Dos caras, una idea

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En 1945, muchos alemanes seguían creyendo que fue Polonia quien provocó la guerra. Y, por supuesto, muchos nazis seguían siendo nazis. Creían que eran libres, el estudio realizado por el estadounidense Milton Mayer a principios de los años cincuenta (y recién publicado en España) compone un testimonio bastante esclarecedor.

Mayer viajó a una pequeña ciudad alemana, Marburgo, e intentó establecer relaciones amistosas con 10 antiguos devotos de Adolf Hitler para que le contaran cómo había podido suceder todo aquello. Constató que la devoción no había disminuido, aunque pesara el matiz de la derrota. Del libro se desprenden dos evidencias: que, en opinión de los entrevistados, lo único criticable del Führer fue que no ganara la guerra; y que, para ellos, y muy probablemente para la gran mayoría del pueblo alemán, nunca se había vivido tan bien en Alemania como bajo el poder de la esvástica.

En algo coincidían todos, además de en el antisemitismo y en considerar irrelevante o inexistente el genocidio judío: en el elogio a la política social del nazismo. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, decían, había hecho honor a su nombre. La clase trabajadora nunca había disfrutado de tantas ventajas.

La vocación obrerista, más o menos genuina o más o menos falsa según los casos, fue común a los movimientos ultraderechistas de hace un siglo: el fascismo, el nazismo, el falangismo y otros derivados posteriores y algo más híbridos, como el peronismo, resultaron atractivos para una parte de la clase trabajadora. Otros tiempos.

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Hoy parece que la ultraderecha retorna dividida en dos, con programas económicos absolutamente distintos. Lo que propugna Marine Le Pen en Francia no tiene nada que ver con la oferta de Donald Trump o de Vox.

Antes de las elecciones presidenciales de 2017, un dirigente sindical francés leyó en una ­reunión las propuestas económicas lepenistas sin decir de dónde venían y cosechó un aplauso entusiasta: jubilación temprana, mejores salarios, proteccionismo, ruptura con el corsé liberal de la Unión Europea.

La otra ultraderecha apuesta por lo contrario: reducción de impuestos a los más ricos y medidas ultraliberales, a veces camufladas bajo un barullo de promesas contradictorias entre sí. Es el caso del trumpismo en Estados Unidos y de Vox en España. Lo que ofrecen, en materia económica, es casi calcado a lo que aplicó, por no decir perpetró, el general Augusto Pinochet en Chile, bajo la tutela de la escuela monetarista de Chicago. Modelos parecidos fueron los de la Junta Militar argentina o el tardofranquismo.

Se trata de un fenómeno curioso. Y nadie se ha preocupado por darles a las dos ultraderechas nombres distintos. Quizá porque ambas ultraderechas se entienden perfectamente y no encuentran diferencias entre sí. Eso se debe a que en realidad no las hay. Ambas son oportunistas en materia de economía (como están comprobando los taxistas madrileños) porque sus intereses reales están en otra parte: en la destrucción del Estado liberal y del sistema establecido en Occidente después de 1945. Quieren levantar muros, rechazar al diferente y recuperar los caudillismos fuertes y providencialistas.

Lo suyo, por tanto, es no escucharlos cuando hablan de números. Dicen cualquier cosa. Quien quiera darles el voto, que no lo haga por razones económicas. O se llevará una sorpresa desagradable.

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