El río Bravo se desborda de menores migrantes

–”A ver: calmados, calmados”.

La voz del coyote llega desde el río Bravo segundos antes de que la balsa de plástico, con más de una decena de migrantes centroamericanos a bordo, toque la orilla de Texas, en Estados Unidos. Faltan unos minutos para las nueve de la noche. El cielo tiene un tono gris que iguala los colores del agua y las nubes. La luz se ha ido y es imposible ver el rostro de quien habla.

–”Ya llegamos al lado americano. Todos juntos. Cuidado con los chavos, ayuden a los chavos…”, dice con tono optimista el hombre que maniobra el remo. Antes de que los pasajeros comiencen a desembarcar, el sujeto los reúne en la proa. Saca un teléfono celular, enciende la luz y pide a todos repetir al unísono para grabarlos en vídeo: “Últimos 13 de la clave pericos”. Un código que es también una prueba de vida con la que el traficante de personas da por concluido un periplo que, para decenas de migrantes, dista mucho de acabar.

Un puñado de agentes de la policía estatal y la patrulla fronteriza estadounidense, parte de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés), observa con resignación la escena a menos de dos metros con lentes de visión nocturna. El flujo de personas ha aumentado, según uno de los uniformados, desde hace tres o cuatro semanas. Desde entonces, los integrantes de distintas fuerzas estatales y federales son testigos de primera mano de la crisis. En varios puntos como este ven a los tratantes de personas dejar del lado estadounidense a cientos de inmigrantes, quienes se entregarán a las autoridades con la esperanza de que se les permita permanecer en este país. No hay violencia ni uso de la fuerza. Es lo cotidiano.

La caída del sol marca el inicio del trajín a lo ancho del río que divide México y Estados Unidos. El pasado marzo ha sido el mes con más inmigrantes en 15 años. En total llegaron a la frontera sur de Estados Unidos 171.000 personas, según cifras provisionales. Cerca del 11% son menores que han hecho el viaje sin acompañante, un grupo que crece y amenaza con desbordar la situación. En la ciudad de Roma (Estado de Texas), en la ribera del río Bravo, uno de los puntos más activos a lo largo de la frontera, todas las noches sin falta cruzan hasta 50 pequeñas embarcaciones. Solo en la del martes llegaron 216 personas en tres horas.

“¿Cuántos te quedan?”, pregunta en español y con una acostumbrada indiferencia un agente de la policía estatal de Texas a uno de los coyotes. “26 y acabo”, le responde la voz, que comienza a alejarse hacia la orilla que es Ciudad Miguel Alemán, en el Estado mexicano de Tamaulipas. Los migrantes en tierra ya en el lado estadounidense esperan en pie con una sonrisa cansada y algo de desconcierto. El grupo comienza a hacerse más numeroso. No saben qué hacer ni qué esperar.

Una niña salvadoreña se acerca al periodista. “Por favor, yo me quiero ir con usted porque mi papá tiene pistola”, dice. Su madre, Saida Yolani, la carga y esboza una sonrisa a manera de disculpa. “El papá está preso y en estos días sale”, cuenta. “Yo tengo todo el tiempo para ayudar a la investigación [que harán los agentes de inmigración] y probar que él nos quiere hacer daño porque ya no quiero estar con él. Se hizo pandillero, es de la [mara] 18”, añade. Originaria de Ahuachapan, en el este del país centroamericano, lleva un año huyendo de la violencia de las bandas, cuyos integrantes le mandan amenazas de muerte a través de su excuñada. Estuvo escondida en Guatemala hasta que dieron con ella. Después, subió a Veracruz, en México, donde estuvo en un albergue de migrantes en el municipio de Oluta. Los 1.000 kilómetros de distancia que puso entre ella y su pasado no fueron suficientes. El recado de muerte también la alcanzó. Ahora su único equipaje es una copia de una conversación de WhatsApp llena de amenazas.

Más de 120 personas acompañan a Saida y su hija en la noche de Roma. El grupo es contenido por las linternas de los agentes estadounidenses. La luz revela la novísima cara de la emergencia migratoria que afronta la Administración del presidente Joe Biden. Pese a que la mayoría de las personas que cruzan la frontera son adultos solos, expulsados casi de forma inmediata, la crisis tiene un rostro juvenil. El ritmo al que llegan miles de menores de 18 años no acompañados es cada vez más veloz. Para ellos, el Gobierno actual ha creado una excepción que impide deportarlos en caliente como se hacía antes. De ahí que en Roma se observe a decenas de hombres y mujeres adultos que emprendieron el viaje cargando infantes con la esperanza de que estos sean la llave de entrada.

El año fiscal de 2021, que en EE UU va de octubre de 2020 a septiembre del actual, se encamina a romper todos los récords recientes. En seis meses han ingresado a Estados Unidos 47.729 menores no acompañados, una cifra que supera el total de arribos durante 2020 y rebasa la mitad de ingresos de niños y adolescentes solos para 2019 (80.634). Aún queda un semestre por delante. En febrero llegaron 9.297 menores, un incremento de un 98% comparado con octubre (4.690). En marzo fueron 18.800, según cifras provisionales publicadas el viernes. No se había visto tal dimensión de este fenómeno desde mayo de 2019, durante el Gobierno del republicano Donald Trump. Entonces fueron procesados 11.861 niños y niñas en la línea fronteriza.

Consultado sobre el nuevo hito de la emergencia migratoria, un portavoz de la oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado se limita a responder que el “Gobierno de Estados Unidos está comprometido con un proceso migratorio seguro, ordenado y humano”. Esta política ha sido definida en una serie de órdenes ejecutivas promulgadas por el presidente Biden a inicios de febrero. Entre ellas, una específicamente orientada a reunificar a entre 600 y 700 menores separados de sus padres al llegar a Estados Unidos por la política migratoria de Trump. Alejandro Mayorkas, el secretario de Seguridad Nacional, explicó a mediados de marzo que la Administración ha puesto fin a política del republicano de expulsión de todo menor de 18 años no acompañado.

Una familia camina por un camino rural de La Joya, Texas. En video, familias de migrantes cruzan el río Bravo para entregarse a las autoridades migratorias.HECTOR GUERRERO

“Toma agua, mamá. ¡Toma agua, por favor!”, suplica Elizabeth, de siete años. Su madre, Leticia, llora sonoramente detrás de un matorral. La mujer, salvadoreña de 27 años, emite doloridos sollozos que incomodan a quienes la rodean. Viste una blusa de flores y una chamarra. Entre lágrimas se toca el abultado vientre. Está embarazada de siete meses. “El bebé no se mueve, yo lo que quiero es que un doctor me vea”, ruega. En minutos, el llanto se convierte en arcadas que la obligan a ponerse en cuclillas. El ambiente se tensa a escasos metros de la ribera. Los policías tejanos piden una ambulancia. Poco antes, Leticia afirmaba haber sido secuestrada en México. “Me tuvieron un mes encerrada. Buscaban meterme pastillas a la fuerza y me las estuve tomando… y así hasta que yo pude salir porque Dios me ayudó”, dice.

“Vengo huyendo de mi país”, afirma Leticia, quien salió en enero de Santa Rosa de Lima, en el departamento de La Unión. “Yo no me voy a regresar para atrás. Corro mucho peligro. A mi mamá la mataron allá en El Salvador”, dice desesperada. Una hora después, la mujer es atendida por paramédicos. Miembros de la CBP aseguraron a este periódico que su vida y la del bebé estaban fuera de peligro. Hasta febrero, cuatro de cada diez familias inmigrantes eran retornadas velozmente, en un plazo de 72 horas, a sus países de origen. El porcentaje de devoluciones era aún mayor para los adultos que llegaron solos. Pero la ola reciente ha ralentizado un proceso para deportar que Biden dejó intacto de la era Trump, justificándose en la pandemia.

La abogada Jasmin Singh, experta en temas migratorios, considera que la situación ha cambiado porque los traficantes de personas, los coyotes, se han encargado de propagar el mensaje de que Biden ha abierto las puertas de Estados Unidos. “Esto no es cierto, pero es lo que se ha comunicado en los pueblos de Honduras y El Salvador, zonas muy golpeadas por la violencia y la crisis económica de la covid”, asegura la analista. Esto ha llevado a que miles de padres desesperados crean que es la mejor ocasión para poner a sus hijos en manos de los traficantes de personas. Todos los ocupantes de la Casa Blanca han tenido que enfrentarse a este fenómeno recurrente. Barack Obama, por ejemplo, lidió con la llegada de cerca de 70.000 jóvenes no acompañados en sus ocho años de mandato.

Un portavoz del Departamento de Estado afirma que Estados Unidos trabaja de cerca con sus aliados en la región para superar la situación. “La colaboración es clave para abordar el flujo de mexicanos y centroamericanos, quienes son la mayoría de quienes cruzan de forma ilegal a Estados Unidos”, afirma en un correo electrónico.

Los migrantes de Roma son separados. 37 menores no acompañados, muchos de ellos adolescentes, del lado izquierdo. Al otro hay una fila de 91 personas. Casi todos los adultos cargan en brazos a un menor. Los agentes ordenan meter teléfonos y objetos personales en una bolsa de plástico transparente. Los viajeros, quienes consideraban finalizada una enorme travesía, comienzan otra.

Un autobús blanco los transporta a los centros de detención de la CBP, que deben enviar en un máximo 72 horas a los menores a instalaciones a cargo de la Secretaría de Salud. Algunos de estos lugares se han convertido esta semana en el centro de encendidas polémicas. Un grupo de 19 senadores republicanos, entre ellos los tejanos John Cornyn y Ted Cruz, visitaron el 26 de marzo las instalaciones de la CBP en la ciudad fronteriza de Donna, en Texas. Durante el recorrido, los legisladores vieron condiciones de hacinamiento en las edificaciones temporales y cientos de menores en jaulas. Eran escenas similares a las que provocaron la ira de los demócratas durante el Gobierno de Donald Trump.

El centro provisional de Donna fue abierto en febrero mientras se realizaban obras en las instalaciones de detención de la ciudad de McAllen. Hasta mediados de esta semana, el sitio tenía 3.400 menores no acompañados. Algunos espacios del complejo albergaban a más de 500 personas pese a que los protocolos sanitarios recomiendan un máximo de 32. Las autoridades han admitido que el 14% de los menores ingresados allí han dado positivo al coronavirus.

El senador Ted Cruz, uno de los más radicales en sus posturas frente a la inmigración, dijo que las “políticas de puertas abiertas” de Biden han creado una “amenaza de salud pública y una crisis de seguridad nacional nunca antes vista”. Su visita fue ampliamente replicada por los sectores más conservadores y forzó al Gobierno demócrata a permitir la entrada de una cámara de la agencia Associated Press a retratar las condiciones del centro.

Un recorrido por fuera de las instalaciones, fuertemente custodiadas, muestra la situación. Un numeroso equipo de obreros trabaja para replicar las gigantescas carpas temporales, asentadas en grandes tierras de cultivo, y así poder aumentar la capacidad del centro de Donna. No se prevé una pronta disminución de la ola migratoria.

Fue un golpe de suerte el que permitió a Yuri Andrade, de 24 años, seguir en suelo estadounidense. Como la mayoría de los detenidos en la línea fronteriza, esta hondureña originaria del departamento de Olancho, estuvo brevemente en un centro de detención. “El lunes me tiraron a la hielera [como llaman a los centros de detención por sus bajas temperaturas] y el martes Dios se manifestó conmigo”, cuenta. Ella y su hija de cinco años, que pagaron 6.000 dólares (5.100 euros) a un coyote para llegar a EE UU, eran las últimas de una enorme fila que alimentaba uno de los aviones de la agencia federal encargada de las deportaciones (ICE, por sus siglas en inglés) que tenía como destino Centroamérica. Un billete de vuelta a la pesadilla. Pero no cupieron en la aeronave que las iba a expulsar.

Para algunos el periplo termina en Brownsville, una ciudad a 180 kilómetros de Roma, en la boca del Golfo de México. Andrade y su hija, Rosy Careli, esperaban allí el autobús. Fueron trasladadas ahí desde uno de los centros de detención de Texas; no sabe cuál. Su esposo las aguarda en Dallas, una de las ciudades más pobladas del norte del Estado. “De mis compañeros no supe nada. Aquí solo hay una persona más que venía con nosotros”, dice en la estación de camiones. Dentro de unas semanas tendrá que comparecer ante un juez para argumentar su caso y evitar ser enviada de vuelta a Honduras. Si no se presenta, pasará a sumarse a los millones de inmigrantes que viven en las sombras.

Rosy Careli dibuja con crayolas una hoja en blanco. Alguien ha regalado a todos los niños que esperan en la estación unas alas de mariposa. Ella no se las quita. Es un gesto de la inocencia que pervive después de la traumática experiencia. “La niña está feliz. Somos un milagro”, dice su madre.


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