El palestino afrancesado con el corazón roto

En los años crepusculares del imperio, medir el tiempo se había vuelto un problema. El año oficial seguía empezando en marzo, época en que los recaudadores de impuestos acosaban a los felahín, los campesinos. Pero los cristianos utilizaban el calendario juliano reformado por el papa Gregorio XIII, que empezaba en enero y tenía años bisiestos y variaciones que dependían de la liturgia; y aunque los judíos adaptaron sus períodos a los ciclos de la tierra, los musulmanes adoptaron la hégira lunar y poco a poco quedaron desfasados en relación con las estaciones.

Cuando Midhat era pequeño, todos los habitantes de Naplusa, incluso los no musulmanes, se regían por la luna y, a pesar de la implantación del día “franco” (o europeo) por el sultán Abdul Hamid, se ceñían religiosamente al día árabe. Según los musulmanes, el Todopoderoso había dispuesto el universo de tal modo que todos los días, al ponerse el sol, los relojes de la humanidad debían marcar la hora duodécima, en consonancia con el reloj del mundo. Y así, cuando llegaba la oscuridad y los muecines llamaban a la oración magrib (vespertina), los habitantes ricos de Naplusa sacaban el reloj del bolsillo, tiraban de la corona con las uñas y la movían para que las manecillas se unieran en las doce, antes de ir corriendo a la mezquita, si así lo deseaban.

Cuando Midhat era muy pequeño, dormía en invierno con su Tita, Um Taher. Cuando tenía cinco años, la familia se trasladó al otro lado de las murallas del casco antiguo, dejando una casa con un patio colectivo y habitaciones redondas e instalándose en un edificio moderno con habitaciones particulares y ángulos rectos que estaba al pie del monte Gerizim. Observaba el paso de las estaciones desde la ventana de su nuevo dormitorio, con las nevadas crestas del Jabal alSheij, el Monte del Jeque, en el horizonte.

El día que Haj Taher, el padre de Midhat, anunció su segundo compromiso, la Tita afirmó haber visto la carroza en el monte un mes antes. Las profecías de la Tita no eran útiles para nadie, ya que ella nunca sabía qué significaban en su momento y solo sentía la inquietud resultante retrospectivamente. Entre otras cosas, había vaticinado la defunción de su marido.

–Vi un ataúd en una alfombra azul. Vi la punta de madera sobre la alfombra azul, yo estaba en casa de mi madre, y volví a verla cuando trajeron el ataúd de Jaffa y lo depositaron a mis pies. Bajé el ojo inmediatamente, este ojo, y vi la punta del ataúd y la alfombra debajo.

Si Haj Taher se había casado, en primeras nupcias, con la madre de Midhat, había sido gracias a ella. La muchacha era de una buena familia de Yenín y Taher la había amado.

–Tu madre tenía los ojos verdes. De ojos para abajo, tenía la cara casi lisa, así –y se apretó las mejillas con los dedos–, wallah, te lo juro, como un niño pequeño.

La Tita no reveló si había previsto que la muchacha moriría de tuberculosis. Midhat tenía dos años por entonces. Su padre estaba en Egipto. La casa se llenó de mujeres que lloraban y, mientras lavaban el cadáver en la mesa del comedor, el administrador sacó al patio pastelitos de sémola que Midhat desmenuzaba con las manos. Luego se pasaba la lengua por las palmas. En el momento en que el padre apareció bajo el dintel, la Tita dio un grito y se asió al borde de la mesa, como si fuera a desmayarse.

Esta rutina funcionó durante años. La complacía aquella economía cronométrica, aquella impresión de que pasaba de una actividad a otra sin malgastar un solo instante

Haj Taher no se quedó mucho tiempo en Naplusa. El comercio de telas que tenía en la calle Muski de El Cairo prosperaba a ojos vistas y necesitaba cada vez más su atención, y aunque había contratado más personal para la tienda y más jóvenes para transportar las sedas del Golán, no había olvidado el consejo de su padre relativo a la importancia de las relaciones personales en el comercio, y como en el vocabulario cairota empezaba a llamarse kamal al paño de muy buena calidad, Haj Taher Kamal no podía permitirse el lujo de delegar en otros la dirección de su tienda. Tampoco podía confiar en correos anónimos para recoger las sedas de los mayoristas. Tenía que estar regularmente en persona en el punto de venta y también viajar al norte personalmente para recoger el género, y solo utilizaba representantes para que no decayera el volumen de ventas. Este movimiento incesante era agotador, pero rentable: le garantizaba la lealtad de los compradores y la sinceridad de los vendedores. Además, los viajes le amenizaban la vida, iba por Naplusa de paso, visitaba a su agente Hisham en la tienda local, estaba una tarde con su madre y su pequeño hijo y volvía a la calle Muski para llevar la contabilidad. Después del entierro de la esposa y de volver a El Cairo tuvo deseos de reemprender el viaje, pero el trabajo no le dejaba tiempo para los lamentos. Las fiestas se aproximaban, las ventas se habían disparado y necesitaba quedarse en El Cairo para comprobar la marcha del negocio.

Pasaba las mañanas en la trastienda, sentado a una mesa de madera de sándalo y escribiendo en los libros. Por la tarde trataba con los clientes. Esta rutina funcionó durante años, con un ritmo tan exacto que casi todos los días, cuando el ayudante llamaba a su puerta para recordarle que era hora de comer, él acababa de anotar el último dígito en el libro de contabilidad. La complacía aquella economía cronométrica, aquella impresión de que pasaba de una actividad a otra sin malgastar un solo instante.

Sin embargo, esta rutina se alteró poco después del fallecimiento de la esposa. Habiéndose enterado de su viudez, un variopinto pelotón de comerciantes cairotas empezó a importunarlo por la mañana y las horas que destinaba a la contabilidad se prolongaban desdichadamente hasta la tarde. Cada dos días se presentaba uno, se acercaba con cautela a su escritorio, hinchaba el pecho y se ponía a describir las virtudes de su hija. Haj Taher les daba las gracias a todos por la oferta, pero la declinaba. No obstante, al cabo de unas semanas empezaron a hacer mella en él aquellos abordajes y las educadas negativas cedieron el paso a la resentida aceptación de algunas invitaciones. Transcurrido más tiempo, también las adulaciones empezaron a surtir efecto y las aceptaciones se volvieron ceremoniosas. Pues empezaba a ser evidente que merecía volver a casarse y casarse bien. Haj Taher tenía olfato para los negocios y ojo para las inconstancias de la moda y los favores, y como sabía que por el momento era un comerciante rico, famoso entre las señoras, pensaba sacar provecho de ello.

Los recuerdos de Midhat empezaron a fijarse más o menos por entonces. Su padre se volvió una figura vaga: una rodilla gruesa, una voz en el otro lado de la habitación

No había mujeres entre sus parientes de Egipto y en consecuencia no tenía a nadie para inspeccionar a las aspirantes. Habría podido recurrir a su madre, pero la suponía llorando todavía a la difunta nuera, de modo que desestimó la posibilidad. En consecuencia, contrató a una amiga llamada Rabab, una bailarina de carácter alegre con la que se acostaba a menudo después de sus actuaciones en Zamalek. Rabab, a cambio de un pequeño estipendio, accedió a investigar a las jóvenes en oferta y seleccionar discretamente a las familias según su reputación. Pasó una semana y el jueves por la noche sorprendió a Rabab poniéndose una bata detrás del escenario. Sonriendo con la boca cerrada, le enseñó una lista que había escrito en el dorso de la carta de un restaurante. La familia de esta era rica, pero la madre era una cerda, informó. Esta otra tenía tres hermanas y era la menos atractiva de todas. Una lástima; sus dos hermanas mayores eran muy simpáticas. Esta otra no era rica, pero la familia era agradable. Muy conocida, querida por la gente. ¿Guapa? Así así, dientes muy pequeños. Y esta otra era copta. Irritante. Desde luego, era la más hermosa de todas…

–¿Cómo se llama? –preguntó Taher.

–Layla. La familia no es ni carne ni pescado. Acomodada, pero sin lujos.

–¿Cómo es la madre?
–Simpática. Y atractiva.
No tardó mucho en decidirse. Escribió al padre de Layla para decirle que aceptaba y en pocos días acordaron la firma en el libro y la fecha de los esponsales. Solo entonces invitó a su madre, que seguía en Naplusa, a asistir a la ceremonia, aunque la mujer no participó en los trinos ni danzó.

Layla tenía el cabello espeso y un cuello de cisne y, de acuerdo con la tradición, no adoptó al hijastro. Era particularmente reacia al tacto y, siempre que podía, soltaba los dedos de Midhat del pulgar de su marido. Puesto que Layla prefirió quedarse cerca de su familia, las visitas de Haj Taher a Naplusa se espaciaron aún más. A partir de entonces lo normal fue que enviara a un representante para ver cómo iba la tienda y reservara los viajes para el Golán. Midhat se quedaba con la Tita en el monte Gerizim durante períodos cada vez más largos.

Los recuerdos de Midhat empezaron a fijarse más o menos por entonces. Su padre se volvió una figura vaga: una rodilla gruesa, una voz en el otro lado de la habitación. La Tita era una almohada de pechos que olía a agua de rosas y violetas dulces. Layla era una pared ósea. Su madre, una nada blanda.

Como Taher y Layla aparecían poco por Naplusa, en las aulas empezaron a correr rumores sobre su riqueza. Midhat tenía un primo llamado Jamil, que vivía debajo de ellos, y había oído decir que Haj Taher se había enriquecido porque había hallado unos restos faraónicos en su jardín de El Cairo.

La Tita se tronchaba de risa. Estaba agachada en la puerta, arreglando no sé qué.

–Recordad lo que os digo, niños: las personas más desdichadas son las envidiosas.

Había un recuerdo sobre su padre que destacaba entre los demás. Con el paso del tiempo no supo decir qué edad tenía entonces, pero con la incertidumbre la imagen adquirió la condición de mito o de sueño descrito de memoria

Pero cuando Taher visitaba Naplusa, la Tita fulminaba con la mirada a su nueva nuera. Taher partía pipas de calabaza con los dientes y Midhat se quedaba mirando su ancha rodilla, que temblaba cuando el adulto alcanzaba el tazón. Le gustaba el hueco escuadrado que formaba la pierna de su padre, con el tobillo apoyado en el muslo de la otra y, estimulado por entonces por la necesidad de tapar agujeros, sentía deseos de gatear bajo las piernas de su progenitor y levantarse en el interior de aquel espacio cerrado. Tiempo después, las piernas cruzadas, y el ancho pie colgante con su terso empeine de cuero, se transformaron en un balancín, perfecto para sentarse. Layla observaba a su lado.

Había un recuerdo sobre su padre que destacaba entre los demás. Con el paso del tiempo no supo decir qué edad tenía entonces, seis años, siete, pero con la incertidumbre la imagen adquirió la condición de mito o de sueño descrito de memoria, y ocupó en su mente un espacio desmesurado, pues aunque tuvo que haber vivido mañanas muy parecidas, aquella fue la que perduró.

En el recuerdo amanece en el monte Gerizim y en la despensa tintinea la tapa de la lata del pan. Junto a la puerta hay dos bolsas de viaje. Y allí está Babá, con el fez y el abrigo de lana marrón, que murmura buenos días y se inclina para darle un beso. El aliento es humano y dulce y debajo del bigote hay dos poros rojos, inflamados, visibles. Midhat, en la puerta, lo ve atar las bolsas a ambos lados del caballo. Babá monta y antes de partir se detiene para mirar a su hijo. Las húmedas emanaciones de la mañana penden sobre los lejanos olivos con un matiz azulado y Haj Taher, Abú Midhat, desciende hacia la niebla.

Era primavera cuando llegó una carta anunciando el embarazo de Layla. La Tita batió palmas y las mujeres se acercaron para felicitarla. Después de aquello transcurrieron los meses sin que recibieran ninguna carta o telegrama. Llegó el verano y el cielo derramó olas de calor. Los ladrillos de las casas se volvieron de blanco ceniza. Las palomillas se morían mientras volaban. El sofocante simún soplaba envuelto en polvo y secó cuatro fuentes de Naplusa. Y cuando llegaron las lluvias, fueron torrenciales.

Midhat pensó al principio que lo había despertado la tormenta. Entonces oyó voces. Al acercarse a la puerta vio el bulto de su padre en el pasillo, bañado por la luz de una lámpara depositada en el suelo, sacudiéndose el agua de los brazos. La Tita se acercó a él y entró en el cerco de luz, recogiendo prendas de tela en la danzante oscuridad. La siguiente vez que despertó ya era por la mañana y su abuela estaba sentada en la cama. Le asió el tobillo por encima de la manta y le dijo en voz baja: “Tu padre está aquí. Está apenado por la muerte del niño”. La ropa del padre, deformada por la humedad, colgó durante días de los ganchos de la pared de la cocina.

Cuando nació la siguiente criatura, Taher y Layla regresaron a Naplusa para vivir allí. Poco después, enviaron a Midhat a estudiar a Constantinopla. Su primo Jamil había terminado ya el primer curso en el Mekteb-i Sultani, así que el viaje no fue tan temible como habría podido ser. La verdad es que durante todo el año había envidiado a Jamil, que con trece años parecía un adulto y trataba con mucha despreocupación los libros de estudio, que llevó consigo durante las vacaciones. Midhat los había visto en el dormitorio de su primo, caídos de canto en el suelo, con el lomo visible, y se esforzó por descifrar los títulos. Cuando partió, sintió menos el viaje como un alejamiento que como una aproximación.

El parisino

Isabella Haddad.
Traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle.
Anagrama, 2021. 720 páginas. 24,90 euros.

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