Deja el puñetero móvil, estos días no volverán

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Seguidores de la selección inglesa de fútbol, en el partido contra Dinamarca, este 7 de julio en Londres.
Seguidores de la selección inglesa de fútbol, en el partido contra Dinamarca, este 7 de julio en Londres.Paul Ellis / POOL / EFE

En los partidos de la Eurocopa he estado muy entretenido con un detalle: cuando enfocan a alguien del público me parece increíble que apenas tarde unos nanosegundos en darse cuenta, porque de inmediato se ve en la pantalla del estadio. En cuanto reacciona ya cortan el plano, como si el realizador pensara con fastidio que ya no le vale, que se ha perdido la naturalidad. Y sí, está perdida del todo. Me imagino la sala de control de la cadena, desesperados porque ya no pueden mostrar la alegría o la decepción en estado puro, sino siempre una interpretación. Ya nadie está distraído. Quizá existe una apuesta entre los realizadores televisivos, a nivel Eurovisión, con el reto supremo de poder captar aún la espontaneidad, como una especie al borde de la extinción, y ver quién logra mostrar a alguien siendo él mismo más tiempo. No creo que el récord esté más allá de tres segundos.

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Esto es porque los espectadores están igual o más atentos a la pantalla del campo que a lo que sucede en él, y eso que tienen el partido delante, están allí, que se supone que es lo bueno, y por eso han pagado una pasta, se han dado una paliza de viaje, se han cogido un hotel de mierda. Pero estar allí también sirve en buena parte para decir que has estado, fotografiarlo y hacerlo saber a todos tus conocidos. Estar a secas, saber estar, es algo cada vez más difícil. Nos hemos especializado en no estar a lo que estamos.

También se suele ver en los Juegos Olímpicos otro fenómeno asombroso en la final de los 100 metros lisos. Dura 10 segundos, pero ves una apoteosis de flashes en el público. Es decir, gente que en ese momento prefiere ver la carrera a través del cuadradito del móvil o de una cámara que con sus propios ojos, aunque eso signifique perdérselo: pero testimonia que estabas allí, no como otros. El verbo “compartir”, tan modélico, tan cristiano, tan humano, está adquiriendo connotaciones malsanas. Casi haces las cosas para poder decir que las estás haciendo. Más que una vida, parece que estás viviendo un currículum.

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Ya, las pantallas succionan la mirada, son más fuertes que tú. Estás en un bar con la tele puesta y se te van los ojos, aunque estén exhibiendo un pelador de patatas. Desenganchar la mirada de las pantallas es lo más difícil en vacaciones, además llevamos año y medio viviendo en ellas. Lo primero que notas en vacaciones es, precisamente, la voluntad desentrenada, y que has tenido una falsa sensación de control sobre tu vida. Es un descubrimiento del segundo o el tercer día, te noquea. Luego ves a gente en la playa pegada al móvil como si estuviera en el metro, y deprime mucho. No digo cuando es lectura, que se nota en la disposición, en la lentitud, y leer está bien como sea, hasta en los posos del café, me refiero a cuando los ves nerviosos, moviendo el pulgar compulsivamente, todo el rato. Ves que siguen en otra parte. Solíamos tener un saludable sentido del hedonismo en vacaciones, el talento de la vagancia total, pero ya siempre estamos haciendo algo. Como si no te bastara lo que tienes delante. Imaginas ese mundo paralelo de mensajes, imágenes, dibujitos, microestímulos, al alcance de la mano, y te puede la curiosidad, aunque la mayoría provenga de gente que te importa un pimiento o te cae mal o ni siquiera conoces o son robots. Si fuera un lama, diría algo así como que el móvil no conduce a la felicidad, pero de forma más sencilla diría que estamos tontos. Estoy tonto, me digo, deja el puñetero móvil, estos días no volverán, no se guardan en ninguna carpeta, no los vas a ver después.

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