El coste de la división

Los partidarios del presidente Donald Trump escalando el muro oeste del Capitolio de Estados Unidos en enero.
Los partidarios del presidente Donald Trump escalando el muro oeste del Capitolio de Estados Unidos en enero.Jose Luis Magana / AP

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Uno de los rasgos que mejor definen la última década en Occidente es la creciente polarización política y social. Vivimos en un mundo de trincheras donde cada vez quedan menos puentes por volar, y esta fragmentación se refleja en sucesos como el Brexit, el asalto al Capitolio en Washington o los recelos entre el norte y el sur de Europa.

Para buscar las raíces de la división hay que retroceder a 2008. La crisis financiera disparó los niveles de desigualdad y las recetas de austeridad concentraron la mayor parte de la riqueza en un selecto club de milmillonarios. Esta situación, lejos de reconducirse, se ha agravado durante la crisis del coronavirus. Con el ascensor social atascado y con los jóvenes, cual sísifos modernos, incapaces de desprenderse del lastre de la precariedad, la crispación está asegurada. Un caldo de cultivo ideal para partidos populistas, que agitan la confrontación con soluciones simplistas para problemas complejos.

Disentir es sano y constructivo en democracia. Sin embargo, las posturas maximalistas son una rémora. Cuando la polarización rebasa ciertos límites las consecuencias son impredecibles y la confianza en las instituciones se ve diezmada. Además, desde un punto de vista económico, el enfrentamiento carcome el progreso. Son tiempos de medidas cortoplacistas y de políticas de tierra quemada cuando hay un relevo en el Gobierno. La dificultad para tejer consensos es un gran problema justo cuando los países se enfrentan a desafíos enormes. Cuestiones como el calentamiento global, la gestión de la inmigración o la presión demográfica exigen políticas de Estado.

España no está exenta de polarización. Al contrario, en los últimos años la división política y social ha aumentado. Es un momento clave, con la asignación de 140.000 millones de los fondos europeos, y urge la búsqueda de soluciones transversales. Las medidas del BCE han sido mano de santo para la prima de riesgo de nuestra deuda pública, pero no serán eternas. Y los inversores internacionales, si de algo huyen, es de la incertidumbre y de la crispación.


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