Merkel se va. Se despide del poder después de 16 años y lo hace como acostumbra, sin grandes aspavientos, con ese estilo político singular que ha marcado una era. En Berlín y en Bruselas, donde Alemania ha ejercido de hegemonía de facto durante sus cuatro mandatos consecutivos. Ese hacer político sosegado, racional, posibilista, incremental y en constante búsqueda del compromiso casi a cualquier precio le ha proporcionado incontables éxitos. Fuera y dentro de su país, convertido en una isla de estabilidad política en medio de una creciente volatilidad internacional, y la ha ensalzado como líder global. Pero a la vez, la canciller eterna ha hipotecado la transformación de una Alemania que acumula reformas pendientes y de una Europa anclada en un statu quo insostenible. Las costuras de su método posibilista se vuelven cada vez más tirantes ante la magnitud de los desafíos a los que se enfrentará su sucesor. La era pos-Merkel se adivina muy agitada.
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Valorar el legado y el lugar que la canciller ocupará en los libros de historia requiere aún de tiempo y cierta distancia. Es evidente la mancha imborrable que supusieron las políticas de austeridad alemanas en Europa. O el haber permitido la entrada a más de millón y medio de refugiados en tiempos de nacionalismos xenófobos. El legado de la política de los pasos pequeños trasciende, sin embargo, las grandes decisiones. Es más difuso y complejo. De momento, Alemania se resiste a pasar página y parece querer más Merkel.
Este domingo se celebran las elecciones generales, las primeras en tres lustros a las que no se presenta la canciller y los candidatos compiten por ver quién es más merkeliano. Quién logra transmitir a los ciudadanos esa sensación de seguridad desde el centro político, que a estas alturas sigue cautivando al electorado. Una última encuesta para la televisión pública refleja que un 80% de los alemanes consideran positiva la herencia de Angela Merkel. Si se volviera a presentar, probablemente volvería a ganar. La consideran una funcionaria decente y responsable que aspira a resolver los problemas más a que a pasar a la historia como una gran estadista.
A la hora de evaluar el legado merkeliano, Christian Odendahl, economista jefe del Centre for European Reform, se detiene en la crisis del euro, con la que Alemania abrió profundas fisuras en la Unión enarbolando la bandera de una austeridad que regó de cadáveres laborales y sociales el continente y lastró a economías del sur como la española. “Fue demasiado larga y solo acabó resolviéndose porque al final, Merkel permitió que Europa y el Banco Central traspasaran e ignoraran las propias líneas rojas alemanas. Los programas de austeridad se relajaron y [Mario] Draghi pronunció el famoso “whatever it takes” (lo que sea necesario). Merkel hizo lo que hubiera hecho cualquier canciller alemán. Intentó salvar la economía y proteger los ahorros de los alemanes”. Recuerda también que, sin embargo, para Merkel no fue fácil, que le tocó lidiar con una opinión pública hostil a una mayor solidaridad intraeuropea, pero también cada vez más consciente de lo mucho que Alemania necesita al mercado único europeo.
Por esa crisis y por el sempiterno nein (no) a políticas de integración europeas se acusa a Merkel a menudo de haber arrastrado los pies en la UE frente a la ambición francesa. De haber mantenido en el tiempo una reticencia a dotar a la UE de instrumentos necesarios para afrontar crisis venideras, como la culminación de la unión bancaria. Pero, a la vez, es evidente que la sed de mayor federalismo no se vive con la misma intensidad en las distintas capitales europeas. ¿Huir hacia delante o priorizar la consolidación de lo existente en tiempos de Brexit y neopopulismos eurófobos?
Quienes perciben el vaso medio lleno recuerdan que el Reino Unido se fue y los vaticinios agoreros de Nexits y Grexits y todo lo demás no se han cumplido. La UE volvió a mostrarse cohesionada en el plan de vacunación y sobre todo en el fondo de reconstrucción pandémico con el que una Merkel desconocida traspasó una línea hasta entonces infranqueable en Alemania. Abrir la puerta al endeudamiento común es probablemente su legado europeo más importante. Odendahl piensa que “estabilizó la zona euro y dejó claro que en una crisis aguda, Europa permanece unida y está dispuesta a transferir grandes sumas de dinero a los países más débiles, y esto es muy importante”. Y añade: “Su decisión estuvo motivada porque es consciente de que es necesaria una Europa unida y fuerte para navegar en la nueva realidad geopolítica”. En esa nueva realidad proliferan las amenazas globales con la emergencia climática al frente. El creciente poderío chino, la desafiante asertividad rusa, la inestabilidad estadounidense, el cuestionamiento del Estado de derecho en el seno de la Unión y las guerras comerciales requieren una acción política decidida.
Sus cuatro mandatos han estado marcados por crisis de una envergadura formidable. La del euro, la de Ucrania, la de los refugiados, la pandemia… Merkel las ha domado con un arte negociador y una capacidad para tejer compromisos que ha ido perfeccionando con los años. Conoce a la perfección los ritmos, a quién hay que llamar y cuándo. Qué señales diplomáticas hay que emitir y con qué intensidad en un mundo multilateral cuya mecánica del poder domina a estas alturas como pocos. “Las élites políticas europeas consideran a Alemania como un socio con el que cooperan y al que ven con buenos ojos. Piensan que Merkel se ha preocupado por los países grandes y también por los pequeños y la consideran una figura mucho menos disruptiva que, por ejemplo, Emmanuel Macron”, explica Jana Puglierin, al frente del European Council on Foreign Relations en Berlín, en alusión a una reciente encuesta global del instituto.
Decisiones meditadas
Las decisiones de Merkel acostumbran a estar ultrameditadas. Consulta a los expertos, reflexiona y vuelve a consultar. En Alemania se ha acuñado incluso un nuevo verbo —merkeln—, en alusión a esa forma de arrastrar los pies y dudar a la hora de decidir. Ese ritmo paquidérmico, a menudo a remolque de encuestas de opinión, ha desesperado a muchos y ha contado también con notables excepciones. La decisión de mantener abiertas las fronteras para los refugiados aquel 4 de septiembre de 2015 o la de cerrar todas las centrales nucleares alemanas tras la catástrofe de Fukushima en 2011 son algunas de ellas.
Otra cosa es hasta qué punto la alemana podría haber hecho más y si podría haber aprovechado su ingente poder y capital político para transformar. “Merkel ha buscado lo posible, aquello para lo que sabía que iba a ser capaz de lograr mayorías. Busca lo posible, no lo necesario. No ha sido una transformadora, ha sido una gestora”, piensa Puglierin, quien cree también que su legado es a la vez producto de una UE dividida y contradictoria a la fuerza.
“Para los países frugales, Merkel hizo bien manteniendo el statu quo durante la crisis del euro y luego se sintieron traicionados durante la pandemia. Mientras, el sur de Europa sintió que le imponían el dictado de la austeridad con una arrogancia y una superioridad moral que equivalía a una injerencia ilegítima. Las dos visiones, la de Merkel como la salvadora de Europa o como el emperador buscando solo los intereses nacionales son hasta cierto punto ciertas. Que cada país espere algo distinto de Alemania ha hecho que el resultado hayan sido pequeños ajustes y el mantenimiento del statu quo”, termina Puglierin, quien piensa que tal vez el mayor error de la dirigente haya sido no pronunciarse con suficiente firmeza a favor del Estado de derecho en Hungría.
En Alemania, los más de tres lustros de Gobierno de Merkel han estado marcados por la estabilidad política y la bonanza económica, pero la canciller deja una larga lista de tareas pendientes. Cuando llegó al poder en 2005, Alemania tenía más de cinco millones de parados y se la consideraba el enfermo de Europa. Hoy, la gran economía de la zona euro registra tres millones de parados menos y necesita urgentemente trabajadores en ciertos sectores y regiones. Mientras, buena parte de los refugiados que llegaron a partir de 2015 se han ido incorporando con relativo éxito al mercado laboral.
El milagro alemán obedeció en buena medida a un contexto internacional favorable para la gran potencia exportadora germana. La demanda china, el superávit comercial y un euro débil favorecieron la recuperación de Berlín. Merkel se benefició, además, de las profundas e impopulares reformas del mercado laboral que puso en marcha su predecesor, el socialdemócrata Gerhard Schröder. Tras la crisis financiera, Alemania se recuperó en parte por políticas domésticas como el célebre Kurzarbeit (reducción de jornada), al que ha vuelto a recurrir durante la pandemia, asegurando los empleos al resguardo del vendaval que arreciaba fuera.
Esos años de vacas gordas, sin embargo, no han sido aprovechados para invertir en un país que a menudo sorprende a quien aterriza allí por primera vez y comprueba que el mito de la eficiencia alemana y las relucientes infraestructuras son eso, un mito. El pasmoso retraso en la digitalización, la falta de una acción climática a la altura de la emergencia histórica, el retraso en innovación y la adaptación de una economía dependiente de un mundo exterior crecientemente volátil y, sobre todo, la indomable pirámide demográfica son algunos de los retos urgentes que aguardan a su sucesor. “Hubo muchas oportunidades perdidas. Alemania fue agraciada con unos tipos de interés muy bajos, lo que la situó en una situación ideal para hacer su economía más resistente para el futuro, modernizar la Administración, invertir en infraestructuras y actuar contra el cambio climático. Merkel perdió la oportunidad de adaptar la economía alemana al siglo XXI. No digo que fuera fácil porque tenía muchas otras crisis con las que lidiar”, sostiene Odendahl.
Al estado de la economía alemana hay que añadirle una preocupante polarización social explotada por una extrema derecha cada vez más violenta. Alternativa para Alemania (AfD) entró por primera vez en el Parlamento en 2017 con el 12,6% de los votos al calor de la crisis del euro y de la entrada de refugiados. El resto de partidos, también el de Merkel, mantiene un férreo cordón sanitario con los extremistas, que sobre todo en el este del país trabajan por tender puentes con el ala más conservadora de la CDU. De momento, el ostracismo político ha dado sus frutos y las encuestas indican que el apoyo a los ultras se ha desinflado ligeramente, pero a la vez, el partido se ha vuelto cada vez más radical.
Con sus errores y sus aciertos, lo cierto es que la candidata improbable, la científica divorciada y sin hijos que llegó del otro lado del telón de acero ha terminado por sorprender a casi todos. Haber sido la primera mujer en acceder a la cancillería y haber permanecido en el puesto durante 16 años sin perder una elección, ha supuesto un antes y un después en la política alemana. Para una generación de jóvenes alemanes tener a una jefa de gobierno mujer es lo natural. Ese papel de referente no debe ser subestimado y es también parte del legado.
Un partido dividido
Que en esta campaña hayan proliferado los Zeligs políticos (ubicuos y de gran capacidad de adaptación al entorno) que emulan a la canciller refleja hasta qué punto la manera de hacer política de Merkel es también parte de su herencia. Se trata de una influencia algo más inasible pero no por ello menos relevante. Cuando se le pregunta a quienes han trabajado con ella por sus logros, a menudo acaban hablando de su personalidad y de su manera de concebir la política. Merkel opera bajo la máxima de que en la calma reside la fuerza —In der Ruhe liegt die Kraft—. La mujer que creció en la Alemania comunista, donde aprendió a callar, a escuchar y a esperar no deja indiferente a quienes han negociado con ella. Esa flema imbatible, el respeto por las instituciones y el multilateralismo, el empeño por aferrarse a los hechos con su complejidad y a la ciencia en tiempos de noticias falsas ha despertado un torrente de admiración internacional. “Ese estilo es lo que la gente y los colegas europeos más van a echar de menos. No veo a nadie más capaz de mantener sentados a los demás negociando horas y horas buscando un compromiso. Será difícil para quien venga después ponerse en sus zapatos”, piensa Puglierin.
El gran partido conservador europeo que ha dirigido sin dejar crecer la hierba queda en un estado calamitoso con su marcha; dividido y desnortado. Las encuestas le vaticinan el peor resultado de su historia. Merkel lo ha escorado al centro hasta volverlo prácticamente irreconocible. Durante las coaliciones que ha presidido, el Gobierno ha decretado el apagón nuclear, permitido la entrada de más de un millón y medio de refugiados, abolido la mili obligatoria, aprobado el salario mínimo y el matrimonio de parejas del mismo sexo. Ha gobernado al compás del sentir de la mayoría social acaparando políticas propias y ajenas. Ha evitado las posiciones polarizantes que la alejaran del ese centro que ha hecho suyo, contribuyendo a adormecer la confrontación política.
Todo eso forma ya parte de un pasado que pronto parecerá remoto. Alemania está a punto de inaugurar una etapa en la que Angela Dorothea Merkel (67 años), que ha hecho sentir a muchos alemanes que con ella estaban en buenas manos, ya no estará a su lado. Y el efecto balsámico, casi narcótico con el que ha adormecido la política, se evaporará. El despertar promete ser abrupto.
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