El fin de la peseta: la perra gorda que murió flaca


La peseta ha muerto. La rubia de vil metal más deseada y perseguida por los españoles durante todo el siglo XX falleció el 30 de junio de 2002, tras convivir seis meses con el hijastro que la sepultó, el euro. Pero ha seguido respirando y teniendo valor real hasta ayer, puesto que además de ser admitida en tiendas residuales estos últimos 20 años, el dinero nominado en pesetas podía mudar la piel por el euro en las vetustas ventanillas del Banco de España, que atendieron largas colas de nostálgicos que las conservaban por si esto del euro saltaba por los aires, un fantasma que recorrió toda Europa en 2012. Desde hoy, la rubia que de mano en mano fue solo tiene valor numismático.

Estos son los avatares principales que desde 1870 experimentó la unidad monetaria española, que curiosamente nació en Cataluña.

Por qué se llamó peseta

La denominación arranca en Cataluña, donde el vocablo peceta (piececita, diminutivo de peça, pieza) se aplicaba a las monedas de plata desde el siglo XV. Durante la Guerra de Secesión (1705-1714) la palabra peseta se introduce en la lengua castellana, como consecuencia de la popularización en Castilla del vocablo peçeta (“peseta” tal como sonaba su pronunciación catalana) por las grandes cantidades de tales monedas de plata que circulaban por su territorio, tras los inmensos volúmenes acuñados en Barcelona por el archiduque Carlos de Austria para financiar las campañas militares. En documentos oficiales aparece por vez primera peseta en una pragmática de 1718, definida como “pieza que vale dos reales de plata de moneda provincial”. Se acuñó por vez primera como moneda denominada peseta en la Barcelona ocupada por los franceses en 1808, sin ser aún moneda oficial. Y tal denominación se aplicó oficialmente ya en 1868.

Acuñación como moneda oficial

La primera confirmación como moneda oficial es de 1868 a manos del Gobierno provisional del general Francisco Serrano, que retira todas las monedas con la efigie de la destronada Isabel II y sustituye a los reales y escudos que circulaban por el país. El decreto de creación lo firma el ministro de Hacienda Laureano Figuerola, y en la moneda aparece una matrona recostada sobre la Península Ibérica. Arranca la peseta dividida en cien céntimos, popularizándose sobremanera la moneda de diez céntimos, con un león rampante en una de sus caras, y que el personal bautizó como la perra gorda.

Las primeras emisiones masivas se hacen con el reinado de Alfonso XII, y después con su hijo desde muy joven con efigies popularizadas como el pelón, la peseta de bucles, la de tupé o la de cadete, entre 1888 y 1903. Durante el resto del reinado de Alfonso XIII no se acuñarán más monedas.

De la guerra a Juan Carlos

Las primeras acuñaciones de la Segunda República son de 1933 en plata, en las que reapareció la matrona recostada, pero ahora con un ramo de olivo. Y en 1935 se acuña en una aleación de cuproníquel dorado, con un retrato femenino de abundante melena: había llegado la rubia, que con efigies diferentes se mantendría casi ya todo el siglo XX.

Durante la Guerra Civil, la República emitió en 1937 pesetas de latón e incluso de cartón ante la escasez de metales, y finalmente billetes de una peseta, algo que también replicó el régimen de Burgos, pero con bien distintas representaciones.

El régimen franquista empezó a acuñar piezas de peseta de cobre en 1944, en paralelo a la emisión de billetes. La peseta con un uno (1) y la palabra peseta sobreimpresa de cuproníquel es de 1944, y la efigie de Franco obtenida de una escultura de Mariano Benlliure aparece por vez primera en 1947.

La última de cobre se emite en 1980 para conmemorar el Mundial de fútbol, y ya en 1982 se introducen las piezas de aluminio, en una devaluación física evidente. El rostro del rey Juan Carlos I aparece en 1975, y se sigue acuñando hasta diciembre de 2001. Desde entonces es absorbida por el euro, al que la peseta llega con tal flaqueza que solo vale una de cada 166,386 partes de euro, o lo que es lo mismo, un céntimo de euro vale tanto como 1,66 pesetas, o una peseta, 0,66 céntimos de euro.

La reina de las devaluaciones

España tiene el récord de suspensiones de pagos a lo largo de la historia, reiterando un vicio que arrancó cuando era una potencia económica que se permitía tales aventuras con poco riesgo, y que se repitió hasta cerca de finales del siglo XIX. Pero durante el XX se practicó una especie de default en la sombra, que afectaba tanto a los tenedores de deuda en pesetas como a los ahorradores en pesetas físicas, y que era la devaluación de la divisa.

Desde 1959, con la primera que acompaña al Plan de Estabilización, se ejecutan devaluaciones en 1967, 1976, 1977, 1982 y cuatro encadenadas en torno a 1992, a propósito de la crisis del sistema monetario europeo, que forzaba una horquilla de cotizaciones con el marco alemán imposibles de cumplir sin reventar la competitividad de los bienes y servicios producidos aquí y comercializados fuera. Las devaluaciones absorbían los descomunales avances de la inflación de costes para no perder competitividad externa, tanto como decir que financiaban los acumulativos déficits por cuenta corriente de la economía emergente española, en una espiral que solo concluyó con la integración en el euro. La última devaluación, nunca contada, es la fijación de los cambios irrevocables de entrada en el euro, que supone una depreciación adicional de la peseta, una perra gorda cada vez más flaca y con más pulgas.

El valor numismático residual

En febrero pasado el Banco de España advertía de que quedaban aún 1.589 millones de pesetas sin cambiar por euros, una cantidad que se ha reducido notablemente en las últimas semanas en las que quienes las atesoraban han hecho largas colas en las oficinas del banco.

Las que no se hayan cambiado mantendrán solo el valor numismático, algo solo reservado a las emisiones muy antiguas y muy limitadas de monedas y billetes. Las más valiosas son las monedas de 5 pesetas de 1952, con una circulación muy reducida porque la gente las fundía porque el valor del metal era superior. Dado que quedan muy pocas, tienen un valor muy elevado, en concreto la moneda con una estrella acuñada en 1952 puede llegar a valer 20.000 euros. Le sigue la moneda de 2,5 pesetas de 1968, que se cotiza a 1.700 euros. Hay infinidad de emisiones más de distintos valores faciales, que cotizan a precios elevados.


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