El poder oculto


Salvo para referirnos a la clásica tríada formal de Montesquieu, los politólogos ya hemos renunciado a hablar del poder y aún más a tratar de definirlo. Sabemos lo importante que es su dimensión institucional, porque sin ella no seríamos capaces de introducir un orden en el cada vez más complejo armazón del Estado y su necesario sometimiento al derecho. Pero se trata de un orden formal: bueno para orientarnos en el proceloso mundo de la política, pero insuficiente para explicar todo lo que acontece. Hace mucho que hemos interiorizado la idea de que el poder no se encuentra necesariamente en las convencionales “instancias de poder” formal, que ha emigrado a otros lares, como los mercados y la tecnología, o la información y la multiplicidad de estrategias de persuasión que pugnan por introducir la visión de la realidad más ajustada a los distintos intereses en disputa.

Tampoco nos ayuda mucho dar el salto hacia lo contrario, a la verificación de que el poder lo es todo, que es inevitable e imposible de captar en su omnipresencia y multidimensionalidad. Que, como en su término inglés, power, se trata de algo parecido a una energía. Una energía que se va filtrando por todos los intersticios sociales y cuyos efectos no pueden remitirse a claras relaciones de causalidad. Ahora bien, si nos quedáramos en esta constatación, carecería de sentido el sistema democrático mismo. Este presupone la posibilidad de detectar dónde se encuentra el poder para ser capaces de sujetarlo a algún tipo de control. Sin él no habría rendimiento de cuentas posible ni una efectiva sujeción de la acción política a la ley. Esta es la principal razón por la cual tanto nos esforzamos por introducir el valor de la transparencia. La peor forma de poder en una democracia es el poder oculto, invisible, desde siempre asociado a lo que la tradicional teoría del Estado llamaba los arcanos del poder.

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Ahora imagino que ya sabrán de qué va esta columna, del desvelamiento de las escuchas a una extensa red del independentismo catalán mediante el programa Pegasus. A estas alturas solo sabemos que se produjo, ignoramos todo lo demás: quién fuera la instancia encargada de dar la orden, el porqué (aunque esto lo imaginamos) y, sobre todo, cuáles vayan a ser las consecuencias políticas de este desmán. Así, a primera vista, lo que llama la atención no es solo la cuestión de principio —la posible ilegalidad del mismo— sino la más propiamente prudencial. Que siguieran produciéndose las escuchas sobre miembros de un partido aliado parlamentario del Gobierno y, por tanto, imprescindible para apuntalar la legislatura, o en momentos en los que se había iniciado ya un entendimiento sobre cómo resolver la cuestión catalana.

Como digo, es todavía demasiado poco lo que sabemos como para poder ir mucho más allá, y no me atrevo a especular. Pero precisamente por esto llevan razón los afectados, esto exige algo más que buenas palabras o un cierre de filas entre partidos con “sentido de Estado”. No hay sentido de Estado sin vincularlo también a un mínimo sentido democrático. Está demasiado cercana la perplejidad que nos embargó con el desvelamiento de los trajines de Villarejo como para ahora hacer tabula rasa con este otro asunto. Aquí no estamos en presencia de esos poderes líquidos de los que hablábamos al comienzo; son poderes de indudable solidez y con capacidad para seguir replicándose. De este nos hemos enterado gracias a Citizen Lab. En otras ocasiones puede que no tengamos la misma suerte.

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