El destino inesperado del Iggy Pop español: “No era mi momento para morir, sobreviví y estoy aquí para contarlo”


Tenía preparado un número impactante para cuando el público venía malencarado y en busca de pelea. Salía con su banda al escenario todo encuerado, con el pelo teñido de verde y una botella de Jack Daniels en la mano. “Maricones, hijos de puta…”, atronaban los espectadores machitos encerados en alcohol. Era finales de los setenta y en algunos lugares de España les costaba tolerar el rock de estética extravagante. Él se acercaba al centro del escenario, con paso quedón, desafiante. Golpeaba la botella con el pie del micrófono hasta romperla, agarraba el cristal afilado y se rajaba el pecho. Cuando la sangre corría por su vientre, bajaba a donde se encontraban los espectadores y salpicaba con su hemorragia a los malotes, que se quedaban sin habla. Después, tan chulo como había bajado, subía y empezaba el concierto. Se había ganado el respeto de todos. Así se las gastaba Ángel Altolaguirre, al que llamaban “el Iggy Pop español”.

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La vida de este músico relevante en el rock español de los setenta y los ochenta ha sido tan frenética que resulta extraño verlo relajado, desayunando un té con un dulce en una cafetería madrileña donde suena jazz elegante. Algunos datos sobre su periplo: fundó una de las primeras bandas de glam-rock españolas (Negativo), sufrió un atentado etarra por medio de una bomba, tocó con Parálisis Permanente y Pegamoides, fue uno de los primeros técnicos de sonido modernos de España, produjo discos de Dinarama y Gabinete Caligari, estuvo enganchado 10 años a la heroína, fue técnico de sonido durante 14 años en el Festival de Benicàssim, protagonizó uno de los vídeos más populares de La Bola de Cristal… Y hoy mayormente habla de meditación, sadhanas, ofrendas y disciplina espiritual.

Rafa Balmaseda, Ana Curra, Eduardo Benavente y Ángel Altolaguirre en el camerino de Rock-Ola a principios de los ochenta antes de una actuación de Parálisis Permanente. / CORTESÍA SUBTERFUGE RECORDS

Ángel Altolaguirre (San Sebastián, 63 años) trabaja actualmente de profesor de yoga. Se despierta todos los días a las cinco de la mañana “como un cohete”. Se asea y realiza una ofrenda en un altar instalado en su casa del barrio madrileño de Malasaña. Hay agua, alimentos, flores… A continuación, un rato de meditación. A las 6.45 está listo para desayunar y algo más tarde empieza su actividad laboral como profesor de yoga. Con una gafas de pasta verdes y vestido con ropa de estampados en colores vivos, posee un tono de charla tranquilizador y casi hipnótico. Uno espera que le vayan a crecer alas y que salga del lugar en un leve vuelo. Inesperado destino para un tipo que vivió la vida punk durante 25 años. “Sobreviví porque no era mi momento para morir. Y estoy aquí para contarlo”, señala.

Altolaguirre se recuerda de niño, en la casa familiar en San Sebastián, escuchando discos de los Beatles de su hermano mayor (el productor musical Iñaki Altolaguirre, ya fallecido) con los altavoces pegados a los oídos. “El volumen era bestial. No tenía cascos. Ahí empecé a entender la música, a situarla en el espacio y a organizar los sonidos, algo que me sirvió mucho a la hora de producir discos”, señala. Fue uno de los primeros técnicos de sonido con impronta profesional.

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Trabajó con los cantautores vascos de la época y con una incipiente Orquesta Mondragón. Y formó Negativo, una banda influida por New York Dolls, The Stooges o David Bowie. La vida del grupo fue breve (poco más de tres años, de 1977 a 1980); su primer cantante, Pablo Gascue, se pegó un tiro, y terminó con la banda una bomba. A Gascue le sustituyó Borja Zulueta. Su hermano, el mítico cineasta español Iván Zulueta, diseñó la portada de un disco que nunca salió. Hoy ve la luz Negativo (1997-1980), editado por Subterfuge, después de una labor de rescate casi milagrosa. “Eran unas cintas mal conservadas que estaban en un cajón. Se ha tenido que trabajar mucho para editar en disco”, apunta el protagonista.

Rafa Balmaseda y Ángel Altolaguirre en el pub de San Sebastián El Huerto, donde sufrieron un atentado de ETA en 1980. / CORTESÍA SUBTERFUGE RECORDS

El Huerto era un bar de Donosti popular dentro del escaso ambiente rockero de la ciudad a finales de los setenta. Funcionaba como el cuartel general de Negativo. Cuando todo cerraba acudían allí a escuchar música y tomar copas. Una noche de 1980 explotó una bomba. Altolaguirre estaba poniendo un disco. Le cayó encima una tabla y unas botellas, todo se llenó de polvo. No hubo víctimas: la goma-2 era de pequeña potencia y estalló en el baño cuando no había nadie allí. “Sufrí un shock indescriptible. Fue un impacto mental y emocional terrible: estuve siete días dando vueltas por ahí con una moto y sin ir a casa”, relata. El músico comprobó que el atentado fue obra de un grupo afín a ETA que iba por libre. ¿Por qué esa agresividad hacia ellos? “Les molestaba que a unos rockeros como nosotros no les importase lo más mínimo la kale borroka”, indica.

Altolaguirre, que no pudo superar el incidente, decidió trasladarse a Madrid. Negativo se había acabado y venían tiempos excitantes y oscuros. Era 1980. “Probé por primera vez la heroína en Donosti. Me invitaron. A finales de los setenta estaba bastante presente. Era pura y venía de Tailandia. Al principio la esnifaba, pero pronto empecé a inyectármela”, relata. Cuando llegó a Madrid se encontró con un problema: la droga de la capital era de poca calidad y tenía que comprar en gran cantidad para cubrir su adicción. Ganó mucho dinero en un año de gira como guitarrista de Dinarama (sustituyendo a Carlos Berlanga, que cumplía con el servicio militar), pero se lo gastó todo en droga.

Negativo en un concierto a finales de los setenta. De izquierda a derecha, Rafa Balmaseda (bajo), Borja Zulueta (voz) y Ángel Altolaguirre (guitarra). / CORTESÍA SUBTERFUGE RECORDS

Fue una época creativa intensa. Se convirtió en el técnico de sonido de la oficina del manager más importante de música pop española: trabajó con Nacha Pop, Alaska, Mamá… En 1983 produjo los discos de debut de Dinarama (Canciones profanas) y Gabinete Caligari (Que dios reparta suerte). Más tarde puso en marcha Ángel y Las Guais, que deja dos EPs, muchas actuaciones anfetamínicas y una aparición para la historia de La Bola de Cristal, donde se inventa Johnny Tornillo. “Meterme en la heroína fue como obligarme a llevar muletas. Sales de casa y hay que apoyarse en esas muletas; si te las quitas, te caes. La heroína te aísla del dolor físico, pero también del mental y emocional. Siempre estás bien mientras dura el efecto. Si no, eres incapaz de hacer nada. Esto, si se alarga en el tiempo, se complica porque necesitas mucho dinero. Yo gané bastante y no necesité nunca atracar un banco ni robar, pero otros sí”, cuenta Altolaguirre.

Dejar esas muletas resultó una labor larga y tenebrosa. Estuvo consumiendo de continuo unos 12 años, de 1977 a 1989. No quiso acceder a ninguna clínica ni a centros como Proyecto Hombre, al que recurrieron algunos músicos de su generación. “Como buen yogui, dije: ‘Sin ayuda, me cueste lo que me cueste”, recalca. Fue una travesía de un año y medio. Y lo consiguió… con una pequeña recaída. En 1992 montó una banda en Barcelona y volvió a aparecer la heroína. “Ahí relacioné mi falta de tiempo para dedicarlo a la creatividad con la droga. No podía atender bien a la familia y al arte. Siempre estaba supeditada a las jodidas muletas. Y decidí apartarme de todo, no porque relacionara la música con la droga, sino para desprenderme del personaje. Había un personaje que atraía como un imán a la droga. El Iggy Pop español, un tipo bronco… un personaje que me estaba comiendo”.

La maqueta en casete de donde se ha sacado parte del material del disco que se acaba de editar de Negativo. / CORTESÍA SUBTERFUGE RECORDS

Cuando se apartó de la primera línea de la música se dedicó como autónomo a ejercer de ingeniero de sonido, tanto para salas de música como La Riviera como para producciones en el Teatro Español. Estuvo dedicado a esta tarea toda la década de los noventa. “Me fue muy bien, pero llevaba tiempo interesado en el mundo del yoga”, apunta. Se marchó a la India y, cuando regresó, en 2000, ya tenía decidido dedicarse a cultivar el espíritu. Conoció a su pareja, una arquitecta que regentaba una librería en Malasaña y decidieron reconvertirla en un centro de enseñanza de yoga. Se han casado dos veces (una en bosque y otra por la Iglesia, oficiada por el popular padre Ángel), no tienen hijos, “aunque sí una perra, Tai”.

Altolaguirre lleva 30 años sin drogarse, no fuma, no bebe (“bueno, una caña muy ocasionalmente”) y es vegetariano. Ha editado ocho discos de mantra y quiere volver al pop con un trabajo que ya tiene grabado y al rock con algún concierto con Negativo, aprovechando el rescate de las canciones. Con los dos vocalistas muertos (Pablo Gascue y Borja Zulueta), el que cantará será su sobrino.

Comenta que se ve muy ocasionalmente con músicos de la época, recientemente con Alaska o Ana Curra, y que los tres grandes talentos de aquella época fueron “Antonio Vega, Nacho Canut y Carlos Berlanga”. ¿Por qué no trascendió él más en aquella época? “Porque daba miedo, estaba muy loco. Entre eso, la inconstancia y las drogas, me diluí. Un día, cuando me desintoxiqué, pregunté a mis amigos cómo era yo antes. Me dijeron: ‘Igual que ahora’. La diferencia estaba en mí y en mi dolor, en las dichosas muletas”.


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