El naufragio de los derechos de los niños en la ciudad más pobre del Mediterráneo


Decir que es la segunda ciudad más importante de Líbano o que fue conocida por sus zocos poco significa para la Trípoli de hoy. Las calles de esta urbe portuaria próxima a Siria aún disimulan la pobreza que esconden sus corroídos edificios. Las cortinas en los balcones dan color a las fachadas desgastadas, pero no se percibe el olor a comida tan característico de enclaves árabes como este. En los pocos puestos de verdura que sobreviven apenas queda gente comprando. Estamos en la ciudad más pobre del Mediterráneo, según el Banco Mundial.

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La economía informal es el sustento de muchas familias. En el piso que ocupa la de Ahmed, en el barrio de Wadeh El Nahle, se come lo que consigue este niño de 11 años hurgando en la basura. El pequeño, envuelto en una manta, saluda tímidamente con la mano, pero no puede levantarse. Se recupera de una herida de puñal. Le atacaron dos días antes cuando buscaba en la calle algo que llevar a casa. “Casi lo matan y, encima, no nos atendieron en el ambulatorio”, denuncia su madre, Samira Abdalah. Las niñas juegan junto a la abuela, de 80 años.

“Mis hijos comenzaron vendiendo clínex y ahora buscan comida en las calles y en los vertederos”, señala Tahar Ali, el padre de Ahmed con vergüenza. Los Ali son sirios, llegaron a Trípoli en 2013 huyendo de la guerra en su país. Sobreviven como pueden. Los niños no van a la escuela, se queja el padre, “aquí sustituyen los estudios por trabajo” y se enfrentan a la violencia verbal y física. “Los primeros dos años yo tenía un empleo y todo iba bien. Luego enfermé, perdí mi puesto y ahora cada día es peor. Tenemos muchas necesidades, no puedo garantizar sus derechos básicos. Simplemente, el pan es algo inalcanzable para nosotros”, asegura mientras se le rompe la voz. La representante del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en Líbano, Yukie Mokuo, afirma que este no es un caso aislado: “Hicimos un estudio en Trípoli y comprobamos que el 63% de los menores de edad encuestados se iniciaron en el mundo laboral en los últimos tres años, en los que presenciaron la revolución, la covid-19 y una crisis económica sin precedentes”.

Mis hijos comenzaron vendiendo clínex y ahora buscan comida en las calles y en la basura

Tahar Ali, padre de Ahmed (11 años)

Esta familia reside en una vivienda que da cobijo a 22 personas. Dos habitaciones, un baño y una cocina conforman la distribución de la casa compartida. Las pertenencias son escasas: una vieja alfombra roja, colchones, mantas amontonadas y una cortina de color aceituna que cae desde el techo. Con tan solo dos horas de electricidad al día, cuentan con una bombona de gas para calentar el agua y cocinar. Llaman la atención los electrodomésticos de acero, aunque la nevera está vacía.

En Trípoli la pobreza supera el 70% y el desempleo, según datos de las autoridades locales, el 60%. Antes de la crisis, menos de tres cuartas partes de los hogares de esta ciudad realizaban tres comidas al día. Ahora, la libra libanesa ha perdido el 90% de su valor y los precios de los comestibles se han disparado a más de un 600%, según el Programa Mundial de Alimentos. Las cifras son aún más crudas para los refugiados. Se calcula que en el país de los cedros hay un millón y medio de personas provenientes de Siria. Unicef estima que casi nueve de cada 10 de estas familias viven en condiciones de extrema pobreza.

“Escapamos de los bombardeos para evitar la muerte, pero aquí morimos cada día”, comenta Ali. Es consciente de que hay muchos otros ciudadanos en la misma situación de precariedad debido a la frágil situación económica de Líbano. “Nadie quiere estar así”. Sus hijos trabajan como si fueran adultos, pero las niñas están “encarceladas en casa”. Trípoli es un bastión musulmán suní en el que se respira el conservadurismo en las calles, y ellas llevan hiyab desde edades muy tempranas. “Mis hijas me piden ir a la escuela, sin embargo, ni siquiera puedo comprarles libros, cuadernos o lápices”, reconoce el progenitor. La tasa de abandono escolar alcanza el 40%, según las autoridades locales. “Lo que más duele es saber que mis pequeños jamás estudiarán. Nos hemos hecho a la idea de que esta realidad será permanente”, se lamentan estos padres. “Todos somos responsables”.

En el barrio de Abo Smara, Itola Omar abre las puertas de su casa. Esta joven libanesa es madre de cuatro vástagos con tan solo 26 años: “Yo hablo en nombre de todas las madres de Trípoli”, dice antes de comenzar la entrevista para aclarar que no se trata de una sola historia.

Su marido y ella regentaban una tienda de accesorios de telefonía, pero, durante las protestas de la revolución de 2019, los manifestantes les rompieron los cristales y el dueño del local no les permitió renovar el alquiler. “Nos quedamos sin trabajo con cuatro hijos. Tres niñas y un niño. El chico tiene que ayudarnos buscando comida”, asegura. Las otras tres son pequeñas, acuden de forma irregular a un colegio que está a una hora de distancia de su casa. “Pienso en el suicidio”, continúa Omar mientras disimula las lágrimas.

“Yo me casé con 13 años porque mi familia no podía alimentarme. Me pesa pensar en que pasará lo mismo con mis hijas. Si no puedo mantenerlas tendré que dejarlas marchar”, añade. “El matrimonio infantil, según hemos investigado, se debe a las barreras estructurales como la ausencia de oportunidades de empleo, la carga financiera de mantener un hogar y la falta de condiciones adecuadas de vivienda y servicios disponibles”, expone Mokuo, de Unicef.

La pobreza también ha tensionado su relación conyugal. “He sufrido violencia verbal y física”, reconoce Omar. Ambos discrepan sobre las posibles salidas. A él le atrae la idea de emigrar y abandonar el país. Ella no está de acuerdo: “Quiere que arriesguemos nuestras vidas en el mar. Yo no puedo provocar más sufrimiento a mis hijos”.

Incluso antes de la crisis actual, los niños de Trípoli se han enfrentado a altas tasas de analfabetismo, deserción escolar y falta de servicios básicos, que ha aumentado en los últimos años

Yukie Mokuo, Unicef Líbano

Una barra de pan cuesta 9.000 libras (5,3 euros?) y su primogénito, de 13 años, gana 10.000 (5,9 euros). “Solo comemos pan con agua caliente o patatas. Los días que mejor nos alimentamos es cuando las vecinas nos dan algo. Hoy, de hecho, una de ellas me ha mandado hummus y aceitunas”, asegura la joven madre mientras abre los muebles de una paupérrima cocina. Una solitaria botella de aceite de girasol es lo único que queda en la despensa. “No sé cuánto cuestan la carne y el pollo porque no me los puedo permitir”.

Desde el verano, Omar ha tenido que ir vendiendo casi todos los objetos de la casa para pagar el alquiler. “Me duele ver que estamos criando una generación fallida. Estos niños robarán, serán delincuentes y violentos”, lamenta. “El hambre es terrible, cuando un hijo te dice que tiene hambre te rompe el corazón”.

La pobreza extrema provoca una cadena de necesidades. Otro de los grandes problemas a los que se enfrentan las familias en Trípoli es la falta del acceso a la atención de la salud. La sanidad pública es precaria y la privada es demasiado cara. Tampoco disponen de medicamentos. “Incluso antes de la crisis actual, la infancia de Trípoli se han enfrentado a altas tasas de analfabetismo, deserción escolar y una carencia de servicios básicos que ha aumentado en los últimos años”, aclara la representante de Unicef.

Esta ciudad es el reflejo de una nación que lleva años en decadencia y, si bien los umbrales de pobreza en el resto de ciudades no alcanzan este nivel, la maltrecha situación de la infancia es una realidad en todo el Estado. El país afronta una de las peores depresiones económicas de su historia, agudizada por la devaluación de su moneda, la pandemia de la covid-19 y las secuelas de la explosión del puerto de Beirut en agosto de 2020. Naciones Unidas estima que nueve de cada diez familias sufren cortes de electricidad, un 30% de los hogares recorta gastos en educación y un 40% tuvo que vender artículos de su casa para sobrevivir. Siete de cada diez tuvieron que comprar comida a crédito. Lo más preocupante es, según Unicef, que el futuro de una generación entera está en peligro.

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