El evangelio según Alan Lomax

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Alan Lomax (segundo por la izquierda), con músicos de St. Simons Island (Georgia), en 1962.
Alan Lomax (segundo por la izquierda), con músicos de St. Simons Island (Georgia), en 1962.CBS Photo Archive / GETTY IMAGES

Como en la mejor tradición norteamericana, hay personajes que, a medida que avanza el tiempo, se difuminan en la leyenda de su propia historia. Alan Lomax, folclorista irrepetible y viajero incansable, es uno de ellos. Su legado de documentación y preservación del acervo musical del sur estadounidense no ha hecho más que agrandarse con el paso de los años, hasta el punto de que hay tanta fascinación por su fabuloso trabajo que los detalles se pierden por la imposición del relato. Lomax fue el gran descubridor del blues del Delta, el hombre que dio voz a grandes profetas como Son House, Fred McDowell, Leadbelly o Muddy Waters, los tipos que, desde la autenticidad de sus canciones, marcarían a luminarias de la contracultura como Bob Dylan, The Rolling Stones, The Animals o Eric Clapton. Libros del Kultrum acaba de publicar por primera vez en castellano La tierra que vio nacer el blues, un pequeño tesoro para melómanos por el que este etnomusicólogo tejano fue galardonado en 1993 con el Premio Nacional de la Crítica estadounidense.

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El blues siempre ha sido un territorio abonado a la leyenda y toda leyenda necesita de un evangelio. La tierra que vio nacer el blues es una especie de escritura sagrada de este género por parte de uno de sus principales apóstoles. Un apasionado de los sonidos folclóricos que aprendió el oficio de su padre, John Lomax, pionero en las grabaciones de la música afroamericana de los campos de trabajo y de las prisiones. Tanto es así que, a los 15 años, Alan acompañaba a su progenitor por las comunidades campesinas sureñas, cargando con un rudimentario equipo de grabación con el que recopilar canciones para crear un archivo de la canción folk norteamericana para la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, institución a la que, siguiendo la estela del padre, dedicó gran parte de su vida hasta convertirse en el gran explorador de un sonido y una cultura rural que definieron el alma de EE UU en el siglo XX. Como escribe en el libro: “Todos los géneros musicales de la América negra que gozan de reconocimiento mundial, desde el ragtime hasta el rap, llevan la impronta de este patrimonio de la humanidad”.

Adentrándose en ese tesoro inmaterial llamado blues, Lomax escribe un relato en primera persona trufado de reflexiones y conversaciones con músicos y personajes anónimos que muestran una radiografía impresionante del sur estadounidense, ese “espinoso zarzal regentado por Jim Crow”, nombre con el que se conocía a un viejo y deformado hombre negro que bailaba y cantaba y al que ridiculizaban los blancos imitándole con la cara pintada en los minstrels, los espectáculos de vodevil itinerantes y claramente racistas. Jim Crow era una invención, pero no lo eran los aparceros, campesinos, fugitivos y buscavidas a los que Lomax recoge el testimonio en su libro, que construirán la leyenda del blues. Muchos son los mismos a los que había difundido con grabaciones en las décadas de los treinta y los cuarenta. Este libro, por tanto, es su gran guinda en el pastel. Su fábula sobre su propia vida consagrada a la exploración de las raíces musicales.

De esta forma, hay abundantes condimentos novelescos en el relato. Bastaría el primer capítulo para apreciar el molde de la larga y profunda narración de Lomax. Titulado Se me partió el corazón, el etnomusicólogo metido a escritor lleva al lector con él a su viaje a Memphis, una de las cunas del blues. Con una reseñable tensión narrativa, cuenta cómo entró en una sastrería de Beale Street donde escuchó a Memphis Willie B, un bluesman subterráneo del lugar, al que terminaría grabando. A partir de ese encuentro, explica cómo es la vida cotidiana en pueblos segregados, con bares con carteles de advertencia y puertas traseras para los negratas; policías que no se fían de un blanco que empatiza con la chusma descendiente de los esclavos o negros que sacan a relucir su resentimiento a la primera de cambio. Y, entretanto, cuenta la rivalidad entre Son House y Robert Johnson, o cómo se vivía una misa góspel en Clarksdale. Hay muchos más episodios, como el que explica con gran detalle el “atributo espiritual” del dique que contiene el río Misisipi, el de la vida en la prisión Parchman, ampliamente citada por varios bluesman, o aquellos que cita a personajes nunca lo suficientemente reivindicados, como Charley Patton, Blind Lemon o Big Bill Broonzy.

Lomax protagoniza su narración, a veces, con un interés desmedido. Con razón, se le ha acusado de apropiarse de buena parte del fascinante relato del blues: se aprovechó de algunos de los músicos a los que descubrió, como Leadbelly, y de firmar canciones en las que no intervino. Además, nunca fue el único archivista imprescindible. Los nombres de Harry Smith y John Work también se escriben con letras de oro en el folclore norteamericano. Pero es cierto que, sin Lomax, nada en la historia del género de John Lee Hooker o B. B. King hubiese tenido la misma trascendencia. Cedió la palabra a voces silenciadas y señaló el valor de culturas olvidadas.

Además de leerse como una crónica que sumerge al lector en el universo del sur, La tierra que vio nacer el blues destaca por encima de todo por su trabajo de campo. Aun con el recreo literario, es un valioso documento de memoria oral, en el que el vocabulario, las expresiones y, especialmente, las letras de canciones trazan un crisol folclórico maravilloso del Delta del Misisipi. Es una especie de tierra mágica en mitad de la injusticia y la miseria. Solo que los hechiceros son cantantes y guitarristas que tocan entre mulas, carruajes, vías de tren, cantinas, plantaciones y penitenciarías. Son vanguardistas elevando la tradición creativa negra al mayor de los artes, marcando el devenir de la música popular hasta nuestros días.

La tierra que vio nacer el blues.

Alan Lomax. Traducción de Ana Lima. Libros del Kultrum, 2021. 448 páginas. 29,50 euros.

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