De qué hablamos en la escuela pública cuando pedimos más recursos



Alumnos en el patio de un colegio público de Sevilla.PACO PUENTES

Cuando los trabajadores de la educación pública observamos cómo desde 2014 en adelante las transferencias de las Administraciones educativas de España a centros privados se incrementan de manera continuada, según datos del Sistema Estatal de Indicadores de la Educación (SEIE), nuestra sensación de preocupación aumenta. Pero ahí seguimos, pidiendo sin descanso eso que llamamos “más recursos”. En regiones como País Vasco, Madrid o Navarra la inversión destinada a la educación concertada es absolutamente desproporcionada y, a la par, vemos cómo (según el estudio mencionado) el gasto por alumno en la escuela pública es inferior, por ejemplo, al que había en los años 2008 o 2009.

La tesis repetida de desmantelamiento de la educación pública en nuestro país va más allá de una queja poco razonada, y se cimienta en cifras alarmantes que se reflejan en el día a día de colegios e institutos: desde el estado de las instalaciones hasta la dotación de recursos humanos. De forma simultánea, vemos que los políticos observan la situación desde la lejanía, y anuncian acciones (o más bien intenciones) para insuflar optimismo a la galería mediática; unas políticas que, si no van más allá del simple deseo de satisfacer a la opinión pública, pueden perpetuar, por su ineficacia, la posición privilegiada de multitud de propuestas educativas alternativas que se nutren del erario público a través de la política de conciertos, simplemente porque el sistema es, ahora mismo, insostenible e inconcebible de otra manera.

Pero volvamos a los datos de la publicación anterior: mientras que el gasto público por estudiante en centros públicos en la enseñanza no universitaria creció en 10 años (de 2008 a 2018) un 14,1%, las transferencias a la enseñanza privada en ese mismo intervalo crecieron un 17%; esta diferencia, que se agudiza por las desigualdades de origen del perfil de alumnado que suele ir al modelo privado frente al que opta por el público (diferencias marcadas muchas veces por la renta per cápita familiar), representa un caldo de cultivo que incrementa brechas estructurales, en un país en el que, recordemos, algo más de uno de cada cuatro estudiantes están escolarizados en un centro concertado; esos mismos que han sobrevivido mejor, según dicen los últimos informes, a los embates de la pandemia en la escuela: no es casualidad.

Cualquier fractura social a gran escala deja en paños menores el entramado educativo, y ello ha ocurrido en todo el mundo con la covid-19, que ha desnudado en particular las deficiencias de la educación en España, uno de los países de Europa con más conciertos educativos (en 2016 era el cuarto con más centros concertados, según datos del Consejo Escolar del Estado a partir de cifras de Eurostat) y también con una mayor segregación escolar por nivel socioeconómico —según lo demuestran estudios como el que por ejemplo llevaron a cabo Francisco Javier Murillo y Cynthia Martínez-Garrido en 2018—. Esta situación es alarmante en regiones como la Comunidad de Madrid, donde el abandono de la escuela pública es particularmente significativo.

Y en este panorama nos encontramos, en la actualidad, en medio de un intento de modernizar el sistema educativo público a partir de una nueva propuesta legislativa. Una remozada ley que procura blindar derechos esenciales y reconstruir una equidad rota por los embates de un virus que bloqueó nuestros servicios básicos, principales baluartes del desarrollo. Pero, a la par, cuando empezamos a ver la luz e intentamos rearmarnos para darle lo mejor al alumnado, nos percatamos de una situación de partida alarmante en la que se sigue contando, por ejemplo, con ratios elevadas, incluso en contextos marginales, cifras atenuadas solamente con motivo de la pandemia y los aforos necesarios para las aulas, y no por un motivo pedagógico. Y todo ello, en el corazón educativo de un país que se encuentra entre los que tiene menos personal de apoyo por número de docentes de la OCDE, según difundió el último informe TALIS de este mismo organismo.

Por todo ello, y dentro de esta especial sensibilidad que la LOMLOE tiene en el papel por los derechos de la infancia, la inclusión y el alumnado más vulnerable, los profesionales de la escuela pública española siguen clamando por un acercamiento de los políticos a las trincheras educativas, más allá de las presencias en foros y congresos para la foto. Reclaman que se les escuche desde dentro de una realidad sobrepasada por una crisis social, económica y psicológica que ha impactado de lleno contra una escuela burocratizada y mecanicista en la que siguen avanzando a un ritmo superior los que parten de situaciones de ventaja, a la par que se incrementan las desigualdades.

Y eso no quiere decir que el profesorado no sea consciente de que el cambio en inercias heredadas es necesario, claro que lo es; y también es sabedor de que en una formación inicial y continua de calidad están muchas claves para hacer de la riqueza de la diversidad de la educación pública un elemento distinguidor y un valor añadido frente a otros modelos. Pero, para ello, las promesas de los programas de cooperación territorial que financian acciones para la equidad deben materializarse en una apuesta decidida por los apoyos a esta escuela quebrada por las fracturas de nuestro tiempo.

Los trabajadores del principal pilar del estado del bienestar deben ver, así, una propuesta firme y detallada para trabajar en la verdadera innovación, la que se aleja de la fanfarria mediática de galardones o ruedas de prensa. Propuestas que lleguen a todos los centros, empezando por los más necesitados, que se acerquen más a la línea de estrategias como el Programa para la Orientación, Avance y Enriquecimiento Educativo (Proa+) o las Unidades de Acompañamiento y Orientación personal y familiar del alumnado educativamente vulnerable (UAO), que nacen de los fondos europeos de recuperación por la covid. En extender y generalizar acciones de este tipo está la clave.

Decisiones como estas —y no otras— demuestran el convencimiento de que la transformación de la red de escuelas públicas de nuestras regiones comienza por poner a la educación de todos en el lugar que le corresponde, en su máximo nivel. Y ello depende del reconocimiento y la proyección del trabajo de sus docentes, del seguimiento desde los primeros signos de riesgo y a cargo de personal especializado del estudiante golpeado por la injusticia social; de una bajada de ratios a la vanguardia de los países europeos para poder atender más y mejor al alumnado que más lo precisa, y de una planificación de los mapas escolares coherente con la búsqueda del equilibrio social. De eso es, justo, de lo que hablamos cuando pedimos más recursos y es partir de ahí donde nos van a poder encontrar para dialogar y trabajar juntos por la necesaria mejora.

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