El gasoducto que sueña Afganistán se hace de rogar



Energía barata, puestos de trabajo e ingresos por peajes. El proyecto para transportar gas natural desde los abundantes depósitos de Turkmenistán hasta los necesitados mercados de energía Pakistán e India, vía Afganistán, ha suscitado el interés de Kabul desde sus orígenes en la década de los noventa del siglo pasado. El TAPI, como se conoce el último plan de gasoducto por las iniciales de los cuatro países implicados, constituye una oportunidad para estabilizar Afganistán a través del desarrollo económico. Pero los problemas de financiación están retrasando su puesta en marcha y hacen temer que se convierta en una versión afgana del cuento de la lechera.
“El sur de Asia va a conectarse con Asia central, a través de Afganistán, tras un siglo de separación”, declaraba el presidente afgano, Ashraf Ghani, en febrero de 2018 durante una ceremonia en Herat, al oeste del país, con sus homólogos turcomano, paquistaní e indio para anunciar el inicio de la construcción del tramo local del TAPI.
La idea tiene lógica y sentido económico. Turkmenistán posee las sextas reservas de gas del mundo mientras que sus vecinos del sur necesitan combustible. Las principales ciudades paquistaníes afrontan frecuentes cortes eléctricos debido a la escasez de energía. India, por su parte, está intentando reducir su dependencia del carbón (fuente del 70% de su suministro). El gasoducto de 1.814 kilómetros para unir el mega depósito de Galkynsysh con el Punjab indio solucionaría esos problemas.
Para Afganistán, el proyecto, que se reavivó tras el derribo del régimen talibán en 2001 y se lanzó formalmente en enero de 2016, representa además una promesa de desarrollo sin parangón después de cuatro décadas de guerras encadenadas. De ahí el entusiasmo de Ghani, necesitado de noticias positivas ante su deseo de renovar mandato (algo de lo que está pendiente estos días tras las elecciones de septiembre).
“El TAPI generará unos ingresos anuales de unos 400 millones de dólares [365 millones de euros] y creará miles de empleos directos e indirectos para los afganos”, asegura Abdullah Asifi, jefe de la oficina de coordinación del TAPI en el Ministerio de Minas y Petróleo. En su respuesta por escrito a las preguntas de EL PAÍS, también precisa que, una vez en funcionamiento, Afganistán va a obtener “500 millones de metros cúbicos de gas [anuales] en la primera década, el doble en la segunda y 1.500 millones en la tercera”.
El objetivo último es que el gasoducto alcance una capacidad de 33.000 millones de metros cúbicos, según una presentación del consorcio responsable del desarrollo TPCL (TAPI Pipeline Company Limited), en el que la empresa estatal Turkmengas tiene una participación del 85 % y las de los otros tres países un 5 % cada una. El Gobierno de Kabul espera cobrar por el paso a través de territorio afgano del gas destinado a sus vecinos.
“Junto a los beneficios económicos de los peajes que paguen Pakistán e India, el TAPI proporcionará a Afganistán mejor abastecimiento y energía más limpia a un precio competitivo, oportunidades de empleo local durante la construcción y el mantenimiento del gasoducto, y mejoras para el país por las infraestructuras asociadas (como carreteras de acceso), desminado a lo largo del trayecto y llegada de la electricidad a lugares remotos”, explica Roland C. J. Pladet, responsable del equipo para el proyecto TAPI del Banco Asiático de Desarrollo (BAD) que actúa como asesor del proyecto.
Oportunidades para los jóvenes
Las ambiciones van más allá: según los medios locales, hay planes para, en paralelo al gasoducto, tender un cable de fibra óptica a lo largo de los 816 kilómetros que atravesarán Afganistán, e incluso construir un ferrocarril en parte del trayecto. La esperanza es que la construcción de esas infraestructuras ofrezca una alternativa a las armas para los jóvenes (el 64 % de los 35,5 millones de afganos tiene menos de 25 años).
El TAPI trae a la memoria el proyecto que la desaparecida Unocal (Union Oil Company of California) tanteó durante el régimen talibán, y que contaba con la participación del Gobierno de Turkmenistán y de una firma saudí. Las presiones de Washington (que no reconocía a los talibanes) le obligaron a abandonarlo en 1998, tres años antes de los atentados del 11-S. A pesar de ello, el asunto dio lugar a algunas teorías conspirativas que vincularon la intervención estadounidense en Afganistán con el interés económico del gasoducto, algo que el tiempo ha desmentido.
Como ocurriera entonces, la política se ha cruzado en el camino. En Afganistán, el gasoducto está previsto que atraviese las provincias de Herat, Farah, Nimruz, Helmand y Kandahar, lo que plantea problemas de seguridad ya que las cuatro últimas son feudos talibanes. Aunque EE. UU. apoya los planes para sortear la dependencia energética de Rusia, la intención del presidente Donald Trump de retirar sus fuerzas del país centroasiático hace más arriesgada la financiación del proyecto.
No está claro de dónde van a salir los 10.700 millones de dólares en que se estima el coste del TAPI, cuya inauguración se ha ido retrasando desde 2018. No participa ninguna de las grandes compañías internacionales de la energía y el interés que, según la prensa afgana, han mostrado China y una empresa saudí no se ha concretado hasta ahora. “El BAD está considerando las solicitudes de financiación de los gobiernos de Turkmenistán, Afganistán y Pakistán para la fase 1”, declara la fuente del Banco, lo que significa que aún no ha aprobado el préstamo.
De momento, nadie sabe cuál es el estado real de las obras, ni siquiera sobre el tramo turcomano supuestamente terminado (pero que ningún observador independiente ha podido visitar). En Afganistán, el proyecto se encuentra aún en “la etapa de predesarrollo”, según informa Asifi. Y la conexión con India está en suspenso debido a las tensiones con Pakistán.
“Mi punto de vista es que no se ha hecho mucho más allá de la ceremonia conjunta turcomano-afgana para anunciar el lanzamiento del sector afgano”, responde Luca Anceschi, profesor de estudios centroasiáticos en la Universidad de Glasgow y autor de uno de los escasos estudios académicos sobre el TAPI.
El responsable afgano asegura que “el proyecto ha progresado según lo planeado”, aunque admite que “el consorcio no tiene suficientes depósitos para implementar el proyecto”. Asifi insiste no obstante en “el total compromiso” de su país con el TAPI. “Además de la contribución financiera, el Gobierno de Afganistán facilitará terreno, infraestructura y mano de obra para llevarlo a cabo”, subraya poniendo de relieve su interés.
“Tengo serias dudas de que se trate de un tema de seguridad. Se habla mucho de los talibanes, pero no solo es que hayan dicho que no tienen objeciones, también se les puede sobornar”, asegura Anceschi por teléfono. En su opinión, “el mayor problema es la estructura de beneficios, muy cuestionable con los actuales precios [del gas] dado el coste de la empresa”. El experto, que califica el TAPI de “pieza de infraestructura virtual”, también precisa que “el lenguaje del Gobierno turcomano no casa con sus capacidades; quiere que se trate de un proyecto bajo su control, pero carecen de la experiencia necesaria”, en referencia a las trabas legales que Turkmenistán impone a participación de empresas extranjeras.


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