Electoralista


Anoche me visitó un funcionario de la Junta Electoral Central para comunicarme, como el ángel del Señor que anunció a María, una buena nueva: en las elecciones votaremos a nuestros partidos preferidos sin esa empatía total que haría del voto salto de fe; pero, además, ejerceremos nuestro derecho al contravoto votando también al partido que menos nos guste. Para que se vaya. El ángel subrayó la dimensión catártica y terapéutica del contravoto —voto de la contra ahora que la carne es tan controvertida—: saldríamos de los colegios diciendo “¡Qué a gusto me he quedado!” después de contravotar a Abascal, Echenique, Sánchez, Rufián o Cuca Gamarra. No obstante, la visceralidad se contrapesaría y la templanza saldría ganando —el ángel de la Junta Electoral es socialdemócrata—: incluso los ángeles, enfangados en la antítesis cielo-infierno, conocen las problemáticas del bipartidismo y de entender la política de un país y el país todo como pastel que se reparte. La península Ibérica no es una gran chuleta y el ángel electoral quiere modificar la representación de los porcentajes tan parecida a un donut.

Este nuevo sistema reactivaría el voto inteligente sin desechar la espectacularidad del recuento. Subirían los índices de audiencia en cada fiesta de la democracia. Imagínense a Ferreras. Quizá el contravoto aumente la abstención perezosa; o quizá nos movilicemos ante la oportunidad de ver perder al mal como en las pelis de Tarantino. Una pregunta nos perturbaba: ¿castigaría la izquierda a un partido de izquierda, aunque votase a otro partido de izquierda como ganador? —”Capaces somos”, se santiguó él—, ¿pensaríamos con inteligencia táctica o nos dejaríamos arrastrar por nuestras bajas pasiones? El ángel ejemplificó: “Tú y yo estratégicamente deberíamos contravotar al PP, pero tu cuerpo y mi espíritu tal vez nos llevarían a introducir la papeleta de Vox…”. Entonces, el ángel hizo puff y me dejó atragantada con mi filete de la contra.


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