Eduardo Soler Fiérrez, pedagogo y renovador de la educación pública

El pedagodo Eduardo Soler Fiérrez, en una imagen de archivo.
El pedagodo Eduardo Soler Fiérrez, en una imagen de archivo.Lola Rodríguez Soler.

El 17 de febrero murió Eduardo Soler Fiérrez, pedagogo, escritor y poeta. Inspector de Educación, doctor en Ciencias de la Educación y profesor en las Universidades de Barcelona y Complutense, autor de decenas de libros especializados, de relatos y poemarios, Premio Nacional del Libro en 1987 por su obra Canto y Cuento junto a Carlos Reviejo.

Soler nació en Jaén en 1942. Entre 2005 y 2007 vivió con su mujer Pilar Montes en Malabo, Guinea Ecuatorial. Allí fue director de Programas del Ministerio de Educación y coordinó la cooperación educativa española y la reforma del sistema educativo guineano. Lo hizo, como todo lo que acometía, con entrega y convencimiento.

De su trayectoria, muy influyente en el campo de la pedagogía y la renovación de la educación pública a partir de la Transición, se ocupa una completa semblanza biográfica del también Inspector de Educación José María Lozano, a punto de publicarse en la editorial Anaya. De su trabajo literario más creativo los lectores de EL PAÍS pueden recordar uno de sus últimos artículos, el verano pasado: una Carta a Dulce María Loynaz en la que rememoraba su visita a la Premio Cervantes en La Habana y en donde brillaban su buen humor, su inteligencia perspicaz a la hora de aprehender el carácter de las personas y su gran cultura de lector de por vida; todo siempre teñido de generosidad y de bonhomía.

Todos los que lo trataron coinciden recordando esa cualidad tan escasa y rara de encontrar en esta vida: la bondad intrínseca de su carácter, su vocación abierta y progresista de servicio a la comunidad. Yo coincidí además con él durante un año en sus visitas a Guinea Ecuatorial y allí vi su capacidad para dialogar y concitar acuerdos, para sacar adelante proyectos útiles pero trabajosos que otros dejaban por imposibles, y sobre todo para dedicar tiempo y atención a los demás. Nadie, ni la persona más humilde (sobre todo, diría yo, las más humildes) le pasaba desapercibido o podía dejar de esperar de su parte ayuda y paciencia infinita.

Tenía muchísimo de eso que solía llamarse don de gentes: hace poco tomó la palabra improvisadamente al final de un homenaje organizado por Elena Medel a la poeta Carmen Conde, de quien fue albacea literario y amigo fiel hasta su muerte. Y se metió en el bolsillo, brillante y divertido, a toda una generación nueva de poetas y a un público muy joven al que dejó encandilado.

Se esforzó siempre por seguir siendo lector y escritor curioso y activo. Acababa de corregir las pruebas de un magno Diccionario Enciclopédico de la Esclavitud al que dedicó estos últimos seis años y que publicará la editorial Raíces. Ahora es tema de moda, pero su interés por la historia de la población descendiente de los esclavos en el mundo hispánico viene de mucho antes, y ya en 2014 publicó una monografía sobre Juan Latino, primer catedrático negro en el siglo XVI.

Murió en paz y sin dolor, dormido, tras el diagnóstico de una insuficiencia cardiaca que se fue agravando. Se enterró en su añorado pueblecito de Cárchel, en Jaén, donde hay calles y escuelas con el nombre de sus padres, maestros ambos muy queridos durante la dificilísima posguerra. Allí conservaba con mil cuidados la casa familiar y el cariño y respeto de los vecinos. Lucía un sol casi ya de primavera, se veían las flores de los almendros entre los olivos, y muchos amigos y familiares acompañaron sus cenizas hasta el cementerio donde descansa, en su tierra y junto a sus padres.


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