El fin del campamento de refugiados de Matamoros, símbolo de las políticas migratorias de Trump


“Gracias a Dios estoy aquí”, fue lo primero que atinó a decir Onelia Alonso, una exiliada política cubana de 61 años, el jueves tras llegar entre aplausos a la estación de autobuses de Brownsville, en Texas. Su cruce junto a otros 26 solicitantes de asilo desde Matamoros, en el norte de México, suponía el principio del fin de un campo de refugiados levantado a pocos metros de Estados Unidos, al otro lado del Río Bravo, por migrantes que esperaban allí, debido a las duras políticas en materia de inmigración del expresidente Donald Trump, a que un juez escuchara sus pedidos de protección. Y con el que Joe Biden se ha propuesto acabar cuanto antes.

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Alonso huyó de Cuba a Trinidad y Tobago a finales de 2017 tras sufrir amenazas por parte del Gobierno de la isla por pertenecer a grupos opositores como las Damas de Blanco. Transitó por una decena de países y pasó por la peligrosa selva del Darién antes de llegar a México, donde acabó varada tras toparse con los Protocolos de Protección de Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés), por los que Trump mandó a México a más de 71.000 solicitantes de asilo. La semana pasada, el Gobierno de Biden comenzó el proceso para recibir a los más de 25.000 que todavía tienen sus casos activos para que puedan esperar la decisión de los jueces en territorio estadounidense.

Junto a Alonso, cruzaron una mujer transgénero salvadoreña que quería llegar a EE UU para poder ser ella misma sin temor a la violencia, un campesino guatemalteco en muletas que huyó de su tierra tras ser atacado por un conflicto de tierras, varias familias y al menos una mujer embarazada que vivieron durante meses en el campo de refugiados de Matamoros. El traslado de un lado a otro de la frontera fue rápido e incluyó una prueba de antígenos para descartar que los migrantes estén contagiados de coronavirus. En los próximos días, se espera repetir esa misma operación con todos los casos activos de MPP hasta acabar con el campo de refugiados, un proceso que podría tardar entre ocho y 10 días.

“Se termina un ciclo, una etapa que no debía haber sucedido”, afirma Juan Sierra, encargado de la Casa del Migrante de esa ciudad. Aunque lleva años recibiendo a personas en tránsito hacia EE UU, dice que nunca pensó que vería un campamento como este, que llegó a acoger a cerca de 2.000 personas antes de la pandemia. Según el censo que se hizo esta semana, hasta el miércoles lo ocupaban 750 personas que han vivido los últimos días entre la alegría y la expectativa de quienes van a cruzar y la tristeza por quienes llevan meses esperando como ellos, pero no podrán pasar porque les fue denegado el asilo o no han tenido la oportunidad de pedirlo.

Borrar el legado migratorio de Trump

Desde que se implementó el MPP en Matamoros en el verano de 2019, las familias pasaron de dormir en la calle a construir un auténtico vecindario con las carpas donadas por organizaciones no gubernamentales e iglesias. A las tiendas de campaña se le fueron sumando baños portátiles, duchas, plantas purificadoras de agua, cocinas, puestos para la distribución de donaciones, escuelitas y talleres para los niños, iglesias y hasta un hospital de campaña que se levantó por la pandemia.

Pese a las ayudas, los migrantes han sufrido todo tipo de circunstancias adversas. De las temperaturas extremas de esta zona de la frontera a la crisis del coronavirus, que puso a los migrantes en un limbo mayor después de que EE UU decidiera cerrar la frontera en marzo de 2020 y paralizara las audiencias de asilo del MPP. A eso hay que añadirle la violencia del crimen organizado. Nadie se atreve a decirlo en voz alta, pero quienes han pasado por el campamento saben que La Maña, como llaman al grupo que controla esta zona de Matamoros, campa a sus anchas en el asentamiento. Allí se han registrado ataques violentos, extorsiones y violaciones, según los propios migrantes para quienes el programa también deja un legado de trauma.

“Durante todo este tiempo hemos conocido a muchas personas que se han traumado y que han tenido problemas psicológicos”, reconoce Yamalí Flores, una solicitante de asilo hondureña de 35 años que fue regresada a México con su esposo y sus tres hijos en agosto de 2019. “Yo estuve yendo al psicólogo porque ya no aguantaba y mi hijo mayor no comía y solo pasaba durmiendo. Me decía que ya no quería estar más aquí”, explica Flores. Lo más difícil, asegura, ha sido velar por la seguridad de sus hijos de 15, 10 y ocho años, que llevan casi dos años sin ir al colegio, y tratar de crearles una sensación de normalidad. “Como mamá, siempre me siento a la par de los tres y les pido que mantengamos la fe y la esperanza, que sabemos que esto pronto acabará”, afirma.

Para Biden, terminar con el campo de refugiados de Matamoros, uno de los símbolos de las políticas más duras de Trump, era una prioridad. Pero mientras abre la puerta a este grupo, su equipo lanza el mensaje de que la frontera sigue cerrada a nuevos casos. Mientras tanto, migrantes como Yamalí Flores alistan sus pertenencias y se despiden de quienes se han convertido en su familia del campamento. Sus hijos han donado sus bicicletas y juguetes a otros niños que se quedan. “Sé que esto nos va a marcar nuestras vidas por siempre y vamos a valorar más la vida”, dice la hondureña que viajará con unos amigos a San Francisco cuando llegue a EE UU. “Yo sé que, al estar allá, cada vez que me levante en la mañana, siempre me voy a recordar que ya no estoy durmiendo en una carpa”.

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