El ‘factor Emilio Rojo’, la historia del visionario viticultor de Ribeiro

“A veces estoy vivo, pero la mayor parte del tiempo estoy muerto”, afirma con naturalidad Emilio Rojo, visionario viticultor que convirtió una viña familiar en una referencia del vino en general y del ribeiro en particular. “Cuando digo que estoy muerto es porque mi actividad cae abruptamente. Entro en melancolía. Profundos pozos. Estoy solo conmigo mismo”, dice.

Es una mañana fría de otoño. Una cubierta vegetal de castaños, mimosas y robles impide que el sol penetre en el camino que lleva desde Leiro (Ourense) hasta el icónico viñedo. El suelo es un manto de hojas marrones. En algunas de las piedras que sobresalen se perciben marcas del hierro de las llantas de los carros que, en su día, transportaban las pipas de vino hasta la carretera, camino del ferrocarril de Ribadavia, Santiago o Pontevedra.

El paseo atraviesa Ibedo, una aldea abandonada desde los años sesenta. Aquí heredó Rojo la casa familiar de Julia González, su mujer, fallecida en octubre de 2019 y a la que una cruz azul de teca recuerda desde lo alto del terreno. “Di la vida en esta viña para que mi mujer se sintiera orgullosa de mí”.

La viña que trabajó Emilio Rojo en Leiro (Ourense) está dispuesta en varios bancales y muros que dibujan la geometría del terreno. Es un lugar fresco y protegido, marcado por un especial microclima que potencia unas maduraciones lentas y complejas.
La viña que trabajó Emilio Rojo en Leiro (Ourense) está dispuesta en varios bancales y muros que dibujan la geometría del terreno. Es un lugar fresco y protegido, marcado por un especial microclima que potencia unas maduraciones lentas y complejas. Diego Sánchez y Borja Larrondo (The Kids Are Right)

Unos metros más adelante, el camino ofrece la imagen de un anfiteatro natural. La niebla esconde el terreno. Debajo, 1,2 hectáreas escalonadas de viñedo de las que hasta 2019 salieron entre 4.000 y 6.000 botellas al año. Se encuentran en algunos de los mejores restaurantes de Europa y de Estados Unidos. La primera apareció en 1987 y se vendió por 500 pesetas. Hoy son piezas escasas y cotizadas. Se reconocen por un punto rojo impreso en la etiqueta, referencia al apellido del autor, al sol, a Japón —”mi sueño es que se venda allí”— y a las obras de arte que han encontrado comprador. ¿El secreto? “No puedo contar mucho porque he tomado muy poco. Y del mío, menos. No lo podría definir. Soy abstracto. He bebido agua como nadie”.

¿Qué uvas hay aquí? “Confesables: albariño, godello, loureiro, lado…”. ¿Y las inconfesables? “Hay otras pequeñas minorías. Me encantan las minorías. Pero no debo confesarlas”.

Dos barricas de Viña Mein. El tratamiento en bodega es de mínima intervención, con fermentación de las propias levaduras y sin ningún tipo de contacto con madera.
Dos barricas de Viña Mein. El tratamiento en bodega es de mínima intervención, con fermentación de las propias levaduras y sin ningún tipo de contacto con madera.Diego Sánchez y Borja Larrondo (The Kids Are Right)

Para Laura Montero (Madrid, 45 años), ingeniera agrónoma y directora técnica de Viña Meín-Emilio Rojo —el proyecto que adquirió la viña en 2019—, la clave está más allá de las uvas, la orientación o el terreno. “Es el factor Emilio. Entendió que esta era la extensión que podía trabajar y cuidar. También la que le permitía expresarse. Y eso fue hace 40 años, cuando casi nadie lo hacía. El resultado es un ribeiro de verdad: fresco, ácido, cítrico, mineral, que se abre con el tiempo. Los vinos de Emilio explotan cuando tienen cuatro o seis años”, explica.

El sol aparta la niebla y ofrece un contraste de colores en el que predomina el tono amarillento. “Cuando estoy vivo, a veces funciono al 100%. Pasan por mi cabeza estrategias acojonantes”. Hoy, dice Emilio, es un buen día. Porque hoy está “muy vivo”.

La humedad se condensa en el calzado. También en el compacto bigote de Emilio, una de sus señas de identidad. Lo luce desde los 16 años. Suele llevar sombrero o gorra. Siempre lleva un pañuelo de seda natural al cuello. Le cuesta mirar a los ojos. De complexión delgada, deja colgando un buen trecho del cinturón. “Me da un toque. Me recuerda a los coches cuando llevaban una goma de caucho para derivar la electricidad aerostática al suelo y que la gente no se mareara”, explica hablando en meandros. Al final de cada frase aparecen unas briznas de acento gallego. Intercala términos en inglés y en francés.

“Subía a la viña cada día a las cuatro o las cinco de la madrugada, en invierno, verano, otoño o primavera. Cuando el mundo se despertaba, yo llevaba ya tres horas de trabajo. Todo era manual. Minucioso. Casi neurótico", cuenta Emilio Rojo.
“Subía a la viña cada día a las cuatro o las cinco de la madrugada, en invierno, verano, otoño o primavera. Cuando el mundo se despertaba, yo llevaba ya tres horas de trabajo. Todo era manual. Minucioso. Casi neurótico”, cuenta Emilio Rojo. Diego Sánchez y Borja Larrondo (The Kids Are Right)

Emilio Rojo nació hace 70 años en el hospital de beneficencia de Ourense, en la calle del Progreso. Su familia hacía vino y cultivaba pimientos y maíz. A los nueve años se fue a Sevilla con su tío Eduardo, profesor —”Mire, su sobrino, no le entendemos, es que habla como un lobo”, decían sus compañeros en referencia al gallego—. Regresó a casa. Estuvo interno. Estudió Telecomunicaciones en Madrid. Vivió en Londres en la casa del actor Leo Anchóriz. Lavó platos en el Royal Kensington Hotel. Opositó para farero. Aprobó la teoría. Suspendió la práctica. Trabajó con gammagrafías, en investigación armamentística, controló la calidad de las piezas para los Land Rover. Vestía bata blanca y llevaba su nombre anclado a la solapa.

En 1986 conoció a Julia en una fiesta de verano. Regresó a la tierra en contra de la opinión familiar y un año después se casó y empezó a hacer vino. “No tenía una pasión especial por el vino. Es más, no me gustaba. Pero era lo más fácil porque mi padre ya lo hacía. Yo le ayudaba con las vendimias, aunque no me dejaba ni podar”. Optó por un terreno de su familia política. Tiró de recuerdos y de libros. Fue preguntando y ensayando. Utilizó la prensa de su padre, que “perdía mosto por todos lados”. Pidió un crédito para comprar una nueva. Al 18%. Su padre no le avaló. Arrancó las vides y las plantó de nuevo. “Las pasé muy putas al principio. Me decía que tenía que triunfar porque, si no, mi familia y la de mi mujer…”.

La bodega Viña Mein.
La bodega Viña Mein. Diego Sánchez y Borja Larrondo (The Kids Are Right)

Comenzó entonces una dinámica que se alargó durante más de tres décadas. “Subía a la viña cada día a las cuatro o las cinco de la madrugada, en invierno, verano, otoño o primavera. Cuando el mundo se despertaba, yo llevaba ya tres horas de trabajo. Todo era manual. Minucioso. Casi neurótico. Como un jardinero en un jardín de té japonés. Hay que currar muy duro en la viña. Con niebla, con frío, con calor… He trabajado como un animal. Estuve triste, estuve contento. Me encantaba la luz de esas horas. Me gusta el naciente. El ocaso no me gusta. ¿Irías a un entierro o a un bautizo? Cuando salía el sol y empezaba a sentir el calorcito… Bajaba a primera hora de la tarde, aquí en verano hay días de 40 grados. Me daba un baño en la charca, comía y me pegaba una siesta…”, rememora. Eran tiempos de dormir en la bodega durante la fermentación. Dos semanas con una manta y un camping gas. Con la puerta abierta para evitar riesgos. Con Julia a su lado.

Lo más difícil, le decían, era vender el vino. La primera vez salió con dos botellas en una cartera. “Dirección Santiago. Y Coruña, aussi [también]”. El dueño de un restaurante le dijo que 500 pesetas le parecía un precio un poco caro. Que si le dejaba la botella, la probaba y, si le gustaba, ya se lo pagaría. “Yo te la dejo con mucho gusto, solo tienes que dejarme tú a mí 500 pesetas, que es el valor de mi vino, porque yo lo quiero mucho”, le contestó. Uno de los clientes del restaurante se levantó y dijo que se quedaba él la botella. “Volví a casa emocionado. Llegué a las tres de la madrugada. ‘¡Julia, vendí una botella!’. Y ella me contestó que ya solo quedaban 5.999″. Tres meses después las habían vendido todas.

En 2019 Emilio Rojo (de espaldas en la foto) decidió ceder el testigo de Viña Mein a Alma Carraovejas.
En 2019 Emilio Rojo (de espaldas en la foto) decidió ceder el testigo de Viña Mein a Alma Carraovejas.Diego Sánchez y Borja Larrondo (The Kids Are Right)

Con el tiempo, el viñedo se convirtió en una marca de referencia en el mundo del vino. “Sabía que mi vino era bueno por la repercusión de la gente que me lo compraba. Y cuando iba a venderlo usaba una táctica que me venía muy bien: interrogaba al comprador. Si no entendía lo que hacía, lo desviaba a la competencia. No es que mi vino sea mejor ni peor, es que hay que hacer cosas que nadie hace. Si no, no sales adelante. La actitud es fundamental. Yo me valoraba mucho. Tenía un ego muy potente. Me había empleado a fondo, sabía que mi vino era de alto interés. He tenido grandes amigos que me han ayudado mucho. A los que siempre se lo he agradecido con elegante gratitud”. De regreso a Leiro, Emilio Rojo se define como un comanche recolector. “Siempre fui my way. Escogí un oficio humilde que no consiguió esclavizar mi alma. Que me permite colarme en el cerebro de mis amigos y hacerlos felices”. Confiesa que su proyecto para la viña era “dejarla morir lentamente, ver cómo se degradaba. Que los pájaros se comieran las uvas. Hubiera sido elegantísimo”.

Ese final cambió cuando Pedro Ruiz Aragoneses, consejero delegado de Alma Carraovejas, se acercó hasta Leiro para comer con Emilio y con Julia. “Queríamos darle continuidad al proyecto, cuidar la identidad y aumentar en lo posible la precisión”, explica. Viña Meín-Emilio Rojo ha reducido la producción en la viña —ahora ecológica— a unas 4.000 botellas. La demanda anual supera las 50.000. Con un precio de venta al público por encima de 60 euros. La empresa le dio a Emilio Rojo un 10% de la sociedad. “Es el alma del proyecto. Tenía que seguir involucrado”, dice Ruiz Aragoneses.

El día en que se firmó la venta, Emilio y Julia lo celebraron cenando en Madrid. Era julio. “Ella se fue feliz. En un momento de la cena, nos miramos y nos dijimos: ‘Cómo triunfamos”.


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