El juego democrático

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Nicolás Aznárez

¿Por qué los que fueron perseguidos persiguen? ¿Por qué no pueden reconocer en otros lo que padecieron? Un enigma de la condición humana, y a la vez, la poderosa fuerza de autoengaño de las doctrinas ideológicas. Entre la experiencia personal de la cárcel o el exilio causados por las dictaduras latinoamericanas son muchos los que eligen la lealtad ideológica, sin poder admitir que las cárceles y las torturas no son de derechas o de izquierda. Son ataques a la dignidad humana, ya sea en Nicaragua o en Venezuela, en Cuba o El Salvador. Si no, ¿cómo explicar que, en un continente que padeció en el siglo pasado dictaduras tenebrosas, los gobiernos y muchos intelectuales no levantan la voz ni se unen al clamor de los que denuncian las llamadas dictaduras del siglo XXI? Como es el caso aberrante del otrora revolucionario Daniel Ortega que en Nicaragua encarcela a sus adversarios políticos y ahora llegó a la insensatez de querer meter entre rejas al escritor Sergio Ramírez, Premio Cervantes de literatura.

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América Latina carga sobre sus espaldas históricas con dictaduras y tiranos de todo pelaje, pero las mismas prácticas opresivas: persecución, torturas, censura, encarcelamiento. El mismo escritor ha dicho que ”Nicaragua se asemeja a la Argentina de Videla”. No es una metáfora literaria de un gran escritor que con sus galardones literarios y su compromiso con la libertad democrática ha hecho que su nombre se confunda con el de su país. Efectivamente, la Nicaragua de hoy, que busca encarcelar a quien más lo prestigia, se asemeja a lo que fueron las dictaduras que asolaron al continente a lo largo del siglo XX, las mismas persecuciones por convertir en delito lo que es la madre de todos los derechos, la libertad de expresión sin percusión por las opiniones.

La Nicaragua del matrimonio político de Daniel Ortega y Rosario Murillo se asemeja a la Argentina de Videla, y podríamos agregar al Chile de Pinochet, al Paraguay de Stroessner, los militares de Uruguay, al Brasil de Castelo Branco. Ese pasado que en nuestros países domina más como una memoria histórica vengativa en lugar de la pedagogía democrática para evitar nuevas dictaduras y dar sentido al sacrificio pasado. En el discurso público sobreviven los lugares comunes de la guerra fría, evitar la denuncia de los gobiernos amigos “para no hacerle el juego a la derecha”, al imperialismo o el chantaje emocional de utilizar palabras connotadas negativamente como llamar “golpistas” y “traidores” a los que osan levantar la voz para denunciar esas violaciones de gobiernos autoritarios. Menos comprensible resulta que se descalifiquen las críticas y denuncias de los organismos internacionales como injerencia a la soberanía cuando la filosofía jurídica universal de los derechos humanos surgió precisamente para proteger a los ciudadanos de la prepotencia de los estados donde sea que se violen sus derechos. Fue la solidaridad internacional de las democracias desarrolladas y las denuncias de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA los que nos ayudaron a despojarnos del chaleco de fuerza de las dictaduras que fueron cayendo, una a una, en la década del ochenta. En general, las nuevas constituciones democráticas subordinaron sus leyes locales a los tratados internacionales de derechos humanos que dieron un gran impulso democratizador a la región. Sin embargo, cuarenta años después resurgieron en el continente poderes autocráticos que persiguen, encarcelan, torturan, desprecian a la prensa. A la par, desempolvaron las viejas actitudes de silencio cómplice que nos retrotraen a los intelectuales que callaban ante los campos soviéticos y los crímenes de Stalin, y abrieron trincheras entre los escritores. Abundan los testimonios y las anécdotas, pero vale recordar a David Rousset, hombre de la resistencia francesa que sobrevivió al campo de Buchenwald, se hizo conocido por sus escritos y por haber sido el primero en utilizar en francés la palabra “gulag”. En 1949 convocó a sus viejos compañeros de infortunio a investigar y denunciar los campos de trabajos forzados de la Unión Soviética. Como la mitad de los deportados eran comunistas, eligieron la lealtad ideológica y toda la furia cayó sobre Rousset, acusado de “traidor” por difamar a la Unión Soviética. Palabra que ha regresado al discurso público y lleva a la afirmación existencial de que sólo podemos ser fieles a nosotros mismos.

Para tener mejor vida en nuestros heridos países en los que la democracia parece una flor de invernadero, resta que nos digamos. ¿Y si le hacemos el juego a la democracia?

Norma Morandini es periodista y escritora. Fue diputada y senadora y dirigió el Observatorio de Derechos Humanos del Senado argentino.


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