El diario de Fernando Fernán Gómez: soledad y Campari en Cinecittà

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Roma, 20 de mayo de 1952

Recibo un telegrama de Cifesa en el que me dicen que me presente inmediatamente a la Cines. Es la productora que deberá rodar, asociada con Cifesa, La voz del silencio [en España se estrenará como La conciencia acusa], filme de Georg Wilhelm Pabst, con argumento de Cesare Zavattini y protagonizado por Aldo Fabrizi, para el que me han contratado en Madrid.

El jefe de producción, que es el habitual de De Sica, me dice que debo preguntar por un tal dottore D’Amico. Convengo telefónicamente con este doctor una cita en su oficina para las doce del día siguiente. Estoy un poco nervioso por la presentación. No sé hablar italiano ni francés. D’Amico no habla español.

Creo que me voy a encontrar muy solo en esta película. Hubiera preferido que me acompañase algún otro actor español o que me hubieran puesto en contacto con algún representante de Cifesa.

24 de mayo

Hoy mismo, a las nueve de la mañana, me han avisado para que vaya al sastre a tomarme las medidas. Llego por los pelos. La sastrería está bien puesta. Como en España, en un barrio viejo. La señorita encargada es muy mona. Nos entendemos un poco en francés, otro poco en español y otro poco por señas. En fin, que no nos entendemos.

26 de mayo

Empieza a llamarme la atención que, a pesar de la puntualidad tudesca de Pabst y de la gran organización de la Cines, la película, antes de comenzar, lleva ya cinco días de retraso. Aún no se conoce el reparto definitivo, los guiones aún no están copiados y en la sastrería hay siempre discusiones sobre cómo se viste un padre jesuita. Esta tarde he vuelto a pedir el guion. Me han dicho que aún no estaba; pero me han invitado a un campari-soda.

Cartel de 'La conciencia acusa' ('La voce del silenzio', 1953), de G. W. Pabst.
Cartel de ‘La conciencia acusa’ (‘La voce del silenzio’, 1953), de G. W. Pabst.

27 de mayo

Hoy me han avisado para que fuera a recoger el guion. Por el camino, en el coche, he ido hojeándolo. He visto que mi papel tiene un discurso de tres páginas y eso me ha tranquilizado. Debe de ser un papel importante. Nos ponen una multa y llego tardísimo a la prueba que tenía convenida con el sastre. El traje es una lata, pesado y apretadísimo. Yo no puedo creerme que los jesuitas vayan tan incómodos, pero el sastre dice que sí. Falta aún por hacer otra prueba. No sé cómo me las he arreglado; pero por la noche, cuando leo el guion, ya conozco mi papel de cabo a rabo.

El guion me gusta; pero, como he estado un buen rato frente al espejo poniendo cara de cura, me ha entrado sueño y no lo he leído entero.

30 de mayo

Hoy ha sido mi santo. He recibido una felicitación.

7 de junio

Ya voy viendo en qué consiste el estado de ánimo de mi joven jesuita. Como siempre, le sucede lo mismo que a mí. El joven jesuita quiere abandonar el convento, pero no está muy seguro de quererlo. ¿No pienso yo lo mismo hace más de un año respecto a mi profesión y cada vez más intensamente? El joven jesuita no comprende claramente para qué sirve; sospecha que no sirve para nada. ¿Acaso no sospecho yo lo mismo cuando reflexiono sobre la estupidez de mi trabajo y la insulsez de mi vida cotidiana? ¿No he estado yo tentado, estos últimos meses, de abandonarlo todo, incluso mi trabajo y mi familia? El jesuita se siente incapacitado para el trabajo que de él se espera, exactamente como me siento incapacitado yo. Pero piensa si esto no será una disculpa que le presente al demonio para incitarle a satisfacer su ansia de mundo. Confunde el deseo con la disculpa. La disculpa con el deseo. Yo entiendo muy bien lo que es eso. Y uno, en esa crisis, está en el centro del miedo, y es miedo lo que se siente al aceptar un nuevo contrato que le liga a la estupidez por dos interminables meses y es miedo lo que se siente cuando se rechaza el contrato.

Isabel de Pomés y Fernando Fernán-Gómez en un fotograma de 'La muralla feliz', de Enrique Herreros (1947).
Isabel de Pomés y Fernando Fernán-Gómez en un fotograma de ‘La muralla feliz’, de Enrique Herreros (1947).

Me he levantado y he ido de uno a otro de los dos turbios espejos: el del armario y el del lavabo. El jesuita joven, al atravesar su crisis, tendría así las cejas, angustiadamente caídas, y las vigilias le habrían sumido los ojos en las cuencas, como a mí, y tendría la mandíbula débil y afilada. Todo esto me pone muy contento. He escrito hoy el diario muy de prisa y ahora estoy sonriendo casi con picardía, con la picardía de quien ha descubierto el truco que estaba buscando. Me parece que voy a dormir de un tirón.

9 de junio

Hoy ha sido el primer día de trabajo. Hacemos la jornada francesa, que consiste en trabajar desde las doce de la mañana hasta las siete de la tarde. Como me recogen a las once, debiera haber almorzado a las diez. Pero a esa hora he desayunado, como es natural. De resultas de esto me quedo sin comer hasta las ocho, cuando me devuelvan a Roma.

Como hoy debo hablar poco, me piden por favor que diga mis frases en italiano. Así lo hago. Pero al llegar a casa, y después de la partida de mus, me quedo un buen rato estudiando los párrafos de la vida de Santa Rosa, pues pienso que esto de tener que hablar en italiano puede volverse a repetir.

Se me olvidaba decir que he ido al estudio sin saber que debía trabajar, creyendo que se trataba de una simple prueba. Además, ayer noche me lavé yo solo la cabeza porque me daba vergüenza que un peluquero extranjero me la viese tan sucia, y como hace años que no me la lavo, ya no sé cómo se hace. Se me quedaron los cabellos pegados unos a otros; parecía un puerco espín. Y esta mañana he tenido que ponerme el sombrero para bajar a comprar brillantina y un peine —que tampoco uso hace tiempo—, con lo cual se ha arreglado un poco el estropicio.

12 de junio

Tengo la impresión de que este diario no puede interesar a nadie. Y no es un diario íntimo; lo estoy escribiendo para publicarlo en una revista profesional y debe, por tanto, contener enseñanzas para el profesional y para el aficionado. Pero me temo que tienen razón los técnicos en su presunción de que el cine se comprende solo viéndolo desde detrás de la cámara. La verdad es que, frente a la cámara, y trabajando únicamente algún día que otro, no se entera uno de nada. Cocteau hizo un diario interesantísimo de La bella y la bestia porque era el padre de la criatura y la conocía desde mucho antes de que comenzase a balbucear; pero yo, realmente, de esta Voz del silencio no sé nada, y de los problemas técnicos que puedan ir surgiendo ni siquiera voy a enterarme. Esto ya lo suponía yo antes de llegar a Roma y por eso le dije a Suárez-Caso que, si mis días de trabajo en la película eran muchos, le enviaría el diario, porque en él podría seguirse el desarrollo de la elaboración del filme; pero que, si eran pocos, le enviaría semblanzas de la gente que conociese aquí: Rossellini, De Sica, Zavattini, la Magnani… Ahora ya sé que, por las impresiones de mis días de trabajo, nada. Y es imposible lo de las semblanzas porque, según se presenta el panorama, me parece que aquí no voy a conocer a nadie.

 Anna Magnani, en 'Nosotras las mujeres', filme de 1953 dirigido por  Alfredo Guarini, Gianni Franciolini, Roberto Rossellini, Luigi Zampa y Luchino Visconti.
Anna Magnani, en ‘Nosotras las mujeres’, filme de 1953 dirigido por Alfredo Guarini, Gianni Franciolini, Roberto Rossellini, Luigi Zampa y Luchino Visconti.

Creo que debo, por esta razón, mezclar un poco las cosas en este diario. No solamente limitarme a mi filme, sino hacer comentarios generales sobre el cine de Italia, los sectores que voy viendo y —aunque sea de lejos, en los cafés de la Via Veneto y en el bar de Cinecittà— las películas que he visto y que veré en los sucesivos, mis reflexiones íntimas en este periodo romano, etc. Aunque tal vez esto último deba suprimirlo, porque mis reflexiones íntimas tienen siempre una acusada tendencia a ser demasiado íntimas, al mismo tiempo que yo me esfuerzo en airearlas a los cuatro vientos en una especie de expiación de mi intimidad, un tanto corrompida. Esto de los diarios es un problema porque, como se escriben, por lo general, en las horas de la noche, si son sinceros, resultan siempre o casi siempre o documentos para el psiquiatra o excitantes para bachilleres, y si no lo son, evidencian en seguida su falsedad, porque a ninguna hora es tan difícil mentir como a la del silencio.

13 de junio

Cuando el año pasado estuve en Nueva York y me encontré encerrado en mi habitación del hotel, sin permiso de las autoridades estadounidenses para pasear por las calles y ver los escaparates, pensé que para lo único que aquella ocasión era buena era para escribir una bella carta a los amigos literarios del Café Gijón. Eran seis largas horas de encierro y soledad. Por mi ventana se veía solo un patio alto, geométrico y carbonizado, que me recordaba mucho a los grabados socialistas que hay en una enciclopedia que tenemos en casa. Yo no podía hacer nada, pero traté de hacer un poco de todo: me bañé en Nueva York, me afeité en Nueva York, me duché en Nueva York y lloré un poco frente al espejo de Nueva York.

Luego comencé a escribir una bella carta. “Señor don José García Nieto. Café de Gijón. Madrid. Querido amigo”. Y no se me ocurrió nada más. Aquello que yo creía angustia quizá no era más que pena, o menos: fastidio. O una simple insatisfacción privada. No sé. La verdad es que Nueva York, la soledad, la clausura, no se me transformaban en palabras y me afirmé más en mi sospecha de que esto de escribir no es en mí más que una manía. Lo mismo que me pasa aquí ahora. Que uno esté en Roma, el centro espiritual del mundo, la cuna del Derecho, y, además, hoy la capital del cine mundial y que no se me ocurra nada que contar, no puede ser mejor prueba de la falta de aptitudes. De ninguna manera puedo echar la culpa de la falta de interés de este diario a Roma. Roma no ha podido hacer más. Hay algo misterioso en las raíces de esta ciudad que la hace ser siempre el centro de gravedad de los movimientos espirituales. Es verdad que asimiló de Grecia el arte y de Palestina el cristianismo, y de la antigüedad, otra vez, el Renacimiento, el humanismo, y ahora, de Francia y de Estados Unidos, el cine; pero siempre aquello que era lo más significativo de su época se ha inclinado de la parte de Roma (y aquí están también los centros de gravedad del fascismo y del anarquismo). Y este encuentro inevitable y misterioso de Roma con el cine nos demuestra al mismo tiempo que Roma sigue siendo el centro espiritual del mundo y que el cine merece la máxima jerarquía en la sociedad contemporánea.

24 de junio

He recibido un aviso esta mañana de que esté prevenido hasta las dos sin salir del hotel. A las dos no había venido nadie aún a buscarme. Como a las siete estaba invitado, también en Cinecittà, a un cóctel que dan la Paramount y la dirección del estudio, para la presentación de Gregory Peck, me he quedado esperando en la Residencia hasta las seis y pico y luego he ido por mi cuenta a Cinecittà.

Audrey Hepburn y Gregory Peck en 'Vacaciones en Roma' (1953), de William Wyler, que se estaba rodando a la vez que 'La conciencia acusa'.
Audrey Hepburn y Gregory Peck en ‘Vacaciones en Roma’ (1953), de William Wyler, que se estaba rodando a la vez que ‘La conciencia acusa’.

En el sitio de trabajo he encontrado únicamente a la encargada de los camerinos. Los demás se habían ido ya. “Sin empezar a trabajar”, me dice la encargada. Después de merodear algún tiempo por los jardines, he encontrado el sitio en que se celebra la fiesta. Es un hermoso jardín con fuentes y estatuas, al que se sube por una escalinata. Hay también una terraza-restaurante, otro restaurante interior y un bar americano. Lo que no hay es casi nadie. No han acudido aún más que cuatro o cinco invitados. Debe de ser muy pronto. He pasado un rato bastante violento, sin conocer a nadie y sin que nadie me conociese. Me he ido hacia un sitio apartado. El director de Cinecittà me ha atendido también un ratillo cuando me ha descubierto solitario tomando un martino en una apartada mesa de la terraza, desde la que iba viendo subir a los invitados, entre los que seguía sin conocer a nadie.

Sube la escalinata la Pampanini. Es muy guapa. Pero no quiero que me la presenten porque, sin hablar italiano, no sabría qué cara poner. Me la presentan explicando «Gómez, un actor español que trabaja con Pabst; es un gran admirador de usted, Silvana, pero no quería ser presentado porque no habla italiano». Me disculpo. Ella dice que sí, que hablo italiano. Que ha estado en Barcelona. Que ha estado en los toros.

—¿A quién ha visto torear?

—A Ordóñez, a Posada. Me gustaron mucho. Son muy simpáticos, además.

—También usted les gustaría a ellos.

—Me dieron las orejas de los toros. Las conservo. Son los mejores toreros, ¿verdad?

—Sí; sí; de los mejores. ¿Le gustaría trabajar en España?

—Ya lo creo.

Y cuando sus inmensos ojos de agua clara empiezan a buscar otras playas más concurridas, digo “encantado” y concluye el saludo. He conocido a la Pampanini en una boîte hace un mes y pico. No puedo olvidarlo, porque al verla pasar, vestida de blanco, di media vuelta al revés para seguir viéndola. Luego estuvo en la mesa vecina a la nuestra. A veces, hasta creí que me miraba y pensé que era una señora que había estado en España y me conocía. Pero hoy le he preguntado y me ha dicho que no se acuerda y que le parece que ella no estaba en aquella boîte vestida de blanco. Pero sí estaba.

Cuando ha entrado Gregory Peck, las muchachas le han rodeado pidiéndole autógrafos. Se le veía en el centro de la pista. Alto, muy alto, más aún que en las películas. Audrey Hepburn es muy mona, pero un poco sofisticada y aséptica, con aire de prefabricada. Por fin, ha llegado gente de mi película: Pabst, D’Amico y los otros.

[Fin de la primera parte.]

Diario de Cinecittà se editará el 20 de octubre por primera vez en libro por Altamarea Ediciones.

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