planteó la cuestión no retórica de si prevalecerá el interés de Rusia o si se impondrá el del ordenamiento jurídico creado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Koh imprecó al tribunal que la prevención de la tragedia que estamos contemplando de la destrucción de las ciudades y vidas humanas de Járkov, Mariúpol y Kiev fue precisamente el objetivo señalado en la Carta de Naciones Unidas, cuyo preámbulo reza: “Nosotros los pueblos de Naciones Unidas, Resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas […]”. Una semana después, el alto Tribunal de Naciones Unidas otorgó amparo a la solicitud de Ucrania, y en la votación de los 15 magistrados, por una mayoría de 13 votos a favor y 2 en contra, se ordenaron las medidas cautelares contra la Federación Rusa solicitadas por Ucrania: la suspensión inmediata de todas la operaciones militares rusas, y el deber de garantizar que Rusia no brindará asistencia a ninguna unidad armada militar o grupo irregular que pudiera estar apoyando o promoviendo acciones militares. Los dos jueces que fallaron en contra fueron la jueza china Xue Hanqin, y el juez ruso Kirill Gevorgian.

Walter Benjamin reclamaba orientar nuestro ideario moral hacia los perseguidos, los discriminados, y en especial “las víctimas, para quienes el estado de excepción es permanente”

La historiadora Francine Hirsch en su formidable libro Soviet Judgement at Nuremberg relata cómo en 1945 y 1946 Stalin ordenó al máximo responsable jurídico de la delegación soviética en el proceso de Núremberg, Andrey Vyshinsky, las acusaciones que debía formular el fiscal jefe Román Rudenko, entre las que se incluyó la acusación soviética contra el ejército alemán por la matanza del bosque de Katyn perpetradas por el NKVD en abril de 1940. Asimismo, Stalin indicó al juez soviético Iona Nikitchenko las penas que debía imponer a los procesados. Nos queda la duda de si, siendo consciente el magistrado Gevorgian del destino de aquellos que disienten de los anhelos y designios del Kremlin, y dentro de la añorada tradición soviética de Putin, tal vez, Sergei Lavroz o algún miembro de nomenclatura habrá telefoneado a La Haya, siguiendo así el precedente de Stalin. Pero quienes creemos en el Derecho Internacional y en la exigencia de responsabilidad seguimos inermes, solo con la voz de una aspiración de justicia y el Derecho para que en el futuro se haga nuevamente realidad lo que Robert H. Jackson, fiscal jefe de Estados Unidos en Núremberg, reclamó al tribunal el día de apertura del proceso, el 21 de noviembre de 1945. El último párrafo de su discurso de apertura de Núremberg es de nuevo nuestro desafío como civilización en 2022: “La civilización se pregunta si el Derecho se encuentra en una situación tan débil como para ser completamente incapaz de hacer frente a crímenes de esta magnitud cometidos por criminales que ocupan altas responsabilidades de poder. La expectativa sobre este proceso penal no es convertir la guerra en un acto imposible. Lo que sí se espera de este tribunal [de Núremberg] es que sus decisiones jurídicas sitúen el imperio del Derecho Internacional, sus preceptos, sus prohibiciones y, sobre todo, sus sanciones, del lado de la paz, para que hombres y mujeres de buena voluntad, en todos los países, puedan ‘Vivir en paz sin tutelas ni permisos de terceros, y que nadie se encuentre por encima de la Ley”.

Walter Benjamin reclamaba orientar nuestro ideario moral hacia los perseguidos, los discriminados, y en especial «Las víctimas, para quienes el estado de excepción es permanente». Al lado de las víctimas ucranianas y de las víctimas del resto de conflictos deberíamos entonar, como parte de una religión secular de aspiración de justicia las palabras de Jackson, pues no existe un sistema más revolucionario e innovador que el respeto de los derechos humanos y el Derecho Internacional para lograr la seguridad, la paz y el progreso humano. El tiempo del Derecho no es postbellum; es la realidad que habitamos aquí y ahora en esta guerra, pues ya sabemos que la historia de los crímenes internacionales más pavorosos y abyectos, aquellos que repugnan a la conciencia de la humanidad, han sido también la historia de la impunidad de los perpetradores. La tozuda realidad creada por Putin y su violencia nos ha mostrado que percibe la “penicilina” del Derecho Internacional como un obstáculo al ejercicio del poder y por eso la desprecia, desconociendo que el Derecho, aun imperfecto, forma parte de la urdimbre de coexistencia de los pueblos y su irrenunciable anhelo de justicia.

El jurista Antonio Cassese recordaba que el Derecho Internacional regula la relación entre los Leviatanes-Estados y que es como “la moral de los locos, que ponen límites a su propia locura” y, sobre todo es “un sistema de principios éticos que está dirigido a locos, es decir a los Estados a los que trata de poner freno a su insensatez”. Incluso Rusia durante o después del conflicto tendrá que construir un Derecho que contenga las decisiones políticas y diplomáticas de los próximos meses, pero también Rusia y Putin serán parte de procesos jurídicos que tras Núremberg se consideran crímenes internacionales y cuya máxima responsabilidad de exigencia y cumplimiento atañen la comunidad internacional en su conjunto. La barbarie descubierta en la localidad de Bucha a las afueras de Kiev, tras la retirada de las tropas rusas, muestra claros indicios de la comisión de crímenes de guerra, y de crímenes lesa humanidad. El ministro de defensa ucraniano Oleksi Reznikov ha expresado la necesidad de una respuesta desde la civilidad mediante la creación de un nuevo Núremberg para juzgar las atrocidades rusas y acceder así a la verdad y la justicia, y de este modo evitar la impunidad de quienes ordenaron, ejecutaron las órdenes y perpetraron los crímenes.

Y esa labor es demasiado importante para dejarla solo en manos de juristas y las instituciones internacionales; nos corresponde a todos los ciudadanos ejercer la responsabilidad de la memoria y la justicia. A fin de cuentas, el objetivo de Putin es destruir la idea de la ilustración y derechos humanos que desean abrazar los ucranianos, y que como ha descrito Jamie B. Raskin, la ilustración es un proyecto construido sobre la verdad y la justicia que sirvió para la creación de nuevas comunidades políticas inspiradas en las ideas liberales y los principios democráticos, que han adquirido una nueva dimensión gracias al Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

En la pedagogía de la infamia y de la injusticia de esta agresión, el complejo proceso para afrontarlo comienza por una decisión nuclear, ontológica, que radica en saber cómo oponerse a la opresión de lo injusto, de lo infame. Fritz Bauer afirmaba que toda la ética y el derecho se construyen en torno a la categoría del “no”, de la imposición de límites que avalen la idea de justicia. La memoria de esta crueldad que atesora el diccionario de las infamias del ejército ruso debe ser un resorte moral, que nos ayude a encaramarnos nuevamente hacia nuestra aspiración de verdad y justicia, a no olvidar. Pero asimismo, la memoria debe ayudarnos a no desistir en la forja de los futuros resortes de la seguridad y de una paz sostenible, que únicamente se pueden lograr desde la Justicia, tal y como hemos aprendido de todos los procesos de postconflicto fallidos del siglo XX.

Joaquín González Ibáñez es profesor de Derecho Internacional Público en la Universidad Complutense de Madrid y editor y traductor de la autobiografía de Raphael Lemkin, ‘Totalmente Extraoficial’.

Lecturas recomendadas

Totalmente extraoficial. Raphael Lemkin. Berg Institute, 2018. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Esta obra autobiográfica da cuenta de la vida de un personaje excepcional de la historia del siglo XX, que inventó el neologismo “genocidio”. Lemkin siguió la máxima de Tolstoi “creer en una idea exige vivirla” y convirtió la consecución de su ideal en su forma de vida. Totalmente extraoficial es un libro de sensibilidades en la conformación de la personalidad del autor como filólogo, jurista y profesor y un libro de aventuras y viajes en su periplo de huida de Polonia a través de Lituania, Suecia, Rusia, Japón y Estados Unidos. Su imaginación moral en el relato contemporáneo de la conciencia cívica y de la Justicia del siglo XX permite comprender una parte siniestra e inmanente de la historia de la Humanidad y nos ayuda a discernir con su legado que la conciencia moral y la acción para preservar los derechos humanos no son una entelequia.

Soviet Judgment at Nuremberg. Francine Hirsch. Oxford UPress, 2020. La profesora de historia moderna de la Universidad de Madison relata los pormenores de las diatribas del equipo jurídico y político de la Unión Soviética en Núremberg dirigido por Andrey Vyshinski, bajo la supervisión y control directo de Stalin. Una crónica dinámica, sorprendente y reveladora de las intenciones de los soviéticos desde la adopción de los acuerdos de Yalta, y las frustraciones ante un proceso que no podían controlar y que permitió revelar los primeros episodios de confrontación de la Guerra Fría entre la Unión Soviética y los Estados liberales ganadores de la Segunda Guerra Mundial.

Pensando en derechos humanos. Antonio Cassese. Berg Institute, 2020. Esta obra refleja las conversaciones que Antonio Cassese y el periodista Giorgio Acquaviva realizaron en torno a las cuestiones actuales más relevantes de las relaciones internacionales y de la situación de los derechos humanos, que solo la sencillez y el criterio de un maestro jurídico y un intelectual humanista como Antonio Cassese permiten acometer con la pedagogía necesaria para entablar un diálogo profundo, entretenido y fluido con quien lee. Expone con inteligencia y sutilidad diversas cuestiones de interés para la comunidad internacional, tales como la creación de tribunales penales internacionales, el uso de la fuerza bélica y las diferentes prácticas ilícitas de los actores internacionales. En especial, el ejercicio de la violencia que se manifiesta en la tortura, el terrorismo y la guerra que abocan, invariablemente, a la deshumanización y la violación de los derechos humanos.

Calle Este-Oeste. Philip Sand. Anagrama, 2017. El jurista y escritor inglés Philip Sands desgrana, entrelazado con el relato de la vida de su abuelo en la ciudad polaca de Leópolis durante el periodo de entreguerras, el fascinante periplo vital de los juristas Hersch Lauterpatch y Raphael Lemkin. Ambos fueron refugiados y escaparon al Holocausto, y con su compromiso, imaginación moral y capacidad intelectual concibieron el crimen de genocidio y el crimen de lesa humanidad, los conceptos más innovadores y relevantes en el ámbito jurídico internacional para la protección de las personas. 

Tierras de Sangre. Timothy Snyder. Galaxia Gútemberg, 2016. El riguroso y aclamado profesor de historia de la Universidad de Yale evoca un periodo histórico europeo poco conocido en sus detalles y violencia. El reparto de Yalta, y las esferas de influencia soviética en Europa central, supuso en 1945 no solo una alteración material de las fronteras, sino también la continuidad de la violencia de la Segunda Guerra Mundial, entre otros, contra los judíos supervivientes que reclamaban sus propiedades y, especialmente, la limpieza étnica cometida recíprocamente por polacos y ucranianos en un territorio teñido de sangre y caracterizado por la violencia estructural soviética.

Unthinkable. Jamie B. Raskin. Harper Collins, 2022. El seis de enero de 2021, Jamie Raskin volvía al Congreso para ayudar a certificar los resultados de la elección presidencial, cuando una turba violenta dirigida por la extrema derecha asaltó el Capitolio con la esperanza de asegurar el poder a Donald Trump por cuatro años más. Tan solo siete días antes, Raskin sufría el mayor trauma de su vida: el suicido de su hijo Tommy. Dos hechos que parecen completamente independientes, pero que se aúnan por la experiencia del autor y convergen entre el trauma político y personal. Lo impensable relata el desafío que vivió Raskin de liderar el equipo del proceso de impeachment al presidente Trump en el Senado, la responsabilidad de no solo enjuiciar a un presidente corrupto, sino de asegurar la democracia constitucional de los Estados Unidos de América. La obra es un admirable legado de amor a su hijo Tommy, y a la vez la renovación de un compromiso para luchar por los valores y convicciones que tanto defendió su hijo, los valores ilustrados, los derechos humanos y una democracia justa y compasiva. (Próxima publicación en español de Lo impensable. Jamie B. Raskin. Berg Institute, en septiembre de 2022). 

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