El precio de la corrupción


Las iniciativas vigentes contra la corrupción en España no son despreciables, pero no bastan todavía para proteger al sistema contra esa patología crónica. La corrupción no es una falla genética de los españoles, sino propia de cualquier sistema democrático complejo. Lo distintivo está en la capacidad para prevenir su contagio, que en España resulta todavía notoriamente insuficiente. La corrupción tiene precio y su precio es mucho dinero.

El 16 de diciembre pasado terminaba el plazo para trasponer la Directiva europea 2019/1937 sobre la materia, pero España lo ha incumplido, al igual que ha sucedido en otros 20 países europeos. El impacto social de notorios casos de corrupción en España exige acelerar el proceso para aprovechar por fin las facilidades que ofrece una directiva conocida por su referencia al término anglosajón whistleblowing, es decir, “quien hace sonar el silbato”, quien da la señal de alarma o quien aporta la información crucial para iniciar una investigación. La finalidad de esa figura consiste en ofrecer una garantía de seguridad y protección a quienes conocen desde dentro una irregularidad o un delito. El anonimato del denunciante se ha revelado como el elemento clave para multiplicar las denuncias, como han experimentado varias de las oficinas antifraude que funcionan en España con alcance limitado. La norma permite descubrir las malas prácticas o infracciones en una fase temprana, promueve el establecimiento de canales de denuncia eficaces y seguros y evita que los alertadores puedan incurrir en responsabilidad penal, civil, administrativa o laboral por ello.

La directiva obliga a las empresas de más de 250 trabajadores a activar vías de denuncia que garanticen la confidencialidad de cualquier ciudadano que quiera informar sobre posibles delitos. También desde el ámbito público insta a habilitar esos canales seguros no solo al Estado, a administraciones regionales y provinciales y a otras entidades de derecho público, sino a los municipios con más de 10.000 habitantes. Los ejemplos más emblemáticos a los que se dirige la norma los hemos visto con las filtraciones de Edward Snowden al revelar el alcance de las interceptaciones de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, y aquí en España con el exconcejal del PP José Luis Peñas, quien hizo estallar el caso Gürtel gracias a sus denuncias. Estos denunciantes son fundamentales, porque la información que facilitan (en gran número de casos, veraz) ayuda a un proceso de rendición de cuentas indispensable en una cultura democrática transparente. El estigma del chivato o el delator pertenece a sociedades democráticamente inseguras porque aspira a condenar al ostracismo del clan y el silencio de la tribu a quien denuncia el latrocinio.

El empeoramiento de España en el Índice de Percepción de la Corrupción 2021, con 61 puntos en una escala de 100, ratifica la necesidad de reformas legislativas como la que promueve la directiva. Para prevenir la espiral de silencio de la corrupción pública o privada ampara al informante contra las represalias de su empleador, de su entorno o de los mismos responsables de blindar el tejido corrupto, por definición opaco y silencioso. La intimidación, la degradación laboral o la pura amenaza son parte del repertorio de armas contra las que el denunciante sabe que habrá de luchar, y solo el respaldo institucional y la garantía del anonimato permitirán que aflore la información.


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