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El discurso y las drogas

El discurso y las drogas

Todavía se está hablando —no sólo en Colombia, por fortuna— del discurso que dio en las Naciones Unidas el presidente Gustavo Petro. Y está muy bien que así sea, porque allí se dijeron cosas importantes que, por una vez, conciernen a todos los que estaban presentes, que no solo son los aludidos por el discurso. Lo que dijo Petro es importante y necesario; es verdad que para oírlo hay que atravesar una selva de retórica excesiva, pensamientos enredados y falsas equivalencias, pero detrás de todo eso, si uno tiene la paciencia para encontrarlo, hay uno de los mensajes que deberían marcar la agenda política mundial en los años que vienen. Y es este: la guerra contra las drogas ha fracasado; hay que detenerla inmediatamente y cambiarla por otra cosa. Eso es lo que dice Petro en uno de los pocos pasajes diáfanos de este discurso palabrero. Y yo creo, como lo he dicho también en tiempos del presidente Duque y el presidente Santos y el presidente Uribe, que Petro tiene toda la razón.

“Cuarenta años ha durado la guerra contra las drogas”, dijo el presidente. Se equivocó en un detalle, pues no son 40, sino 51: desde el día de 1971 en que Richard Nixon convocó a la prensa para declarar que el abuso de las drogas era el enemigo público número uno de Estados Unidos y para anunciar una nueva ofensiva que incluía nuevas leyes, dinero nuevo —155 millones de dólares— y nuevas estrategias a nivel mundial que lidiaran con lo que llamó “el problema del suministro”. Para todos los efectos prácticos, en ese momento comenzó lo que hoy llamamos guerra contra las drogas. Desde entonces se han multiplicado las leyes, el dinero y los mecanismos de intervención para cortar el suministro (que más de una vez, hay que decirlo, le han servido a Estados Unidos para otros propósitos). Y desde entonces el problema ha ido en aumento: las mafias son más ricas, la corrupción es más rampante y los dineros del narcotráfico financian más violencia. Y el abuso de las drogas, ese problema de salud pública, sigue igual, o ha aumentado también: a menos que uno opine más con el deseo que con los datos, nadie puede no darse cuenta de que también allí —en el problema del consumo— esta guerra ha sido un fracaso.

Visto lo visto en estos años, Petro sugirió lo que sucedería si la guerra duraba otros 40. Habló del millón de víctimas de la violencia que generaría el negocio; de las inmensas extensiones de selva envenenada con fumigantes para eliminar la planta con que se fabrica la cocaína; de los millones de personas, sobre todo de piel oscura, que serían encarcelados inútilmente. Y hace una semana nos enteramos de que Joe Biden, medio siglo después de la comparecencia de Nixon, anunciaba su intención de perdonar a todos los condenados a nivel federal por posesión de marihuana. “Demasiadas vidas se han visto truncadas por nuestra aproximación fallida al asunto de la marihuana”, fueron las palabras que dijo, y yo no recuerdo una frase tan directa en boca de ningún presidente de Estados Unidos. Dijo además una cosa que ya saben muchos: que, aunque blancos y negros fuman marihuana por igual, son los negros los que acaban con más frecuencia arrestados, procesados y encarcelados. Y no habré sido el primero en recordar el racismo soterrado (o tal vez no tanto) que informaba las políticas antidrogas de Nixon, y que confesó con claridad meridiana John Ehrlichman, asesor del presidente, en una entrevista sin desperdicio de los años setenta: detrás de la criminalización de ciertas drogas estaba también la intención de combatir, por vías indirectas, a los negros y la izquierda, que Nixon percibía como enemigos.

Lo que quiero decir con todo esto es que el origen de la guerra contra las drogas es una mezcla extrañísima de beligerancias culturales, lucha por el poder político y un puritanismo muy norteamericano que confunde los vicios con los crímenes. Hay que hacer grandes esfuerzos por no verlo con claridad ahora, con tantos años de perspectiva y, sobre todo, contando con la visión de los que han venido antes. Por eso me gusta recordar ahora, por poner un ejemplo, a Antonio Escohotado, que en 1983 publicó en este periódico un artículo acerca de esos temas que conocía mejor que nadie. El artículo se incluyó hace unos años en una recopilación titulada Frente al miedo. Allí, Escohotado ironizaba sobre las bondades del prohibicionismo: un sistema “construido desde los años veinte a hombros de la entonces artesanal industria farmacéutica, la mafia, el Ejército de Salvación y una creciente burocracia de psicoterapeutas, abogados y perseguidores”; un sistema bajo el cual, a pesar de sus intenciones declaradas y del dinero invertido en él, el mercado de la droga y la cantidad de drogadictos no han hecho más que crecer. “La prohibición”, dice Escohotado, “estimula no ya el tráfico de drogas (convirtiéndolo en sustanciosísimo negocio a todos los niveles) sino el mero consumo”.

También Escohotado tenía razón, por supuesto. Pero lo que no vio, lo que no podía ver al escribir ese artículo puntual, es las consecuencias de ese negocio sustancioso. Trece meses después de su publicación en España, Pablo Escobar mandó asesinar en Colombia a Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, y así comenzó esa década de sangre cuyas consecuencias todavía nos marcan. Luego vino lo que todos ya saben: la guerra del Cartel de Medellín contra el Estado colombiano, la guerra entre los carteles, toda una democracia desestabilizada, el terrorismo salvaje de bombas que se ponen en aviones de aviación comercial y la contratación de sicarios para el pago al contado de policías muertos. Y vino también, con el tiempo, la transformación de la droga en combustible de la guerra colombiana: fuente de financiación de las guerrillas, los paramilitares y hasta la corrupción institucional. Hoy persiste la misma violencia con distintos actores: las bandas criminales han llenado los espacios que dejaron guerrilleros y paramilitares cuando se desmovilizaron. Y así pasará cada vez que salga de la escena, por la razón que sea, el dueño del negocio: que vendrá un nuevo dueño a reemplazarlo.

El discurso de Petro es difícil de apreciar. Estaba escrito con ampulosidad y descuido al mismo tiempo, pero en realidad eso es secundario: es verdad que el presidente dijo venir “de la tierra de las mariposas amarillas y de la magia”, pero yo creo que la obra de García Márquez lo aguanta todo. No, el problema era equiparar el narcotráfico y la explotación de petróleo; el problema era comparar, de un brochazo general que no daba nombres, a los gobernantes de los Estados contemporáneos con el hombre que “creó políticamente las cámaras de gas y los campos de concentración”. (Me llama la atención el adverbio: todavía me pregunto qué quiere decir).

Y claro, esos excesos habrían podido oscurecer el mensaje importante del discurso. No sé si lo habrán hecho, pero sí que les dieron a sus contradictores el pretexto perfecto para hablar de otra cosa: es el riesgo que siempre corre Petro, por su irrefrenable tendencia a la grandilocuencia y sus coqueteos con la demagogia. Pero luego, hacia el final de su intervención, dijo: “Yo les demando desde aquí, desde mi Latinoamérica herida, acabar con la irracional guerra contra las drogas”. Y en eso no sólo tiene razón. Como presidente de Colombia, uno de los países que más muerte y más sufrimiento ha puesto en esta guerra absurda que se inventaron otros, tiene toda la autoridad.


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