El jardín de Joaquín Sorolla, la otra pasión del pintor en Madrid

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Clasificar a ciertas personas por la tarea que desempeñan es complicado. Eso nos ocurre con artistas que compaginaron con maestría actividades muy dispares, o que quizás no lo fueran tanto. Si pensamos en los pintores, nos sorprende encontrar a bastantes de ellos que no sabemos si eran más felices al trabajar con el óleo o con las flores. La pintura y la jardinería se ven imbricados en la forma de ser de muchos artistas. Sus creaciones terminan o comienzan en el jardín, como le ocurría a Coenraet Roepel (1678 – 1748), famoso bodegonista neerlandés. Con una infancia a la que no acompañaba la salud, consiguió fortalecerse gracias a cuidar del jardín familiar. Se implicó sobremanera en su amor por las plantas, hasta el punto de iniciarse en la pintura de flores y frutas. Nadie que vea una de sus obras dudaría de su pasión por la belleza vegetal. En el Museo Lázaro Galdiano custodian dos de sus bodegones; en el más frutal se hace imprescindible admirar el retrato de uno de los caracoles más simpáticos de toda la historia del arte.

Más cercanos a nuestro siglo, otros artistas amantes de pintar sus manos con tierra fueron los franceses Gustave Caillebotte y Claude Monet. El jardín de este último, Giverny, es quizás su creación más universal, por el gran número de veces que apareció en sus cuadros. En España no podríamos prescindir de Joaquín Sorolla, que en Madrid estableció un jardín en su casa, todo ello convertido hoy en museo. Casi a punto de cumplirse un siglo de la muerte del artista, sigue siendo un remanso de paz, de luz y de color. La construcción de este vergel le llevó a Sorolla siete años de faena, como nos señala Enrique Varela Agüí en el estupendo y exhaustivo libro que escribió sobre la historia de este jardín.

El alma de este lugar es andalusí, con la preciosa herencia que los árabes dejaron principalmente en el sur de la península ibérica en forma de jardines. Aquí, en los tres espacios en los que Sorolla dividió el terreno —llamados específicamente primer, segundo y tercer jardín— otras tres fuentes estructuran cada uno de ellos. De esta manera, el murmullo del agua se entremezcla con el del tráfico rodado. Lo andalusí, a pequeña escala, respira no solo en las fuentes y en su trazado, sino también en los azulejos de los bancos, de los cantos de los parterres o en el barro cocido del suelo y sus olambrillas. Asimismo, quedan especies emblemáticas de aquel periodo, como el arrayán (Myrtus communis), uno de los cuales lo plantó el mismo Sorolla en 1917, como marca una placa. Pero, del mismo modo, hay retazos tanto de la jardinería clásica grecorromana, con esas estatuas salpicadas por el jardín o el uso abundante de la topiaria con sus setos de boj, como de la jardinería renacentista, que bebe directamente de este pasado clásico.

En cuanto a las especies, de la presencia hegemónica ya citada del boj (Buxus sempervirens), pasamos a la de la hiedra (Hedera canariensis), que abraza todo el muro perimetral. Un palmito elevado (Trachycarpus fortunei) muy alto flanquea la entrada a la casa. Sobre él, trepa un jazmín estrellado (Trachelospermum jasminoides). No podían faltar los laureles (Laurus nobilis), la adelfa (Nerium oleander) con un enorme ejemplar en el primer jardín, un árbol del amor (Cercis siliquastrum), o varios cítricos (Citrus spp.). El tercer jardín está dominado por las sombras de árboles como la falsa acacia (Robinia pseudoacacia) o los almeces (Celtis siliquastrum).

Muchas plantas regalan su colorido a lo largo del año, caso de las azaleas (Rhododendron spp.) que están ahora en plena explosión cromática, los geranios

(Pelargonium x hortorum) enmacetados, las calas (Zantedeschia aethiopica) o los alhelíes encarnados (Matthiola incana). Aunque la flor que domina el jardín con sus colores es la rosa, tanto las trepadoras que suben por la fachada y la pérgola como los rosales de pie alto que asoman entre medias del boj. Aportan ese colorido que debía de ser tan querido por Sorolla, a juzgar por la gran cantidad de veces que la rosa aparece en sus pinturas. El año pasado la colección de rosales se enriqueció con una nueva de color amarillo albaricoque, la muy perfumada rosa ‘Clotilde Sorolla’, obtenida por los viveros Francisco Ferrer, con Matilde Ferrer al frente. Esta obtentora de nuevas rosas señala que “la inspiración para crear esta variedad fue la mujer y musa de Sorolla, Clotilde, que aparece en un cuadro con un vestido negro con un cinturón y una rosa amarillo crema”. Las encontraremos en macetas en la escalera de entrada a la casa.

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Los ciclos continúan, pero hay cosas que no cambian. Francisco Rojo, vigilante de seguridad del museo, comenta cómo “vienen personas para dibujar a lápiz rincones del jardín en sus libretas”. Algo que, sin duda, le hubiera gustado a Sorolla.

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