El leninismo reaccionario ha ganado

El leninismo reaccionario ha ganado

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“Su leninismo es admirable”. A media tarde del viernes, de entrada, su mensaje me desconcierta. Otro más. “La derecha es leninista. Nosotros somos subnormales”. Ahora creo que empiezo a pillarlo.

Hace menos de una hora que el Tribunal Supremo de Estados Unidos ha derogado el derecho al aborto y no sé dónde está mi amigo Pablo Muñoz, pero está que trina. Para responder engancho las últimas frases del fallo. “La Constitución no prohíbe a los ciudadanos de cada Estado regular o prohibir el aborto. Roe y Casey se arrogaron esa autoridad. Ahora anulamos esas decisiones y devolvemos esa autoridad al pueblo y a sus representantes electos”. Pablo, inmune a toda hipocondría moral, no se permite escandalizarse desde superioridad alguna, sino que prosigue con la metralla de su análisis político para comprender por qué se ha producido una regresión inimaginable. “Llevan desde los noventa educando a jueces y élites para lograr esto”. Deduzco que está pensando en el movimiento legal conservador. Para proseguir con la conversación, me pongo a buscar información como un loco.

Tras la disrupción de los setenta, en los entornos de Nixon surgió esta corriente ideológica que reivindicaba la necesidad de una contrarrevolución legal. De entrada se trataba de revertir el ataque que, desde su punto de vista, sufría el sistema económico a manos de la élite liberal. La clave de bóveda de la reacción era el poder judicial y su potencialidad para actuar como el principal poder por su capacidad para dirigir y controlar el cambio económico, político y social. Se trataba de implementar una estrategia leninista. Se trató de incrustarse en facultades de Derecho, para empezar, multiplicar la nómina de jueces conservadores después y, al fin, conquistar la máxima influencia posible para colocarse en el Tribunal Supremo. Una influencia política que, según el profesor Steven M. Teles ―autor de The Rise of the Conservative Legal Movement― ganaron en el Partido Republicano al hacer confluir su agenda con la de los conservadores religiosos.

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El ejemplo paradigmático de ello ha sido la trayectoria y el nombramiento de la jueza Amy Coney Barrett, retratada por Margaret Talbot hace pocos meses en The New Yorker. Nacida en 1972, brillante licenciada en la facultad católica de Notre Dame y becada por plataformas del movimiento legal conservador, en 2006 estampó su firma en un manifiesto que sostenía que ya era “hora de poner fin al legado bárbaro de Roe contra Wade y restaurar las leyes que protegen las vidas de los niños por nacer”. Era la candidata ideal para que Donald Trump cumpliese con una de sus promesas con el movimiento conservador: revocar Roe contra Wade. La manera de conseguirlo la había apuntado al fijar una lista de jueces provida publicada por él mismo. Durante su primera campaña electoral, este supremacista libertino se hizo así con centenares de miles de votos reaccionarios. Se trataba explícitamente de consolidar una amplia mayoría conservadora en el tribunal a la manera leninista, es decir, ocupando las instituciones para subvertir su mecánica e imponer un orden alternativo al margen del legislativo. Pocos días antes de la celebración de las elecciones de 2020, en tiempo de descuento, Barrett fue nombrada jueza del Tribunal Supremo para sustituir (¡qué amarga ironía!) a Ruth Bader Ginsburg.

Y el aborto volvió al Supremo. El éxito del movimiento conservador se jugaba, precisamente, en esta cuestión. En un artículo publicado en el trumpista The Federalist, la activista nacionalista Rachel Bovard era transparente. Demócratas y republicanos habrían provocado una inquietante inversión de funciones en la división de poderes. Toda vez que la polarización paraliza la actividad parlamentaria, “los jueces son nuestros políticos ahora”: ellos son quienes legislan porque son los responsables de decidir “las cuestiones profundas de nuestro orden social”. Ahora podían ganar. “Hemos jugado el juego largo durante los últimos 50 años y al fin hemos llegado al momento decisivo”.

Creo que toca leer La guerra de los jueces, de Martín Pallín para que al menos, en la siguiente, no se nos quedé otra vez cara de idiotas ante la miserable fuerza del fanatismo.

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