‘El insomnio’, una fábula sobre la necesidad de matar para vencer a las noches en blanco

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El escritor Tahar Ben Jelloun.
El escritor Tahar Ben Jelloun.BERNARDO PÉREZ

Muchas personas sufren de insomnio, una condena de noches en blanco que puede convertirse en una obsesión. Y algunas hasta pueden poner fecha al comienzo de su mal. El 28 de enero de 1968, el escritor francomarroquí Tahar Ben Jelloun (Fez, Marruecos, 1947) regresa a la casa de sus padres en Tánger después de haber sufrido 19 meses de detención, disfrazada de reclutamiento forzoso, junto a otros 93 estudiantes que habían participado pacíficamente en una de las manifestaciones que se celebraron en 1965 en las principales ciudades marroquíes en petición de una apertura democrática. Protestas reprimidas a sangre y fuego con el resultado de más de un millar de muertos. Eran los años de plomo del rey Hassan II, padre del actual monarca alauí, Mohamed VI. El entonces joven estudiante de Filosofía en Rabat sufrió un calvario de vejaciones, frío, hambre y malos tratos a manos del ejército en los campamentos de El Hayeb y Ahermumu, una historia de sufrimiento para la que Ben Jelloun, premio Goncourt de 1987 por La noche sagrada, necesitó “cerca de 50 años” hasta que logró exponerla en un texto, tal y como confiesa en la última línea de El castigo (2018). En ese libro, un relato autobiográfico editado en español el mismo año por Cabaret Voltaire, escribe que el día de 1968 en que acabó aquella pesadilla comenzó otra condena: “Doy vueltas y más vueltas. De mi temporada de sufrimiento me he traído un nuevo compañero: el insomnio. Desde entonces lo padezco. Creo haberlo intentado todo para tener un sueño apacible y profundo. No hay forma: dormir se ha convertido en algo insólito, algo imposible”.

Ben Jelloun sabe de qué habla cuando escribe sobre las noches vacías. Por eso, del mismo modo que los sucesos de los sesenta le convirtieron en un narrador —“sin las duras pruebas, las injusticias que padecí, nunca me habría dedicado a la escritura”, reconoce en El castigo—, es probable que sin los problemas para conciliar el sueño que desataron aquellos horrores tampoco hubiera podido acometer la escritura de su último libro, El insomnio. O no, por lo menos, el mismo libro. Una fábula sobre un hombre que descubre que acelerar el paso a la otra vida de la gente —él no se considera un asesino, sino un “precipitador” de la muerte— le proporciona noches relajantes de sueño, mayor número de noches y más relajantes cuanto peor haya sido la víctima de su particular remedio.

El insomnio es, al contrario que El castigo, una ficción —hasta donde se sabe, Ben Jelloun no ha asesinado a nadie—. Aunque el protagonista, un guionista de cine, tenga préstamos del escritor, como su afición por el jazz y las películas clásicas, el blanco y negro de Ava Gardner y Gene Tierney, de Kirk Douglas y Gary Cooper. Aunque también conozca a personas torturadas por el régimen o a exiliados en Francia como el propio Ben Jelloun, o sienta la misma indignación ante los bastardos que mueren en sus camas. Y, en fin, aunque también compartan los mismos dolores de cabeza, esas jaquecas terribles que el escritor cree que están emparentadas con el insomnio.

El autor cuenta en El insomnio que experimentar el sufrimiento de esas noches vacías o el dolor de las jaquecas ardientes y continuas permiten después saborear mejor las cosas sencillas de la vida: “La vida sin dolor tiene un sabor exquisito”. Y, por eso, ha podido inventar con veracidad la desesperación de ese narrador sin nombre que asesina, en principio solo a personas a las que ya les acecha la muerte, y recrear —sin arrepentimiento, sin ningún dilema moral— esas ejecuciones apenas sanadoras, ya que, como ocurre con la tolerancia a las drogas, no le proporcionan un remedio permanente. “Era como si los efectos secundarios de mi crimen se hubieran disipado poco a poco”, descubre un año después de su debut homicida, la muerte por asfixia de su madre enferma, “¿necesitaba, pues, seguir matando para vencer el insomnio?”.

Y en efecto, solo son muertes como crédito para futuras noches de calma. Su madre, un año entero, lo mismo que la Bruja, o que Violín, el pederasta, o que el torturador. Otras víctimas apenas le dan un rédito de tres meses de descanso. El hacedor de muertes, que a veces las asimila con la indulgencia de una práctica eutanásica, vive su mal como si fuera un castigo, que un tribunal invisible le ha condenado a “una sentencia sin alegato previo, sin derecho a defensa”. Un castigo que cree desproporcionado y más aún sin saber cuál fue su delito previo. “No dormir implica estar privado de soñar”, se lamenta, porque necesita soñar para alimentar su imaginario. “El insomnio priva al inconsciente de su propia vida”, se queja, porque se siente desposeído del equilibrio, la armonía que proporciona tener un espacio para liberar la mente sin la opresión del pensamiento activo.

Quizá por eso no se juzga al protagonista, víctima y verdugo a la vez, en este libro, cuya credibilidad tampoco se ve afectada por la impunidad con la que se suceden unos crímenes que, por otra parte, tampoco despiertan las sospechas de nadie. Es solo una fábula sin moraleja, poblada, eso sí, de una entretenida galería de personajes del submundo tangerino: proxenetas y banqueros, prostitutas y enfermeras, mafiosos y policías, exesposas vengativas y viudas ricas… Un relato que no paliará las veladas yermas del hipotético lector insomne, pero que quizá le ayude a sobrellevarlas (sin necesidad de asesinar a nadie). “Noches en blanco y huecas”. Así transcurren las horas del asesino. “Su vacío me tortura y me saca de quicio”.

Portada de 'El insomnio', de Tahar Ben Jelloun.

Autor: Tahar Ben Jelloun.

Traducción: Malika Embarek López.

Editorial: Cabaret Voltaire, 2022.

Formato: tapa blanda (288 páginas, 20,95 euros).

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