El último superviviente de la misión que preparó el salto de la humanidad hacia la Luna

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“¡Tenemos un incendio en la cabina del piloto! Tiene mala pinta. Vamos a salir de aquí. ¡Nos estamos quemando! [Gritos]”. El astronauta Walter Cunningham escuchó estos 12 horripilantes segundos de grabación pocas horas después de que sus protagonistas ardieran vivos, el 27 de enero de 1967. Los fallecidos eran los tres ocupantes de la Apolo 1, la misión destinada a dar el primer paso de la humanidad hacia la Luna. “Allí estábamos, todavía investigando un accidente de pesadilla y ya preguntándonos quién sería el próximo. Era como en los tiempos de los gladiadores romanos, cuando la muchedumbre aclamaba al nuevo campeón mientras su predecesor, ya muerto, era arrastrado por la arena”, cuenta Cunningham en su libro The All-American Boys, publicado en 1977 y actualizado tres décadas después.
Cunningham —un físico entonces de 34 años nacido en un pueblo de Iowa— fue uno de los tres nuevos gladiadores elegidos para ser los siguientes en subirse a esa nave experimental en la que sus compañeros habían muerto asfixiados y achicharrados a más de 500 grados de temperatura. Este jueves, 27 de junio, Cunningham, de 87 años, visitará España para participar en el encuentro Objetivo la Luna, organizado en Madrid por EL PAÍS.
Los gladiadores muertos en la arena de la Apolo 1 eran la élite de los astronautas. Gus Grissom, un veterano piloto que había participado en más de 100 misiones de combate en la guerra de Corea, estaba destinado a ser el primer ser humano que pusiera un pie en la Luna. Ya había estado en el espacio dos veces, dentro de los dos primeros programas espaciales de EE UU —Mercury y Gemini—, que apenas alcanzaron la órbita terrestre, a unos pocos cientos de kilómetros de altura.

La misión Apolo 7, a 230 kilómetros de altura, el 11 de octubre de 1968. NASA

El tercer programa espacial, Apolo, estaba diseñado para ir mucho más allá y aterrizar en la Luna antes que los soviéticos. Los compañeros de Grissom en la Apolo 1 eran Ed White, que había sido el primer estadounidense en realizar una caminata espacial, y Roger Chaffee, que había sobrevolado Cuba para fotografiar sus bases militares durante la llamada Crisis de los Misiles de 1962. Los tres murieron durante un simulacro, por una chispa que prendió en la cabina, llena de oxígeno puro a presión. “Si morimos, queremos que la gente lo acepte. Confiamos en que no se retrasará el programa si nos ocurre algo. La conquista del espacio merece arriesgar la vida”, había dejado dicho Grissom, según el libro Huellas en la Luna, publicado por el periodista John Barbour en 1969.
“Volar es un negocio orientado a la muerte. O aceptas las probabilidades o te quedas fuera. […] Hay cosas peores que morir”, explica Cunningham en The All-American Boys, un relato personal desde dentro de la carrera espacial. El físico era una de las 770 personas que en 1963 pasaron el primer corte para ser astronautas del programa Apolo. Los requisitos eran: ser estadounidense, tener menos de 34 años, medir menos de 1,83 metros, ser físico o ingeniero y, además, ser piloto con más de 1.500 horas de vuelo. El 18 de octubre de aquel año, los 14 elegidos fueron presentados al mundo.

Donn Eisele, Wally Schirra y Walter Cunningham, el 9 de septiembre de 1968, en Cabo Cañaveral. NASA

“Era difícil ignorar lo que teníamos tan visiblemente en común: todos éramos blancos, anglosajones y protestantes, a excepción de un puñado de católicos”, recuerda Cunningham. Él, sin embargo, era un civil y desentonaba en aquel grupo formado mayoritariamente por miembros del Ejército de EE UU. Y, además, había otro problema. “Quince años antes, yo había abandonado la religión organizada. En el mejor de los casos, sería considerado un agnóstico por la mayoría de la gente”, subraya el físico. No era un tema baladí. “Los estadounidenses, y la NASA, quizá no viesen con buenos ojos que se enviasen a las profundidades de los cielos a astronautas que no creyesen firmemente en Dios”, reflexiona Cunningham.
Su miedo a quedarse en tierra estaba fundado. El 12 de abril de 1961, el soviético Yuri Gagarin se había convertido en el primer ser humano que alcanzaba el espacio exterior, en un vuelo que apenas rozó las dos horas de trayecto. En su libro The All-American Boys, Cunningham cuenta que pronto empezaron a circular por EE UU unas frases de dudosa autenticidad atribuidas a Gagarin: “No vi a Dios allá arriba. Miré por todas partes, pero no vi a Dios”. Según Cunningham, “la blasfemia de Gagarin conmocionó y repelió a los ciudadanos estadounidenses”.

Walter Cunningham, el pasado 18 de junio el Salón Aeronáutico de París-Le Bourget, Francia. epv (reuters)

Cunningham, pese a sus indicios de ateísmo, sí formó parte finalmente de la primera misión tripulada del programa Apolo. Tras el incendio mortal de la 1, el resto de misiones fueron numeradas de nuevo. “Apolo 7 fue nuestro primer paso hacia la Luna”, resume el estadounidense. El 11 de octubre de 1968, la nave estaba lista para despegar. Además de Cunningham, completaban la tripulación Donn Eisele y Wally Schirra, fallecidos en 1987 y 2007 respectivamente. El diario Miami Herald tituló: “Tres astronautas están listos para el desafío por el que ya murieron otros tres”.
Tras el desayuno, los tres comenzaron el ritual de ponerse la indumentaria para el viaje. “Era como la ceremonia en la que el matador se pone el traje de luces ante el altar de la plaza de toros”, señala Cunningham. “Muy pronto sabría cómo se debió de sentir el capitán Ahab [de la novela Moby Dick] cuando finalmente arponeó a su ballena”.
La misión Apolo 7 despegó sin problemas, ante medio millón de personas que se apiñaban en las playas y carreteras en torno a cabo Cañaveral. “Allí estábamos, los gladiadores espaciales de EE UU, siendo arrastrados a nuestro destino en un vagón de mercancías”, escribió Cunningham. Durante 11 días en la órbita terrestre, él y sus dos compañeros demostraron que la tecnología estaba a punto. La siguiente misión, la Apolo 8, fue la primera en orbitar la Luna. Y, tras otras dos misiones de entrenamiento, los astronautas de la Apolo 11 Neil Armstrong y Buzz Aldrin pusieron el pie en el satélite el 20 de julio de 1969.

Walter Cunningham, durante la misión Apolo 7, en octubre de 1968. NASA

“¿Qué obtuvimos después de 12 años, de 24.000 millones de dólares procedentes de los impuestos y de ocho muertes, más allá de medio millar de kilogramos de rocas para demostrar que habíamos estado en la Luna?”, interroga Cunningham al final de su libro. “Es una pregunta legítima. Y los ciudadanos se merecen una respuesta mejor que las sartenes revestidas de teflón, las alertas tempranas de riesgos meteorológicos y el conocimiento de la composición mineral de la Luna”, advierte. Este jueves a las 19:00, hora peninsular española, Cunningham podrá responder a esta y a otras preguntas del público en el encuentro en Madrid que se podrá ver en directo en la web de EL PAÍS.
“Muchas personas, incluyendo astronautas, han comparado aquel primer viaje a la Luna con la travesía de Colón al Nuevo Mundo. En esa analogía, Colón ya ha vuelto a España y algunos han sido convencidos de que el mundo no es plano, pero Magallanes aún tiene que zarpar hacia otros puertos inexplorados, tal como haremos con los planetas”, añade Cunningham. “Para mí, no hay opción: vayamos a Marte. El futuro nos espera. Es hora de dar otro gran salto para la humanidad”.

El debate, en directo en la web de EL PAÍS

El astronauta Walter Cunningham será el gran protagonista del encuentro Objetivo: la Luna, organizado este jueves por EL PAÍS con motivo del 50º aniversario del primer alunizaje. En el acto, que se celebrará en la Fundación Giner de los Ríos de Madrid, también participarán el astronauta Pedro Duque, ministro en funciones de Ciencia; la ingeniera de telecomunicaciones Santa Martínez, coordinadora del procesamiento científico de la misión BepiColombo a Mercurio de la Agencia Espacial Europea; y el ingeniero José Manuel Grandela, que tenía solo 23 años cuando participó en la misión Apolo 11 desde la estación de seguimiento de Fresnedillas de la Oliva, en la Comunidad de Madrid. El debate, abierto a las preguntas del público, será moderado por la periodista Patricia Fernández de Lis, redactora jefa de Ciencia y Tecnología de EL PAÍS y directora de Materia. Las entradas están agotadas, pero el evento se podrá seguir en directo en la web de EL PAÍS.




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