EE UU mantiene su decisión de imponer los aranceles a México pese al “progreso” en las negociaciones



El último envite de Donald Trump tiene enrocado a México. Por un lado, aceptar la imposición de los aranceles en cascada –del 5% inicial hasta el 25%– de su mayor socio comercial precipitaría una espiral recesiva de una economía que ya había comenzado a dar tímidas señales de agotamiento. Por otro, EE UU plantea ahora nuevas condiciones comerciales, además de las exigencias de endurecer el control migratorio en la frontera, lo que obligaría a bajar la cabeza y dejar a un lado la estrategia mexicana, más volcada en la cooperación y el desarrollo que en lo policial, además de requerir un sobreesfuerzo de recursos e infraestructura difícil de encajar en el férreo panorama de austeridad impuesto por López Obrador en las cuentas públicas. Cualquiera de las dos soluciones significa entrar en un laberinto.
Tanto los organismos internacionales como el propio Banco de México han rebajado recientemente las previsiones de crecimiento para este año por debajo del 2%, un pulso históricamente insuficiente para acometer las ambiciosas promesas sociales que auparon al líder de Morena hasta la presidencia. Durante la semana, el baile cambiario del dólar con el peso y las advertencias de las calificadoras han demostrado que los mercados financieros están listos para disparar si la situación empeora.

El Gobierno mexicano intenta desactivar a toda costa la amenaza, pero EE UU mantiene su decisión de aplicar los aranceles, e incluso ha redoblado su apuesta incluyendo nuevas condiciones. Trump abrió este viernes a medio día la puerta a un posible acuerdo a través de un tuit pero añadió a las exigencias en el control migratorio nuevas condiciones comerciales: “Si finalmente llegamos a un acuerdo, y hay buena disponibilidad para ello, México deberá comprarnos productos agrícolas y ganaderos a precios muy altos”.
La Administración estadounidense formalizó además la medida arancelaria este viernes, lo que no significa que se haya cerrado la puerta al acuerdo. Marc Short, asesor del vicepresidente, Mike Pence, advirtió a los reporteros de que aún debía llevarse acabo a cabo la notificación legal necesaria para que los gravámenes puedan aplicarse desde el lunes, pero añadió que, si las conversaciones seguían buen curso, el presidente podía dar marcha atrás a lo largo del fin de semana. La portavoz de la Casa Blanca, Sarah Sanders, se pronunció en una línea similar, al afirmar que las reuniones “han ido bien”, pero que la Administración mantiene, de momento, el plan de seguir adelante con las tasas aduaneras pese al “progreso” en la negociaciones.
Desde el miércoles, la delegación diplomática mexicana, encabezada por el canciller, Marcelo Ebrard, busca a contrarreloj fórmulas para desbloquear el ultimátum. Mientras continúan las negociaciones, el jueves la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, envió una señal al anunciar que México se comprometía a endurecer los controles con la frontera con Guatemala. Casi al mismo tiempo, desde Hacienda se anunciaba que habían bloqueado las cuentas bancarias de 26 presuntos traficantes de migrantes, otra de las líneas rojas marcadas por Washington. Y este viernes, el canciller confirmaba que México desplegará en el sur de su territorio 6.000 efectivos de la Guardia Nacional.
La militarización de las labores fronterizas supone una primera victoria política para Trump y una claudicación del Gobierno mexicano en su intento por cambiar el rumbo de la política migratoria de las últimas Administraciones. En noviembre del año pasado, coincidiendo con las caravanas de migrantes centroamericanos que cruzaban con destino al norte, el Gobierno de López Obrador presentó con el respaldo de CEPAL –la Comisión de Nacional Unidas para América Latina y el Caribe– una estrategia de cooperación y desarrollo para atajar la crecida del fenómeno migratorio. El plan, que contempla la participación de EE UU con una inversión de 4.800 millones, suponía dar un vuelco al anterior esquema de relación bilateral.
Acordado por el Gobierno de Felipe Caderón en 2008 –aún vigente y con presupuesto desde entonces de 3.000 millones de dólares–, la Iniciativa Mérida es un programa volcado hacia las labores policiales, con entrega de equipo militar estadounidense y formación de las autoridades fronterizas. La hoja de ruta de López Obrador era terminar con Mérida y dedicar los antiguos recursos para su nuevo plan. “Este no es un asunto que se va a resolver con el uso de la fuerza”, incidió este viernes el propio presidente mexicano. Pero, de momento, los resultados de la negociación indican lo contrario. “EE UU quiere que Mérida siga siendo el esquema bilateral. Aun así, se podría aprovechar enfocándolo más a ámbitos de cooperación. Por ejemplo, hay un amplio margen para temas de justicia penal” apunta una fuente de la secretaria de Gobernación (Interior), de la que depende todo el aparato migratorio mexicano.
Ante la presión estadunidense, el Gobierno mexicano pretende poner el dique en el cambio del estatus de su política de asilo. Trump aspira a que el vecino del sur asuma la condición de “tercer país seguro”, lo que implicaría que los migrantes que crucen río Bravo para llegar a EE UU solicitando asilo, puedan ser enviados de vuelta y permanezcan en México. “No hay manera de que México pueda acoger a estas personas bajo condiciones dignas porque no tiene la infraestructura, no ha invertido ni en logística ni en personal. Aunque de facto ya está siendo casi así”, señala la profesora de Estudios Globales en la universidad neoyorquina The New School, Alexandra Délano.
Durante la crisis por las caravanas migrantes, Marcelo Ebrard acordó con Washington el programa Quédate en México, que incluía las concesión de permisos residencia y trabajo renovables año a año para más de 10.000 migrantes, así como la garantía para los solicitantes de asilo en EE UU de que pudieran permanecer en suelo mexicano hasta que se resolviera su caso. “Los procesos de asilo se judicializan en EE UU y pueden tardar meses o años. Es un bomba de tiempo para México”, añade Délano.
Los flujos migratorios casi se han duplicado con respecto al año pasado, hasta alcanzar una cifra total prevista por el gobierno mexicano de 700.000 anuales. México ha respondido triplicando el número de deportaciones durante los tres primeros meses del año. Mientras que las detenciones de la patrulla fronteriza estadounidense suman ya casi el total del año pasado. Para estrechar aun más el círculo, el cupo de acogida de refugiados en EE UU ha caído más de la mitad desde la llegada de Trump al poder hasta un mínimo histórico de 30.000. Mientras que la solicitudes de asilo en el sur de México han crecido casi un 200% en estos cuatro primeros meses, según ACNUR.
La frontera mexicana con Guatemala lleva meses convertida prácticamente en un campo de refugiados, con instituciones públicas y privadas colapsadas. A la crecida de solicitudes de asilo –del 1000% en cuatro años– hay que sumar el ajuste presupuestario impuesto por López Obrador, que ha golpeado duramente al área migratoria. La financiación para el Instituto Nacional de Migración (INM) ha sufrido un recorte del 25%, mientras que el presupuesto de la Comisión Mexicana de Acogida del Refugiado (COMAR), responsable de la gestión de las solicitudes, cae a niveles de 2011. “La COMAR lleva años con recortes. Ahora mismo no tiene ni dinero, ni personal, ni oficinas para atender tal magnitud de peticiones. Ante el desborde, está sucediendo que incluso algunos casos están siendo atendidos por agentes del INM, que tienen un función de control migratorio no de atención al refugiado”, dice Félix Acosta, investigador del Colegio de la Frontera Norte. La cuenta atrás continúa para México y todas las opciones en su mano son un laberinto.


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